El derecho a decidir y las comarcas. O por qué en Quebec los independentistas no quieren un referéndum
A la vista del referéndum que las fuerzas independentistas quieren convocar en Cataluña en octubre, son significativas las diferencias entre los argumentos a favor y en contra del mismo. Los primeros parecen más atractivos de entrada. Frente a la razón, más fría y técnica, del necesario respeto a la Ley, los partidarios de la secesión y sus acompañantes habituales en la izquierda aducen otros de sangre más caliente y con mayor carga sentimental: el valor de la voluntad popular, la tolerancia respecto al deseo de construir una nueva nación a partir de un cierto sustrato diferencial, o la idea de la liberación de un poder opresor que impediría por la fuerza la realización de esos legítimos anhelos.
El marco legal actual tiene unos límites claros pero, al margen de los mismos, es preciso no rehuir ese debate. Y para ello los unionistas han de armarse dialécticamente mejor, máxime en un ambiente recalentado por la propaganda y las emociones. Y en este ámbito echo en falta argumentos que cuestionen el “argumento bandera” nacionalista del debido respeto a la voluntad de los catalanes, el presunto y manido “derecho a decidir”.
Los secesionistas utilizan a menudo el ejemplo del Canadá como modelo de lo que un país avanzado ha de hacer con los anhelos separatistas de una parte de su territorio, en su caso la provincia de Quebec, y su encauzamiento a través de posibles consultas plebiscitarias. Pero un mejor análisis de esa concreta situación nos permite comprobar cómo precisamente ese tratamiento ha conseguido, sorprendentemente, unos frutos muy diferentes a los deseados por los nacionalistas. Hasta el punto que éstos, batiéndose en retirada, ya no quieren celebrar hoy allí un referéndum. Ese ejemplo, por lo tanto, más que suponer un respaldo al secesionismo, puede dotar de nuevas armas dialécticas a unos unionistas necesitados de ellas.
Quebec es una provincia de clara mayoría francófona que arrastraba sentimientos de agravio histórico hacia el resto del país, de mayoría anglófona. Cuando los nacionalistas accedieron al Gobierno autónomo su aspiración máxima fue lograr la separación de Canadá a través de un referéndum. Y consiguieron al respecto promover hasta dos consultas de autodeterminación, en 1980 y en 1995. La última de ellas perdida sólo por un muy escueto margen. Dada la evolución de la opinión, parecía que sólo era cuestión de tiempo un nuevo referéndum, esta vez ganado. Pero entonces una nueva circunstancia cambió radicalmente este rumbo: la promulgación de la llamada Ley Federal de Claridad, que regula las bases de la secesión.
Un vistazo a la Historia nos permite entender mejor esta situación, insólita en otros muchos países. Canadá se constituye en 1867, con la denominación entonces de “Dominio del Canadá”, como una confederación de provincias que habían sido hasta entonces colonias británicas. Ni siquiera comprendía originariamente su extensión actual, pues provincias como Columbia Británica o Alberta se incorporaron posteriormente, pactando incluso para ello condiciones especiales. Sometido el Dominio a la autoridad de la Corona británica (vinculación que hoy simbólicamente se mantiene, con la Reina de Inglaterra como Jefe del Estado), el Gobierno federal fue ganando progresivamente un mayor poder e independencia. Ese origen puede explicar que, partiéndose de una unión voluntaria de Provincias, no existan impedimentos constitucionales insuperables para su separación, como ocurre en la inmensa mayoría del resto de los países. Pero esta posibilidad debía ser regulada para que se hiciera, en su caso, de forma ordenada y justa, evitándose el unilateralismo con que hasta entonces habían actuado las autoridades provinciales nacionalistas en Quebec. Esa necesidad es la que llevó a la promulgación de la Ley de Claridad.
El análisis de esa ley está en este post (aquí) de 2012 que, tal vez desafortunadamente, no ha perdido demasiada actualidad. La misma establece los pasos necesarios para lograr ese objetivo de la secesión, referéndum incluido, y sus condiciones que, muy sintéticamente, podemos reducir a tres. Ninguna de las cuales, por cierto, es cumplida en el proceso que impulsan hoy los secesionistas catalanes, por más que sigan queriéndose apoyar en ese precedente.
-El primer requisito es que el proceso comenzaría con una pregunta clara e indubitada en un referéndum sobre el deseo de secesión (y de ahí el nombre de “Ley de Claridad” como se conoce a la norma). Y que el mismo deba ganarse con unos requisitos especiales de participación, pues no se considera razonable que un cambio tan trascendental y de efectos tan generales sea decidido en definitiva por un sector minoritario de la población, como pretenden los impulsores del referéndum catalán y como ocurrió también con el aprobatorio de la última reforma estatutaria que tantos problemas ocasionó.
-El segundo requisito es que ese referéndum ganado sería un mero comienzo, y no un final del proceso de separación. Allí no pierden de vista que ese camino requeriría complejas negociaciones para resolver de forma amistosa todos los enormemente arduos problemas que una secesión trae consigo. Mucho mayores, por ejemplo, que los que ha de resolver el Reino Unido para salir de la Unión Europea, donde aun así se considera asfixiante el plazo legal de dos años para concluir un acuerdo.
-El tercero es que la cesión no ha de darse necesariamente sobre toda la provincia canadiense en la extensión territorial que hoy tiene. En este requisito quiero insistir hoy, pues en gran parte explica el citado y sorprendente giro de los secesionistas.
Conforme a la citada Ley, y como parte de esa negociación, si existen en la provincia consultada ciudades y territorios en los que la proporción de unionistas sea sustancial y claramente mayoritaria, aquélla, para separarse, debe aceptar desprenderse de ellos para que puedan (por ejemplo, formando para ello una nueva provincia) seguir siendo parte de Canadá. Esto parece que tiene una buena justificación. De la misma manera que Canadá adopta una postura abierta respecto a la potencial salida de territorios con una sustancial mayoría de habitantes que no desean seguir siendo canadienses, la Provincia también debe aceptar desprenderse de porciones de la misma por la razón, en este caso simétrica e idéntica, de que una mayoría sustancial de su población sí desee seguir siendo canadiense.
Esto último resulta difícil de aceptar para cualquier nacionalista, que tiende siempre a querer absorber territorios que considera irredentos más que a estar dispuesto a desprenderse de otros sobre los que domine. Si consideramos encuestas y comportamientos electorales recurrentes, la renuncia a Barcelona, a su zona metropolitana, a buena parte de la costa, además del Valle de Arán y probablemente otras comarcas, para respetar la voluntad claramente mayoritaria de sus habitantes de querer seguir siendo parte de España y de la Unión Europea puede producir un efecto paralizante del impulso hoy desbocado del nacionalismo a la secesión. Como ha ocurrido en Quebec, donde los nacionalistas no están de ninguna manera dispuestos a renunciar a Montreal y a otras zonas trascendentales por su riqueza, cultura y valor simbólico para constituirse como un país más rural, atrasado y reducido de lo que hoy son.
Ahí es, por tanto, donde el argumento del pretendido “derecho a decidir” hace aguas. Porque si un nacionalista no reconoce que los habitantes del resto de España puedan tener influencia en su configuración territorial, tampoco hay que reconocerles a ellos el apriorismo de que sólo lo que decidan el conjunto de los catalanes ha de tener legitimidad.
Lo que subyace en todo ello es que, por mucho que el nacionalismo quiera vender su proceso de secesión como un camino de sonrisas hacia la felicidad, lo cierto es que la Historia nos enseña que cualquier disgregación ha dado lugar a serios problemas, grandes crisis económicas, desplazamientos de población e importantes sufrimientos personales. Y que todo ello no podría evitarse en Cataluña cuando un importante sector de la población (al menos aproximadamente la mitad) desea seguir siendo española.
En el debate es preciso introducir ya este factor. España debe en todo caso empezar a amparar a sus ciudadanos que, en Cataluña, desean seguir siendo españoles y están hartos de sentirse rehenes abandonados al nacionalismo. Y no perderse jugando sólo en su terreno de juego. En este sentido las últimas propuestas de los socialistas de Sánchez e Iceta de promover reformas constitucionales para atribuir aún más poder a unas autoridades regionales que tan mal lo han usado, para garantizar privilegios y hegemonías, para desactivar cualquier mecanismo de control y de protección de la legalidad, y para acentuar la simbólica desaparición de todo vestigio del Estado en Cataluña, resultan, no ya inútiles para frenar a un secesionismo al que las cesiones nunca han apaciguado, sino manifiestamente contraproducentes.
No es eso lo que sirve, ni tampoco el inmovilismo de un Rajoy convencido de que el problema se solucionará dejando que se pudra. En el corto plazo los mecanismos de restablecimiento de la legalidad pueden evitar, tal vez, la celebración del referéndum unilateral. Pero es preciso abordar ya el problema del día después y despojarse para ello de prejuicios y de dogmas. Como han conseguido hacer los canadienses. Dejemos a los nacionalistas, catalanes o españoles, la defensa conceptual de indisolubles unidades territoriales de sus respectivas patrias. Nosotros, los que no lo somos, podemos ir un poco más allá, actuar con inteligencia, promover con aquélla inspiración unos mejores incentivos y garantizar así una unión y una integración que a todos nos favorece.