Armando Durán / Laberintos: ¿Hacia dónde va Venezuela?
¿Es Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela y presidente interino de la República desde el pasado 23 de enero, el líder indiscutido de la conciencia democrática de Venezuela? Si es así, ¿por qué rebuscada razón Edgar Zambrano, su segundo al mando en su condición de vicepresidente de la Asamblea Nacional, declaró hace pocos días que para solucionar la crisis política venezolana de nada servirían las “huelgas escalonadas” propuestas por Guaidó, sino la celebración de elecciones?
¿A qué elecciones se refería Zambrano con esta inexplicable desviación del rumbo a seguir, a elecciones presidenciales convocadas en algún momento futuro como producto natural de un próximo gobierno provisional, o convocadas, digamos para pasado mañana, con Maduro en Miraflores y conducidas por el mismo y rojo-rojito Consejo Nacional Electoral de todas las trampas posibles bajo la vigilancia de un Tribunal Supremo de Justicia, siempre al servicio exclusivo y sumiso del régimen? ¿No sería esta convocatoria un reconocimiento expreso de la legitimidad negada por los venezolanos y la comunidad internacional a este segundo mandato de Maduro y de las instituciones que le sirven de fundamento y apoyo al régimen que él preside?
¿Fue acaso por eso que este martes bien temprano Henry Ramos Allup, secretario general de Acción Democrática y jefe político de Zambrano, sostuvo que de Maduro no se saldrá por la vía de ninguna intervención extranjera, militar, humanitaria o de lo que sea, sino “convocando a elecciones”, inevitablemente amañadas por las autoridades electorales del régimen que para eso es que han servido y sirven? ¿Será esta obsesiva pretensión del dúo Ramos Allup-Zambrano de reconocer la legitimidad de la reelección de Maduro el pasado 20 de mayo y de las instituciones chavistas el motivo de que José Luis Rodríguez Zapatero, el más efectivo y costoso agente internacional de los oscuros intereses políticos de Maduro y compañía haya regresado a Caracas el lunes por la noche? ¿Indica su inesperada presencia en Venezuela que las clandestinas negociaciones entre el sector colaboracionista de la oposición y el régimen no han cesado y ahora sencillamente están tan a punto de caramelo que sólo necesitan el toque mágico del impresentable ex presidente del Gobierno español para hacer realidad el canalla propósito de darle una nueva puñalada trapera a las esperanzas de un pueblo agobiado hasta extremos inimaginables por el colapso de una nación reducida sistemáticamente a escombros y cenizas por 20 años de opresivo y fallido dominio chavista?
Por supuesto, esta amenaza no es nueva. Surge cada vez que el régimen de la mal llamada revolución bolivariana se siente en peligro. Un mecanismo de respuesta rápida a la presión popular al que le han prestado su valiosa colaboración los dirigentes de esa oposición que nunca lo ha sido desde que en el año 2002 Hugo Chávez les presentó, y ellos admitieron, el inexistente dilema de “o nos entendemos o nos matamos.” Oposición que estos días, si bien no se atreve a rechazar abiertamente el liderazgo de Guaidó, no deja de conspirar para obstaculizar sus decisiones políticas. ¿No fue con esa finalidad que para aceptar la designación de Guaidó como presidente de la Asamblea Nacional le impusieran a dos destacados representantes del colaboracionismo opositor, Zambrano como primer vice presidente y Stalin González, del partido Un Nuevo Tiempo, como segundo vicepresidente? ¿No fue esa una maniobra perversamente dirigida a ahondar la tensión entre la verdad y la mentira en el seno de las fuerzas opositoras, que con tantísimo éxito ha venido fomentando el régimen chavista desde los tiempos del referéndum revocatorio del mandato presidencial de Chávez en agosto de 2004?
A lo largo de estos años, el entendimiento de esos partidos políticos y el régimen ha ido generando en el país la periódica repetición de momentos de grandes ilusiones, interrumpidos siempre por el quiebre brusco de la esperanza, un sube y baja en el ánimo de los venezolanos que ha dejado como rastro sucesivos períodos de frustración ciudadana, parálisis y depresión. Una suerte de eterno retorno de las mismas sensaciones de triunfos aparentemente inminentes y derrotas también aparentemente insuperables, pero que desde este histórico 23 de enero parecen haber inclinado definitivamente la balanza en favor de la pronta y ahora sí inexorable restauración del orden democrático en Venezuela.
Antes la fuerza incontenible de esta nueva realidad, la confrontación Guaidó-Maduro ha alcanzado tal grado de tensión que para nadie es un secreto que su desenlace, en un sentido o en otro, tiene que producirse a cortísimo plazo. Mientras no se resuelva esta contradicción, la presencia simultánea de dos “presidentes”, sin que ninguno de ellos ejerza a plenitud las funciones constitucionales de Presidente de la República, condena al país y a sus ciudadanos a la mayor y más comprometida situación de la historia política de Venezuela. Se trata, sin la menor duda, de una auténtica guerra civil entre Maduro y sus lugartenientes, que hasta el día de hoy cuentan con el poder de fuego de las fuerzas armadas de la nación, potencia letal que sin embargo no pueden utilizar, y Guaidó, que a pesar de contar con el contundente respaldo de la mayoría de la población, más de 80 por ciento según todas las encuestas, carece de la fuerza material necesaria para imponer su legítima y firme resolución de enderezar el torcido rumbo que ha seguido la nación desde hace dos décadas.
Se ha credo así un equilibrio sumamente inestable, pero equilibrio a fin de cuentas, entre la fuerza de las armas y la fuerza de la ley y la razón. Entre Maduro, aislado y rechazado por los venezolanos y la comunidad internacional con la excepción de los gobiernos de Rusia y Cuba, y sin recursos suficientes para mantenerse por mucho más tiempo como inquilino del palacio de Miraflores, y que en este punto crucial del proceso el único respaldo político con que cuenta es el éxito que logren sus cómplices en la oposición para neutralizar las iniciativas, los movimientos y las acciones de Guaidó. Una maniobra encaminada a minar y finalmente despojarlo de la credibilidad y la confianza que en estos dos meses ha generado su liderazgo en el corazón de los venezolanos.
En la medida en que a Guaidó se le haga más difícil satisfacer la impaciencia de los ciudadanos y su discurso deje de tener consecuencias reales en el desarrollo de su estrategia, Maduro podrá resistir un día más, una semana más, un mes más. Y ya se sabe, como ha demostrado el régimen cubano a lo largo de sus 61 años de existencia, en toda confrontación, bélica o no, gana quien más resiste. En este sentido, no alcanzar los objetivos anunciados constituye en la práctica una victoria del enemigo. En otras palabras: si el discurso de Guaidó no produce resultados concretos y reales a corto plazo, la fuerza popular con que viene acorralando al régimen dentro y fuera de Venezuela irá perdiendo su intensidad original y el discurso del sector colaboracionista de la oposición, auxiliado por las sinuosas gestiones de Rodríguez Zapatero, irá cobrando la fuerza que vaya perdiendo Guaidó.
De esta relación de fuerzas depende que muy pronto se respiren en Venezuela aires de libertad o que dentro de nada los venezolanos que no bailen al son que les toquen desde Miraflores, aunque sean inocentes, terminen siendo acusados de conspiradores y enemigos del Estado omnipotente. Hacia uno de esos dos destinos irreconciliables se dirige Venezuela.