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1819: Campaña de la Nueva Granada

Curioseando por entre los estands de la Feria del Libro de Bogotá, di con un tomito de 170 páginas que solo trae el año de 1819 por título

Ocurre que en el pasado he leído varios libros y artículos académicos de Daniel Gutiérrez Ardila (Medellín, 1979) y entre tantas cosas buenas que puede decir de él un aficionado a los temas históricos como yo están una excepcional erudición, su disposición a cuestionar las “verdades históricas”, a menudo, recibidas sin examen, y una prosa clara, elegante y amistosa que sabe abordar los asuntos más remotos y fragosos y rendirlos ante el lector con autoridad y sencillez.

El asunto de 1819: Campaña de la Nueva Granada (Universidad Externado de Colombia, 2019) es la campaña que, a mediados de aquel año, trajo tropas venezolanas y colombianas desde las llanuras que ambas naciones compartimos en Apure y Casanare hasta la meseta cundiboyacense.

El decisivo cambio estratégico del teatro de operaciones, osadamente concebido y ejecutado por Bolívar y su binacional Estado Mayor, propició, entre julio y agosto de 1819, una sucesión de encuentros armados que culminaron en la batalla de Boyacá. Esto dio un vuelco tan sorpresivo y definitivo a la contienda que a la larga favoreció irreversiblemente la victoria final de las armas independentistas suramericanas en 1824. Sin embargo, resulta difícil hacerse una idea útil de todo lo que entrañó aquella campaña leyendo los farragosos mamotretos llenos de notas al pie que brinda la profusa historiografía al uso, y en especial, la de teología bolivariana.

El libro de Gutiérrez Ardila se me hace singular en grado sumo porque adopta una estrategia expositiva que llamaré de historia militar y microhistoria social a partes iguales. Su propósito declarado —y su triunfo— están en saber estimular en el lector semilego el lóbulo cerebral que aloja la imaginación histórica, esa función intelectual sin la que es imposible apropiarse del pasado con algún provecho.

Recuperar acontecimientos grandes y pequeños que ocurrieron hace doscientos años y entregarnos su complejidad con frescas e inteligibles imágenes no es poca cosa. Quizá por ello se avienen tan bien al texto las crudas ilustraciones del artista Santiago Guevara, tan raras y lozanas, tan insolentemente verosímiles. Querríamos verlas expuestas en gran formato en muchas salas del país y de América.

Todos los relatos sobre la campaña que culminó en Boyacá concurren en la palabra “sorpresa” porque, en efecto, el objetivo estratégico de mudar la guerra de las llanuras anegadas de Venezuela a territorio elevado del Nuevo Reino de Granada pilló al Virrey Sámano, a su Ejército y a todo lo que ellos representaban con los calzones abajo. Para lograrlo, hubieron de confluir muchos factores, además de los estrictamente militares.

Gutiérrez Ardila, sin dejar de dar cuenta de los vivaques, marchas y combates, atiende sugestivamente los hechos de la vida material de los combatientes, la vida cotidiana de los civiles y hasta del ciclo climático. Los mapas que apoyan vívidamente la comprensión de lo narrado son, a mi modesto juicio, insuperables.

En pocos libros de divulgación palpita como en éste la inquietante noción, familiar solo a los doctos en la materia, de que hubiese tan pocos peninsulares en nuestras guerras de Independencia, libradas mayoritaria y ferozmente entre criollos realistas y criollos independentistas de todos los colores.

Leyendo sobre el combate de Gámeza, preliminar de Boyacá, y en el que el bando insurrecto aventajaba varias veces al realista nos enteramos, por ejemplo, de que un combatiente podía realizar en aquella época entre dos y tres tiros por minuto (de 120 a 180 por hora) con un fusil europeo convencional, y uno por minuto (60 en una hora) con los que tenían el ánima estriada, como el Baker inglés.

Los independentistas acusaron 180 bajas; los realistas tan solo 16. A pesar de que los 900 infantes del bando realista consumieron casi toda la munición (unos 35.000 cartuchos), el promedio arroja 39 tiros por soldado. Como la lucha duró entre cinco y ocho horas, la cadencia de tiro de cada realista fue muy baja: entre cinco y ocho disparos por hora.

“Aun suponiendo que las bajas patriotas obedecieran todas a disparos (cosa que evidentemente no sucedió) —señala el autor—, solo una de cada 194 balas habría sido mortal: apenas el 0,5%, cuando en Europa se consideraba que alrededor del 5% de los tiros hechos a cien pasos de distancia en medio de una batalla daba en el blanco”.

Los datos de la munición gastada por el bando realista en Gámeza dejan concluir que las armas más usadas en los combates de 1819 fueron las lanzas de la caballería y las armas blancas las bayonetas de los infantes.

No de otro modo —criollo contra criollo, arma blanca— se libró aquella guerra que, en Colombia tanto como en Venezuela, fue la primera de nuestras contiendas civiles.

@ibsenmartinez

 

 

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