60 años del álbum debut de Bob Dylan: primeros pasos del hombre que revolucionó la música popular
El disco salió en marzo de 1962 con trece canciones: dos composiciones originales, el resto eran versiones clásicas de folk, country y blues. Viaje a una etapa clave para entender todo lo que vino después
En los inicios de su carrera, Bob Dylan, a diferencia de John Lennon y Paul McCartney, no confiaba tanto en la calidad de sus composiciones. En su primera sesión para EMI, The Beatles convencieron a George Martin de editar como sencillo una de sus propias canciones, “Love Me Do”, en lugar de la que les propuso el productor (“How do you do it”, cuyo registro se puede escuchar en el primer volumen de Anthology), y en su primer LP lograron que ocho de las catorce pistas sean originales. En cambio, en su debut para Columbia, Dylan solo grabó dos temas de su autoría. El resto eran versiones del clásico repertorio de folk, country y blues que sonaba todas las noches en Greenwich Village, epicentro de la cultura bohemia neoyorkina. Faltaba poco, tan solo un año, para que el joven cantautor revolucionara la música popular e influenciara a medio mundo, incluyendo al célebre cuarteto de Liverpool, con su segundo álbum, The Freewheelin’ Bob Dylan (1963), pero la semilla fue plantada allí, en su álbum homónimo, editado el 19 de marzo de 1962.
Dylan mantuvo el misterio de sus orígenes desde el principio. Siempre inventaba una nueva historia acerca de su pasado. De todas formas, no fue hasta su llegada a Nueva York que su oficio de trovador empezó a tomar forma. Había vivido su infancia en Minnesota, donde sintió atracción por el rock and roll (al que volvería a acercarse en 1965 tras electrificar su sonido en el festival de Newport), pero luego se interesó por el folk norteamericano, canciones centenarias que en su mayoría tenían un origen desconocido que habían sido transmitidas de generación en generación. Algunas habían sido cantadas por esclavos, otras por campesinos, cowboys o trabajadores del ferrocarril, mientras que muchas eran spirituals que entonaban las congregaciones afroamericanas durante los servicios religiosos dominicales.
A principios del siglo XX, con el advenimiento de los dispositivos de grabación, algunos musicólogos como John Lomax y su hijo Alan se dedicaron a recorrer todo el país para fijar en fonogramas cientos de esas canciones. Así, no solo evitaron que cayeran en el olvido, sino que les dieron alcance nacional: ya no se trataba de la música popular de una región, sino de todos los Estados Unidos. Esto llevo a un revival del folk durante las décadas del ‘40 y el ‘50, donde muchas de estas obras empezaron a ser editadas en simples y compilados –como el clásico Anthology of American Folk Music, curado por el antropólogo y cineasta Harry Smith y que Dylan estudió hasta el cansancio– y una nueva generación de artistas empezó a reinterpretarlas, poniéndoles su propia impronta. Muchos, como Lead Belly, Pete Seeger y la Familia Carter, siguieron con la vieja tradición folk de tomar lo que ya existía como punto de partida y componer canciones nuevas. Woody Guthrie también era parte de esta nueva camada y con una guitarra que tenía escrita la leyenda “Esta máquina mata fascistas” escribió algunas de las composiciones de protesta más importantes del siglo XX, como “This land is your land”, que con el tiempo adquirió una connotación nacionalista.
En sus memorias, Crónicas volumen I (Malpaso, 2004), Dylan recuerda que la primera vez que lo escuchó, “fue como una revelación”. “Era como si la tierra se abriera a mis pies. […] Guthrie captaba como nadie la esencia de las cosas. Era tan poético, duro y rítmico a la vez… Transmitía una gran intensidad, y su voz era como un estilete. No tenía nada que ver con el resto de los cantantes que había escuchado, ni tampoco sus canciones. […] Era como si el tocadiscos me hubiera agarrado para arrojarme contra la pared”.
El músico se convirtió en su ídolo y en su mayor influencia, por lo que quiso absorber todo de él. En el invierno de 1961, con menos de veinte años, viajó a Nueva York con dos objetivos. El primero era insertarse en la escena folk de la ciudad, una de las más activas del país. Bob tenía una habilidad excepcional para entablar relaciones con las personas adecuadas. Se hizo un nombre en Greenwich Village tocando en diferentes cafés y se acercó a artistas nuevos y veteranos para tomar de ellos lo que le parecía mejor, técnicas para tocar y cantar, canciones, discos, letras o melodías, lo que sea que le sirviera para destacarse del resto. De hecho, para la versión de “House of the risin’ sun” que incluyó en su debut, tomó el arreglo de un intérprete amigo suyo llamado Dave Van Ronk, que se enojó con Dylan por haberlo grabado antes que él. Para diferenciarse de sus colegas, invirtió mucho tiempo en investigar, leer y buscar canciones como un archivista en lugares como la Biblioteca Pública de Nueva York y el Folklore Center, pero también en el loft de Alan Lomax, donde pasaba horas escuchando su colección de discos. Allí conoció a su secretaria, Carla Rotolo, quien le presentó a su hermana menor, Suze, que fue su primer gran amor.
Su otro objetivo era conocer a Woody Guthrie, que estaba internado en el hospital psiquiátrico de Greystone Park, en Nueva Jersey. Padecía una extraña enfermedad neurológica llamada corea de Huntington, que produce una lenta degeneración psicológica y mental. Bob lo visitaba seguido, le llevaba cigarrillos y le tocaba sus canciones, que él ya no podía tocar. Con él encontró la inspiración para su primera composición importante, “Song to Woody”, justamente dedicada a su héroe musical. Hasta ese momento había escrito material ligero y satírico, en especial blues recitados como “Talkin’ Hava Nagila Blues” o “Talkin’ Bear Mountain Picnic Massacre Blues”. De ese período inicial, donde empezaba a probarse como compositor, proviene la otra canción original que incluyó en Bob Dylan, “Talkin’ New York”, donde relata con humor, pero también con una prosa inteligente, cómo fueron sus primeros días en Manhattan.
“No estoy muy seguro de cuándo se me ocurrió empezar a componer mis propias canciones. Jamás se me habría ocurrido algo comparable a las letras folk que ya cantaba para expresar mis impresiones sobre el mundo”, dice Dylan en Crónicas. “Song to Woody” fue la primera vez que el músico logró acercarse a la clase de escritura a la que aspiraba, a la altura de los compositores de antaño, que según él, en sus versos desarrollaban los temas con una “precisión escalofriante”. Siguiendo la técnica tradicional de utilizar melodías preexistentes, tomó prestada la de “1913 Massacre” de Guthrie, al igual que algunas líneas del resto de su obra, que utilizó con el ingenio suficiente como para diseñar el prototipo de canción que lo haría tan trascendental más adelante, desde “Blowin’ in the wind” a la más reciente “Murder most foul”, de su álbum de 2020 Rough and rawdy days. La oda al creador de “This land is your land” tenía un antecedente, “Song to Bonnie”, escrita poco tiempo antes y dedicada a su novia Bonnie Beecher, pero en esa instancia la pluma de Bob todavía no era tan afilada y la letra estaba plagada de lugares comunes.
Al prestigioso productor y ejecutivo discográfico John Hammond, que en el pasado había descubierto a figuras como Billie Holiday, Benny Goodman y Aretha Franklin, lo que le atrajo del joven artista fue justamente que sabía componer, algo que no era tan común en los artistas folk de los ‘60, que parecían más coleccionistas que músicos, tratando de diferenciarse entre sí más por las rarezas que sumaban a su repertorio que por la elaboración de material propio. Bob sabía que, gustara o no, su propuesta musical era distinta. Hammond también lo notó y por eso le propuso grabar para Columbia, el sello más grande de los Estados Unidos. Lo conoció durante un ensayo en el departamento de la artista folk Carolyn Hester. El productor iba a estar a cargo de su álbum debut y ella había convocado a Dylan para tocar la armónica. Durante la velada, sin embargo, también cantó y tocó la guitarra. Al terminar, John le preguntó si alguna vez había grabado para alguien. La respuesta era negativa, ya que su primera experiencia iba a ser con Hester.
Luego de ese primer encuentro, “fue como si un maremoto hubiera puesto mi mundo patas arriba”, recuerda el músico en sus memorias. Como una ayuda del destino, un periodista del New York Times llamado Robert Shelton escribió una reseña de un show que dio en el Gerde’s Folk City días después. Él ni siquiera era el artista principal de esa noche sino el grupo de folk y bluegrass The Greenbriar Boys, que quedaron en la historia por su participación en el primer álbum de Joan Baez. El cronista destacó su talento como compositor e intérprete y hasta justificó su voz no tan “agradable” explicando que, en realidad, el cantante estaba “tratando conscientemente de recuperar la ruda belleza del trabajador rural sureño que reflexiona sobre melodías sentado en su porche”. El artículo fue tan halagador que fue incluido en la contratapa de Bob Dylan para atraer a los consumidores de folk que aún no habían escuchado hablar de él. Después de leerlo, resultaba imposible no sentir curiosidad por ese joven de 20 años que desde el escenario siempre generaba algún sentimiento, ya sea de admiración o de repulsión.
Cuando Dylan fue al estudio para participar del LP de Hester, John Hammond hojeó la reseña y, al finalizar la sesión, le ofreció en ese instante un contrato con Columbia. Todos los sellos de folk lo habían rechazado, pero el productor había visto su potencial y le estaba dando la oportunidad de entrar a las grandes ligas. Lo firmó inmediatamente, sin dudarlo un segundo. Era el típico acuerdo estipulado para los artistas nuevos, algo de rutina para la industria, pero un paso enorme para cualquier artista.
Bob Dylan se grabó en tan solo dos sesiones de tres horas, el 20 y el 22 de noviembre de 1961. El trovador tocó diecisiete canciones, de las cuales trece quedaron en el disco y tres recién salieron a la luz en el primer volumen de sus famosas Bootleg Series, en 1991. Una de ellas, “Man on the street”, es otra original que registró en esos dos días, pero que decidió descartar, posiblemente por no estar a la altura de las otras dos. Hay una que aún permanece inédita, “Ramblin’ Blues”, la única composición de Woody Guthrie que registró en ese momento. Sin embargo, también decidió dejarla afuera. Es que para su debut discográfico, en lugar de seleccionar lo mejor de su repertorio en vivo, el autor de “Like a Rolling Stone” optó por hurgar un poco más y buscar canciones que, según el biógrafo Clinton Heylin, lo distinguieran de sus contemporáneos. Muchos lo veían como una copia de Guthrie, por eso trató de evitar versionarlo. En su lugar, optó por temas como “You’re no good”, que aprendió del hombre orquesta de la Costa Oeste Jesse Fuller, “Fixin’ to Die” del cantante de blues Bukka White y el spiritual tradicional “Gospel plow”.
Sobre esas sesiones, Dylan explicó: “Había una emoción violenta y de ira corriendo a través de mí. Simplemente toqué la guitarra y la armónica y canté esas canciones y eso fue todo. El señor Hammond me preguntaba si quería cantar alguna de ellas de nuevo y yo decía que no. No podía verme cantar la misma canción dos veces seguidas. Era terrible”. De hecho, al menos cinco de las trece pistas del álbum fueron registradas en una toma. A pesar de haberse grabado en tan poco tiempo, el productor admitió que el trabajo no fue tan sencillo: “Bobby pronunciaba cada p, silbaba cada s y se alejaba constantemente del micrófono. Era frustrante el hecho de que se negara a aprender de sus errores. Nunca antes había trabajado con alguien tan indisciplinado”. De todas formas, logró el objetivo de capturarlo en crudo, tal como se presentaba al mundo. “Él no es ni un gran armoniquista ni un eximio guitarrista, tampoco es un buen cantante. Él simplemente es original”, dijo Hammond a Pop Chronicles en 1968 al destacar el sonido orgánico del álbum.
Cuando finalmente salió al mercado, Bob Dylan pasó absolutamente desapercibido. Billboard lo mencionó en una pastilla de la sección “Méritos especiales”, donde en un pequeño párrafo destacó al músico como “uno de los más interesantes y disciplinados jóvenes que hayan aparecido en la escena pop-folk en mucho tiempo” y cierra diciendo que, “cuando encuentre su propio estilo, podría ganar muchos seguidores”. El disco apenas vendió cinco mil copias en su primer año y si no generó pérdidas fue porque la grabación costó, según Hammond, apenas 402 dólares.
En los cuatro meses que pasaron entre la grabación y la edición del álbum, Bob ya se había arrepentido del resultado final. En Behind the shades (Faber and Faber, 2011) Heylin lo atribuye al hecho de haber grabado canciones con las que no estaba familiarizado. “Cuando Dylan le describe las canciones a Hammond como ‘algunas cosas que escribí, otras que descubrí y otras que robé’, hay una despreocupación implícita en la selección que hizo”.
En Columbia creían que el productor había perdido su olfato y apodaban al músico “el capricho de Hammond”. Sin embargo, él sabía que Bob Dylan todavía no había dado lo mejor de sí. Un mes después de la publicación del disco lo llevó al estudio nuevamente, pero para grabar un álbum donde predominara su propio material. The Freewheelin’ Bob Dylan salió en 1963 y se convirtió en un clásico absoluto, con himnos como “A hard rain’s a-gonna fall”, “Masters of war”, “Don’t think twice, it’s all right” y, sobre todo, una de sus composiciones más importantes, “Blowin’ in the wind”. John Hammond no se había equivocado, solo estaba esperando la maduración natural de un artista que apenas había llegado a la mayoría de edad.
Entre el álbum debut de Bob Dylan y el primer sencillo de The Beatles hay siete meses y un océano de diferencia. Ambos se hicieron fuertes interpretando las canciones de otros y luego se animaron a componer las propias. El músico nacido en Minnesota, sin embargo, tardó un poco más en entrar en confianza y, a diferencia de sus colegas británicos, su primer trabajo fue bastante tímido y él mismo dejó que quedara encapsulado en el tiempo. Solo perduró, y con razón, “Song to Woody”, tan trascendente en su formación como compositor que de vez en cuando la vuelve a interpretar en vivo. Gracias a ella, ganó la seguridad que necesitaba para desarrollar su escritura con un estilo único que le valdría, medio siglo más tarde, nada menos que un premio Nobel.
Como fiel seguidor de la tradición folk, Dylan siempre reconoció sus influencias, tanto musicales como literarias. Recientemente anunció que el próximo 8 de noviembre va a editar un nuevo libro, el primero desde Crónicas, Volumen I de 2004, titulado The Philosophy of Modern Song (La filosofía de la canción moderna), a través de la editorial Simon & Schuster. Se trata de una colección de más de sesenta ensayos donde el músico analiza el arte de la composición a través de la obra de otros, desde Elvis Costello hasta Nina Simone y Hank Williams. Tras más de 60 años escribiendo canciones, el músico se vale del trabajo ajeno –al que recurrió en numerosas ocasiones– para desentrañar los secretos de un arte que él conoce a la perfección y en el que una rima, o hasta una sílaba, pueden cambiarlo todo. Muchas cosas pasaron en su carrera para llegar a este punto, pero todo empezó en 1962 con Bob Dylan, un álbum que mereció haber gozado de más trascendencia y que muestra al mayor compositor del siglo XX rompiendo el cascarón.