Pinches Ideas
Raquel Marín
Para irnos entendiendo traeré una anécdota del cantautor de salsa panameño Rubén Blades.
Es México, DF, son los años noventa y Blades canta en un gran anfiteatro. El auditorio se divide, a partes iguales y mutuamente excluyentes, en “güelfos ideológicos” y “gibelinos bailadores”.
Quienes bailan al son montuno de Buscando guayaba no están para las consignas antiimperialistas de, por ejemplo, Tiburón (“Si lo ven que viene, ¡palo al Tiburón! / Pa’ que no se coma a nuestra hermana El Salvador”). Y viceversa.
De pronto, cesa el baile y se escuchan los compases iniciales de El padre Antonio y su monaguillo, Andrés, auténtica elegía a la muerte de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, abaleado por sicarios en San Salvador, en 1980.
En este introito a una de sus más célebres canciones de protesta, Blades improvisa un discurso político que inflama a los ideológicos y desinfla a los bailadores. “En América Latina”, dice Blades, “podrán matar a las personas, pero nunca podrán matar las ideas”. A lo que un frustrado bailador, con una rezongona copa de más, responde gritando: “¡Ojalá mataran a todas las pinches ideas y dejaran tranquilas a las personas, güey!”.
Pues bien, las pinches ideas son parientes cercanas de las que Paul Krugman, ganador del premio Nobel de Economía en 2008, llama “ideas zombis”.
Según Krugman, una idea zombi es toda proposición económica “tan concienzudamente refutada, tanto por el análisis como por una masa de evidencia, que debería estar muerta, pero no lo está porque sirve a propósitos políticos, apela a los prejuicios, o ambas cosas”.
La diferencia específica entre las ideas zombis y muchas pinches ideas progresistas latinoamericanas radica en que las zombis están bien muertas y solo resta enterrarlas. En cambio, las pinches ideas están vivas, andan sueltas y en muchas ocasiones tienden a matar en proporciones genocidas.
Considérese la idea del delincuente como víctima rebelde, como “bandido social”, para usar la expresión del historiador británico Eric Hobsbawm. Resulta catastrófica como guía de políticas públicas que busquen sofocar la violencia criminal en un país de más de 28 millones que, en los 15 años de régimen chavista, registra ya 225.000 muertes violentas y donde, tan solo el año pasado, ocurrieron 25.000 homicidios impunes.
Pretender ver en un niño-sicario del microtráfico a alguien que puede ser persuadido de entregar su pistola Glock 9 milímetros a cambio de un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina puede parecer ingenuo misticismo moral, pero eso es justamente lo que proponía Chávez cuando, en su reality show, Aló, presidente, invitaba a los imberbes y despiadados malandros que siembran la muerte en Venezuela a convertirse en entrenadores de baloncesto en las barriadas marginadas de Caracas.
Mézclese semejante ñoñería con lo que va quedando de cierta marxista teoría del reflejo “¿Somos lo que vemos en las series gringas de TV?”, y tendremos la ordenanza de Nicolás Maduro prohibiendo la importación de videojuegos de contenido violento, causantes, según sus avispados viceministros, de la propensión de nuestros asaltantes a descerrajar un promedio de 15 disparos en la humanidad de sus víctimas.
El hampa disputa a la policía el control de las favelas y de extensas zonas suburbanas
¿Quién está matando a los venezolanos a ritmo de vértigo? ¿Quiénes son verdaderamente sus implacables, sañudos asesinos? Obviamente, aunque las cifras de muerte nos pongan detrás de Honduras en cuanto a número de homicidios por cada 100.000 habitantes, no hay en mi país un conflicto armado abierto semejante al de Colombia, con ejércitos claramente antagonistas. Tampoco es asimilable nuestra violencia a los patrones asociados al narcotráfico que imperan en México o Centroamérica.
¿Qué distingue, pues, la violencia criminal venezolana de las demás matanzas que ocurren en otras comarcas de nuestro sanguinario continente?
Las respuestas son complejas, provienen de distintos submundos, con dinámicas muy dispares que confluyen todas en el demencial matadero que es hoy mi país. Una de esas dinámicas responde a otra pinche idea: la del “pueblo en armas” como disuasivo de cualquier golpe de Estado contra la revolución bolivariana.
A comienzos del año pasado, grupos paramilitares de despliegue rápido, desplazándose por las ciudades en motocicletas de gran cilindrada, causaron la muerte de más de 40 manifestantes de oposición. Apoyados con dinero y material bélico por el Gobierno, han sido valorados desde siempre, primero por Chávez, y luego por sus actuales herederos políticos, como “garantes de la paz”.
La conformación de estos grupos trasluce una intensa polinización cruzada entre un Gobierno ostensiblemente militar, la fuerza de choque paramilitar ¿irregulares llamados “colectivos”?, el nutrido lumpen del “micronarco” y, last but not least, un dantesco inframundo penitenciario, regido desde las cárceles por temidos capos que ordenan secuestros, asaltos, motines carcelarios y, desde luego, la contrata de sicarios. En un mismo colectivo pueden convivir todas estas categorías.
Grupos paramilitares fueron apoyados por Hugo Chávez como “garantes de la paz”
Añadamos demografía y escala a lo arriba dicho: en Venezuela actúan cerca de 12.000 bandas y circulan entre 7 y 12 millones de armas cortas y de guerra.
La idea del “pueblo en armas” ha alentado un descomunal gasto militar, incontrolado y corrupto, que desembozadamente surte de sofisticadas armas de guerra al hampa común. La corrupción de las policías, tanto nacionales como provinciales, y la perversión de la rama judicial, fomentan la universal impunidad de los delitos de sangre, al punto de que menos del 1% del cuarto de millón de homicidios registrados desde 1999 han sido policialmente resueltos, mucho menos desembocado en detenciones, imputaciones, juicios ni sentencias firmes.
Resultado de todo esto es que el hampa disputa ya a los cuerpos policiales, desmoralizados cuando no corruptos, no solo el control de populosas favelas y extensas zonas suburbanas, sino también potestades tributarias.
Es en medio de esta anómica efusión de sangre que transcurre la degradante crisis de abastecimiento, la desenfrenada espiral de hiperinflación y el implacable acoso a toda forma de protesta, por pacífica que ella sea. Mientras tanto, los legatarios de Chávez, calibanes convertidos en talibanes, perseveran ofuscadamente en prolongar la crisis terminal una pinche idea: el socialismo del siglo XXI.
Ibsen Martínez es escritor.