19 de julio en Nicaragua: La revolución hecha tiranía
Wilfredo Miranda Aburto es periodista nicaragüense. Es cofundador de ‘Divergentes’ y colaborador de ‘El País’.
Aquellas fotos de la plaza repleta de guerrilleros recién bajados de las montañas, empuñando fusiles hacia el cielo, jubilosos y desaliñados frente al Palacio Nacional de Managua, tomadas el 19 de julio de 1979, son el retrato imperecedero de la entonces recién nacida Revolución Sandinista. Aquella gesta que derrocó a la dictadura somocista y abrió un capítulo definitorio en la historia de este país sometido por los caudillos y dictadores. Hoy, 43 años después, aquel ramillete de principios (bienestar social, democracia, pluralismo político, desarrollo, entre otros) ni siquiera está marchito: es polvo desde hace muchos años.
Daniel Ortega y Rosario Murillo han consolidado en Nicaragua una dictadura familiar (“¡Daniel y Somoza son la misma cosa!”, gritó la gente en las protestas de 2018) que este 19 de julio de 2022 termina de transitar su camino hacia un modelo de partido único y totalitario. Con más de 190 presos políticos —entre ellos figuras históricas de la revolución que son torturadas en la cárcel El Chipote, como Dora María Téllez—, casi 200,000 exiliados y 355 asesinados por sus fuerzas policiales y paramilitares, la pareja presidencial se apresta a celebrar una efeméride que han convertido en una fiesta laudatoria personal.
Ortega regresó al poder en 2006 gracias a un pacto político con el corrupto expresidente Arnoldo Alemán, con quien negoció un techo de 35% de los votos para ser declarado presidente. En cuanto inauguró su retorno a la presidencia, el caudillo sandinista recibió ingentes cantidades de petrodólares del fallecido líder venezolano Hugo Chávez para afianzar su poder que, en ese momento, traía consigo un ideal solapado y muy poco descifrable: la perpetuación en el poder. De modo que le dio a la Iglesia católica la penalización del aborto terapéutico, fraguó repetidos fraudes electorales para ampliar su radio de influencia y cimentó una alianza corporativista con el gran capital. Mientras en paralelo iba engullendo todas las instituciones de Nicaragua, hasta no dejar ninguna manifestación de autonomía en pie, más que la obediencia ciega a “las órdenes de arriba”.
Nicaragua obtuvo buenos números macroeconómicos que mantuvieron una imagen de país aceptable para organismos como el Fondo Monetario Internacional, pero la pobreza, el desempleo y la desigualdad nunca mejoraron estructuralmente. El país caminaba al mismo tiempo que el proyecto personalista de los Ortega-Murillo. Lo que era una democracia imperfecta mutó a un “régimen híbrido”, autoritario. Así se mantuvo y Ortega puso en la primera línea de la sucesión constitucional a su esposa, designada al corto plazo como vicepresidenta. Hasta antes de 2018, la pareja presidencial creyó que todo estaba listo para su perpetuación tranquila en el poder, con Murillo asumiendo en algún momento la presidencia.
Sin embargo, las protestas sociales de 2018 cimbraron al régimen y la inusitada represión de policías y paramilitares generó el repudio popular. Un rechazo a esa violencia de disparos letales que provocó el mayor derramamiento de sangre en Nicaragua desde la posguerra. El “régimen híbrido” se convirtió en una dictadura sangrienta, que asesina, tortura y comete crímenes de lesa humanidad. Incapaces de escuchar la demanda nacional de democracia, de un cambio de modelo pacífico a través de elecciones, los Ortega-Murillo comenzaron a cerrarse, a atrincherarse en su complejo presidencial y habitacional llamado El Carmen. Para ellos, el poder no se negocia, les pertenece inspirados en una creencia divina de que Ortega es el “elegido”. Han decidido mantenerse en el poder por la fuerza, sin importar nada… ni los valores “socialistas, cristianos y solidarios” que dicen —falsamente— profesar.
En ese sentido, apresaron a todos sus críticos y crearon un andamiaje legal para la represión de facto. Aislados totalmente por la comunidad internacional, en 2021 tuvieron lugar elecciones generales. La oposición intentó disputar el poder en las urnas pero la pareja presidencial arrestó a todos sus contrincantes. Desde entonces ha recrudecido el totalitarismo persiguiendo y cazando toda voz crítica, incluyendo opositores, feministas, periodistas, abogados, defensores de derechos humanos, ambientalistas, escritores, músicos, obispos, párrocos, monjas, tuiteros, organizaciones de sociedad civil (más de 1,000 a la fecha) y hasta sus propios militantes que les critican. La voz disidente es un delito en la Nicaragua de los Ortega-Murillo. La reciente toma manu militari decinco alcaldías opositoras puso fin al último resquicio institucional que la oposición ostentaba y consolida el tránsito al modelo de partido único, como en Cuba y Corea del Norte, a menos de cuatro meses de otras elecciones locales sin garantías.
Rosario Murillo, que también es vocera del gobierno, insiste que “no pudieron ni podrán”, en referencia a las protestas de 2018. Es una de sus frases celebratorias durante este 19 de julio que, por tercera vez consecutiva, no será el habitual baño de masas. El acto oficial va a ser celebrado en un circuito cerrado en la plaza de la revolución, donde se tomaron las fotos de los guerrilleros en 1979. A los dictadores los acompañarán sus secuaces y uno que otro controvertido jefe de Estado, como quizá el venezolano Nicolás Maduro. Están muy solos y por eso ni siquiera convocaron a un despliegue de miles, sino que la “orden bajada” a la menguante militancia es hacer de “cada casa, una plaza”. Es la manera de disimular la bancarrota política y de apoyo popular que las encuestas cifran en menos de 20%.
La decadencia de los Ortega-Murillo se conjuga con la bestialidad a la que tiene sometido a los presos políticos en prisión: desde interrogatorios continuos, aislamiento total e indefinido, luces prendidas en las celdas perpetuamente, así como penumbra; chantaje psicólogo, falta de frazadas, de atención médica y una precaria alimentación que ha mellado en la mayoría de los reos, quienes han perdido, en algunos casos, hasta 45 kilos.
Todos los ideales que se planteó la Revolución Sandinista han sido sepultados por la pareja presidencial: cuatro décadas y tres años después, han impuesto en Nicaragua otra dictadura igual o peor que la de los Somoza. Un país que creyó conquistar la libertad y que nunca más volvería a tener presos políticos, hoy es un gobierno totalitario que consolida un régimen de partido único, en el que toda voz crítica es torturada en El Chipote. Es la revolución secuestrada… y hecha tiranía. Es gobernar con el fusil sobre la sien.