60 años de la muerte de Errol Flynn: el actor que devolvió el cosmopolitismo a Mallorca
Convirtió el Zaca, su rutilante velero de 43 metros, en su residencia flotante en Palma y desde allí dio rienda suelta a su leyenda de libertino, galán insaciable y bebedor excesivo
Errol Flynn sufrió el ataque al corazón que acabó con su vida en el mismo momento en que se disponía a vender el Zaca, el velero que simbolizó toda su pasión por Mallorca y a la vez su huida de Hollywood.
Se cumplen ahora sesenta años del fallecimiento en Vancouver del protagonista de Objetivo Birmania, Murieron con la botas puestas o La carga de la Brigada Ligera. Y la isla sigue desvelando todo tipo de anécdotas sobre el actor que devolvió en los cincuenta y primeros sesenta el cosmopolitismo perdido tras la Guerra Civil.
En Mallorca Flynn dio rienda suelta a su leyenda de ladrón de corazones, dejó que corrieran rumores sobre su bisexualidad, paseó descalzo por el Paseo del Born, comió pollos con las manos, se emborrachó en El Terreno, se adornó con pulseras y convirtió el Zaca en su hogar flotante, cuyos camarotes solo cambió por las suites del hotel Maricel o el chalé de Illetes que alquiló. Vivió, en definitiva en la isla, como un espíritu libre y sin importarle el qué dirán, dejando tras de sí una estela de escándalos, fiestas y borracheras memorables.
Su llegada a la isla fue casual. En 1950. Errol Flynn y su tercera mujer, Patricia Wymore, se dirigían a Gibraltar para celebrar su luna de miel cuando una terrible tormenta les obligó a desviarse.
El barco, un majestuoso velero del que Flynn se encaprichó después de la Segunda Guerra Mundial, tuvo que desviarse de su destino y así encontró refugio en la costa de la Serra de Tramuntana, que sedujo a la pareja definitivamente. Siete años después, Flynn y el Zaca, con sus imponentes 43 metros de eslora, establecieron su residencia en el Real Club Náutico de Palma.
«Sé que soy una contradicción dentro de una contradicción […]. Se puede amar a cada instante de la vida y aun así querer morir. Conozco a menudo esa sensación […]. Sé que hay dos hombres dentro de mí. Uno quiere vagabundear, y ha vagabundeado por el mundo más de una vez, en el cielo y bajo el agua. El otro es un hombre de costumbres. Los dos viven dentro de mí. Los dos son ciertos». Así se confesaba Errol Flynn el 14 de octubre de 1955, desde Palma, cuatro años antes de morir de un ataque al corazón.
No estaba el actor escribiendo sus memorias. No de momento. Aunque terminaría incluyendo sus reflexiones mallorquinas en una autobiografía que T&B Editores rescató para España en el año 2009: Errol Flynn, Aventuras de un vividor.
«Ésta es mi vida, un cuadro pintoresco. No como un Van Gogh; no como un Gauguin; no como un un Rembrandt; no como un Miguel Ángel». El suyo, entendía, era como un Toulouse-Lautrec, «con sus bragas de colores y desenfreno«. Como un Degas, «con sus incesantes bailarinas, su teatro, sus revistas, su humareda de vodka». Flynn, corrobora y relata en su texto, se divirtió con la vida, practicando sus cosas más sencillas: respirando, comiendo, bebiendo, pescando. Y festejando. Pero también se peleó con ella, cargando con la etiqueta de ‘vividor’, navaja de doble filo, ganada a pulso. Personaje dual, paradójico, «incoherente», pensaba desde Mallorca: «Quiero que me tomen en serio. Pienso que en el fondo soy serio, reflexivo, e incluso atormentado, pero en la práctica cedo a lo fatuo, a lo absurdo. Permito que en el extranjero se me perciba como un fragmento de color en un mundo gris».
La autobiografía de Flynn –que revela a un acertado escritor y a una persona excesiva– encuentra en las páginas napolitanas, jamaicanas y mallorquinas el momento álgido de introspección; un contrapunto, acaso resaca, de las juergas que también protagonizó aquí y allí. En sus textos de mar, barnizados de salitre y lucidez, pierden protagonismo otros nombres que no sean el suyo. O los más cercanos a él. Desembucha, por ejemplo, sin espacio para la anécdota: «Nunca he tenido problemas con mi ego. Todo lo contrario, lo he favorecido […]. No envidio a nadie. Ese no es uno de mis pecados. También: «Soy uno de los últimos rebeldes contra la distracciones modernas, la radio, la televisión, y mejor no mencionar el cine«. En el lado de la meditación más torturada sobresale un carrusel de opuestos: «Quiero ser amado, pero soy incapaz de amar»; «Odio la leyenda de mí mismo como una representación fálica, pero me esfuerzo por mantenerla viva«; «Tengo ganas de vivir, pero dos veces el impulso de morir». «Me amo y me odio».