La banalidad del (mal) Gobierno

Han dicho con razón que el discurso del pasado 18 de marzo fue el más agresivo y antidemocrático que el presidente Petro ha proferido en sus tres años de mandato.
Decorada de mariposas amarillas esta vez la diatriba populachera se pasó la raya. “Porque ya ellos no son seres humanos”, dijo Petro de sus contradictores, “y cuando eso sucede, cuando la tiranía contra el pueblo se impone… El pueblo debe rebelarse con la mayor fuerza posible”.
Voy a dejar que estas palabras se asimilen por un momento. Fuera de que el presidente de los colombianos considera que una porción importante de sus compatriotas no pertenece a la raza humana, o sea, somos unos Untermensch, ha hecho, además, un llamado a incendiar las instituciones.
Petro intentó hacer la revolución por ley con su primera coalición, la malograda de Roy y Prada. Después intentó hacer la revolución vía mermelada, que fue la de Olmedo y Velasco, que naufragó en el escándalo. Siguió con la revolución por decreto, que ha sido la de la Muhamad y Carvajalino, pero las cortes les han parado el macho, y finalmente intentó la revolución del sancocho nacional, que es la de Benedetti, y que duró una semana hasta que se estrelló contra la realidad política. Ahora, según parece, está intentando la revolución revolucionaria, con el curioso detalle de que el Estado que quiere subvertir lo dirige él mismo.
El sistema de la democracia liberal, con sus pesos y contrapesos, procedimientos, normas y controles no está hecho para las revoluciones. No es que sea anti-revolucionario. Es simplemente a-revolucionario. Es decir que opera en un plano diferente al de la revolución. El cambio en la democracia liberal, cualquiera que sea, es por definición incremental y limitado.
La constitución de 1991, que buscó limitar los poderes estatales en reacción a las facultades exorbitantes del ejecutivo en la carta de 1886, no sirve para intentar revoluciones. El timón del transatlántico ARC República de Colombia no vira 180 grados. Si acaso lo hace en minutos o segundos. Esto explica la frustración de Petro y de sus seguidores. Es como invitar a un desmadre en el salón comunal del conjunto y encontrarse con que las reglas de la copropiedad prohíben el trago y la rumba.
Por eso dicen que tienen el gobierno, pero no el poder. Alguien tendrá que informales que bajo el marco de la democracia liberal, que es consustancial a la República desde 1821, el poder, o por lo menos el poder que se imaginan, nunca lo tendrán. Aquí no hay lugar a Castro, Mao o Stalin, que tenían el poder que les daba una dictadura totalitaria. Ni siquiera podrán aspirar al poder autocrático de Chávez, Perón o de Rojas Pinilla. Nuestros presidentes, sobre todo después del 91, son directores de una orquesta donde cada uno de los componentes tiene la facultad de tocar la sinfonía al ritmo que le venga en gana.
Por virtud de lo que consideran es la trasmutación del estallido social en el mandato electoral de 2022, el petrismo está convencido de que puede convertir sus reformas en leyes sin que tengan que pasar por el impúdico proceso congresional. Algo así como una inmaculada concepción legislativa.
Ese es el meollo del asunto: nunca les interesó hacer política democrática, que implica necesariamente transigir con las fuerzas contrarias, donde el producto del acuerdo será el resultado de la sumatoria de los poderes fragmentados. Por eso en democracia se puede ganar mucho, poquito o nada. En la tributaria ganaron mucho, en la pensional algo y en las demás reformas nada. Lo cual refleja no el “bloqueo institucional” que alegan sino la perdida de maniobra de un gobierno de ineptos.
La convocatoria a una consulta popular es la confirmación del fracaso político del régimen petrista. No es, como dicen los acólitos, un acto de audacia. Es un acto de desesperación. Es renunciar a gobernar para lanzarse de manera prematura a una campaña electoral con el objetivo de rescatar los restos de un proyecto hundido.
Las plazas llenas masajearan el frágil ego presidencial, pero estas muchedumbres Potemkin son un magnífico autoengaño. Llenar la plaza de Bolívar era una hazaña en 1948 cuando en Bogotá vivían medio millón de personas, pero hoy en día, cuando la población es veinte veces mayor, la maniobra tiene aire de tramoya.
Hay muy pocos escenarios donde la consulta popular le sale bien al petrismo. Las preguntas las determina un senado controlado por la oposición, el cual se abstendrá de la convocatoria hasta que los textos propuestos no sean de su plena satisfacción. Es natural que el gobierno saque al baile la reforma laboral, pero si es consistente con su discurso, le tocará invitar a la hermanastra fea, que es la reforma a la salud. Es fácil vender las horas extras dominicales, pero se harán un ocho explicando porqué las EPS intervenidas por ellos no les entregan los medicamentos a los niños con cáncer, si ya la salud dejó de ser un negocio y ahora es un derecho.
Ni Uribe en su mejor momento logró el umbral de su referendo. Los 12.288.911 sufragios que necesitan –un millón más que todos los que sacó Petro en 2022– no se van a depositar solos. Basta con que la oposición les recuerde a los colombianos ese domingo que hay cosas más importantes que hacer, como ir a cine o ver un partido de futbol, que salir a votar por Petro.
Para la escuela de “perder es ganar un poco” la derrota en la consulta no reviste mucha gravedad. La campaña, asumen, les servirá como plataforma para armar sólidas listas al congreso e impulsar su candidato del Frente Amplio. Pero en política las derrotas importan. Duque fue elegido sobre los escombros del plebiscito de Santos. El candidato del gobierno en ese entonces quedó en cuarto lugar y la representación de los partidos de la coalición se redujo en una tercera parte.
Si pierden la consulta les tocará una difícil remontada en las presidenciales. Hasta ahora la oposición no ha tenido incentivos para organizarse. De no darse la consulta, no los hubiera tenido sino hasta la segunda vuelta. Con la consulta en ciernes lo más probable es que se articule una especie de “comando opositor” donde cada loro estará en su estaca hasta que se acaben las estacas y todos se monten en la que queda. Remember Duque, Marta Lucia, Ordóñez et. al. circa 2017.
La banalidad del mal gobierno por fin le pasó la factura a Petro. El desprecio por las formas, tiempos y límites de la democracia liberal junto con su delirio revolucionario lo hizo claudicar de la extenuante gestión de los asuntos públicos. La apuesta por la calle, por el estado de opinión sin opinión, le dará confort, pero lo posiciona para una debacle.
Cuando la sufra, ya verán, no habrá acto de contrición alguno. Los petristas, al igual que decían de los borbones, poco aprenden y nunca olvidan.