Armando Durán / Laberintos: ¿Cese de la usurpación o componenda política-electoral?
Este fin de semana, la inquebrantable firmeza ciudadana para oponerse al fraude electoral puesto en marcha por Evo Morales con la pretensión de conserva el poder de espaldas a la voluntad de su pueblo, le ha dado a América Latina una resonante lección de democracia. Lamentablemente, en Venezuela, que parece no tener mucho que ver con Bolivia, la realidad política, que a comienzos de año daba la impresión de ir por ese camino de ruptura y restauración constitucional, discurre por un cauce muy distinto.
En el marco de un gradual e injustificado distanciamiento de su oferta política original, hace un par de semanas Juan Guaidó tomó por sorpresa a los venezolanos al convocar de una nueva gran movilización nacional este sábado 16 de noviembre, pero lo hizo con la misma ambigüedad con que desde mayo disimula sistemáticamente el verdadero sentido de sus intenciones, cualquiera que estas sean. Mucho más ambiguas por cierto, cuando trata de despejar las dudas. Desde la semana pasada repite el llamado a levantarse se día y salir con la bandera tricolor en alto por toda Venezuela, pero sin aclarar si con ese sentido anuncia que retomará la hoja de ruta del cese de la usurpación con que en enero electrificó al país y a la comunidad democrática internacional, o si por el contrario nos hallamos ante otro capítulo más del blababa rutinario que desde entonces ha caracterizado los actos públicos que casi todos los sábados reúne a sus partidarios, cada marcha o concentración con objetivos menos definidos. Un deslizamiento hacia la nada que ha terminado por erosionar ostensiblemente la confianza y el respaldo que los venezolanos habían depositado en sus pasos y su palabra.
Este desconcierto se hace aún mayor en esta ocasión, porque la convocatoria para este sábado coincide con los acuerdos parlamentarios que acentúan el temor de que el cacareado cese de la usurpación ha dado paso a la celebración de unas elecciones negociadas, precisamente con el “usurpador”, no para corregir el fraude de la reelección de Nicolás Maduro el 20 de mayo de 2018, sino como resultado directo de las rondas de diálogo emprendidas este 15 de mayo en Oslo. Una realidad que el fin de semana confirmó Stalin González, vice presidente de la Asamblea Nacional y jefe del grupo negociador de Guaido en las reuniones de Oslo y Barbados. Unas elecciones que desde todo punto de vista sepultarían, quién sabe hasta cuándo, la esperanza y la confianza que habían generado en el ánimo de los venezolanos la promesa que les hizo Guaidó hace casi 10 meses de ponerle fin a la usurpación, conformar un gobierno de transición y, finalmente, tras la reinstitucionalización de todos los órganos y poderes del Estado, tener elecciones libres, transparentes y justas.
Esta amenaza de componenda se hizo muy real cuando la Asamblea Nacional decidió, al margen de las normas de la Constitución, la ilegal reincorporación a sus escaños del grupo parlamentario oficialista que hace dos años y medio había renunciado en masa a esos escaños para sumarse a la negativa de Maduro de reconocer la derrota aplastante de sus candidatos en las elecciones legislativas de diciembre de 2015 y crear un organismo ilegal paralelo, la llamada Asamblea Nacional Constituyente. La segunda parte de esta suerte confabulación régimen-oposición se produjo este martes con la aprobación de una comisión parlamentaria integrada por siete diputados de la oposición dirigida por Guaidó y cuatro del oficialismo para designar de común acuerdo un nuevo Consejo Nacional Electoral, cuya finalidad será organizar y gestionar esas próximas e inadmisibles elecciones, que serán parlamentarias y no presidenciales, acordadas en Oslo-Barbados con el “usurpador”, quien por supuesto seguirá tranquilamente instalado en el sillón presidencial.
De realizarse estas elecciones, y en este momento no hay motivo para pensar que no se lleven a cabo, nos toparíamos con la muy perversa solución salomónica al dilema planteado por la insoluble contradicción entre la solución pacífica y electoral de la crisis política venezolana exigida con persistencia por la Comisión de Enlace de la Unión Europea y la categórica negativa de Maduro a abandonar por las buenas la Jefatura del Estado que usurpa. Es decir, que con estas elecciones sencillamente se abandonaría definitivamente la hoja de ruta propuesta por Guaidó en enero y apoyado por más de 80 por ciento de los venezolanos y toda la comunidad democrática internacional, y contribuiría a certificar la validez de la estrategia del diálogo y el entendimiento en versión chavista, resucitada una vez más con la útil mediación noruega y el colaboracionismo de un sector de los partidos de oposición.
Esta engañifa es peor, porque también viola el Estatuto que rige la Transición a la Democracia y el restablecimiento de la vigencia de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, aprobado en la Asamblea Nacional por unanimidad el pasado 5 de febrero. En el documento, más allá de las formalidades habituales, no solo se fundamenta en las tres etapas de la hoja de ruta anunciada un mes antes por Guaidó, sino que advierte expresamente que la transición de la dictadura a la democracia resultaría imposible del todo si antes no cesa la usurpación del Poder Ejecutivo por parte de Nicolás Maduro. Es decir, que no solo reconoce la ilegitimidad de su Presidencia y su Gobierno, también sostiene que sería absolutamente ilegal la convocatoria de cualquier evento electoral mientras Maduro continúe ejerciendo la usurpación de las funciones presidenciales, usurpación, es bueno recordarlo, que arrancó el 10 de enero, cuando Maduro asumió un segundo mandato presidencial sin haberse sometido a un proceso electoral legítimo. En este sentido, el Estatuto de la Transición insiste en señalar el orden cronológico de las tres etapas de la hoja de ruta planteada por Guaidó y recalca que el restablecimiento del orden constitucional en Venezuela sólo se logrará con la celebración de unas elecciones generales que deben ser convocadas tan pronto como cese la usurpación. Es decir, tan pronto como Maduro abandone el cargo que usurpa desde el 10 de enero, y se realizarán tan pronto como sea posible, dentro de un plazo no mayor de 12 meses.
Gracias a la firmeza de su posición inicial frente a la dictadura y de la hoja de ruta que propuso para restaurar la democracia en el país, Guaidó pasó de golpe a ser líder indiscutible de la oposición y de una sociedad civil abandonada a su suerte por los falsos profetas de una oposición que nunca lo fue. Y porque al tomar el 6 de enero posesión de la Presidencia de la Asamblea Nacional, aprovechó el momento para afirmar que al asumir el cargo también asumía la responsabilidad de hacer realidad, sin caer de nuevo en la trampa del diálogo y la negociación con Maduro, el cese de la usurpación, la conformación de un gobierno de transición para devolverle a las instituciones y poderes del Estado su legitimidad y, por último, para convocar elecciones generales democráticas y sin trampas.
Pasaron las semanas y los meses, esta nueva y creíble oposición dio pasos en falso, cometió errores, tomó decisiones a la ligera y al final, por las razones que sean, repitió las incoherencias que habían condenado a las anteriores oposiciones, hechos que gradualmente le hicieron perder buena parte de su credibilidad. Sobre todo, después de contradecirse en un tema esencial de la crisis política venezolana, al aceptar negociar con Maduro, no los términos del cese de la usurpación y la dictadura como se había comprometido a hacer, sino las condiciones de estas eventuales elecciones cuya realización se puso en marcha entonces con el único propósito de concederle legitimidad al “usurpador”. Una decisión que le arrebató su razón de ser a la hoja de ruta de Guaidó y le facilitó una decisiva victoria política del régimen en el peor momento de sus 20 años de turbulenta existencia.
En el marco de esta contaminante neblina que desde Oslo se ha ido tragando el objetivo de una ruptura definitiva entre la verdad y la mentira, entre la justicia y el crimen, entre la dictadura y la democracia, se produce de repente este llamado de Guaido a una masiva movilización popular el 16 de noviembre. Un hecho al que ni Guaidó ni nadie de su entorno le ha fijado un objetivo concreto, y que por lo tanto crea en el seno de una sociedad civil que se ha vuelto más incrédula que nunca, la sospecha que con este acto se persiguen sigue dos finalidades estrictamente políticas y electorales. Una, la necesidad de Guaidó de revalidar su liderazgo antes de que las fuerzas políticas de oposición que controlan el funcionamiento de la Asamblea Nacional, a las que ahora se añaden los 50 diputados oficialistas reincorporados ilegalmente a sus escaños, definan si Guaidó seguirá siendo a partir del próximo mes de enero presidente de la Asamblea, o se designa a otra diputado para sustituirlo. Otra, la necesidad de partidos políticos cuya complicidad con el régimen se remonta a los tiempos de Hugo Chávez, Jimmy Carter, César Gaviria, la alianza opositora entonces llamada Coordinadora Democrática y la letal Mesa de Negociación y Acuerdos, a medir sus fuerzas particulares con la vista clavada en las cuotas de poder a la que cada uno de ellos puede aspirar a obtener en los listados de candidatos para esas elecciones parlamentarias.
De este modo entretejido de intereses muy subalternos que nada tienen que ver con aquel olvidado proceso de transición, Guaidó y los partidos políticos que lo acompañan también debían explorar los aspectos más ingratos del dilema. Continuar jugando las cartas marcadas del régimen de todos estos años al precio de perder lo que les queda de credibilidad y aceptar la desvergonzada continuación de la dictadura con la excusa de que ese es el único “mecanismo” realmente posible para mantener abierta la posibilidad de normalizar la vida del país pacífica y electoralmente, o invocar de nuevo la desobediencia civil para forzar el cese de la transición, la opción que a lo largo de estos penosos meses de ser ha dejado incluso de ser un recurso retórico mediante el cual seguir confundiendo el rábano con sus hojas.
A los contratiempos que irremediablemente generará la movilización opositora del sábado, incluyendo en el paquete los efectos de la anunciada contramarcha del oficialismo, se añade ahora un ingrediente imprevisto y explosivo: la rebelión civil que ha forzado la renuncia y el exilio de Evo Morales. Un suceso que sin la menor duda obliga a Guaidó y compañía a buscar la manera de superar, de evadir al menos, el desafío que representa el ejemplo que Bolivia le ha dado a los venezolanos. ¿Insistir en la darle carácter meramente electoral, o introducir algún elemento que les permita continuar alimentando la falsa ilusión de un pronto cese de la usurpación, sin que ello los lleve a fijar posiciones concluyentes sobre la ruta abandonada de la desobediencia y el cese de la usurpación como primeros pasos de una transición a la boliviana? En todo caso, cómo contrarrestar el impacto de lo que podríamos llamar “efecto Bolivia” sin poner en peligro el proyecto electoral en marcha, y cómo lograrlo sin correré el riesgo de perder el apoyo y la credibilidad que les queda. Y así, a pocas horas de que veamos cuál es la actual de correlación de fuerzas políticas en el escenario callejero, la duda entre el ser o no ser que ha dividido amargamente a la oposición desde el año 2002 cobra renovada actualidad. ¿Confrontar al régimen de frente y sin temor a las consecuencias, como sugiere con fuerza la experiencia boliviana, o continuar precipitándose por el plano inclinado del entendimiento con el régimen, aunque solo sea para no ser expulsados definitivamente del terreno de juego? ¿Resucitar la tesis de la desobediencia y el cese de la usurpación, o profundizar la componenda político-electoral con la dictadura? Dos caminos a los que el mal ejemplo de Bolivia puede que le haya cerrado la posibilidad de nadar entre dos aguas, y la necesidad de no morir a manos de la indecisión y la incoherencia del quiero y no puedo. Quizá a esta duda se reduzca la importancia real de esta movilización.