77 años de la muerte de Miguel Hernández
Murió de tuberculosis en una cárcel de Alicante, un 28 de marzo en 1942, hace ya 77 años
«No lo sé. Fue sin música./ Tus grandes ojos azules/ abiertos se quedaron bajo el vacío ignorante» escribió el poeta sevillano Vicente Aleixandre sobre el día en que mataron a su amigo, el poeta Miguel Hernández. Tenía entonces 31 años. Un tiempo escaso, fugaz e insuficiente pero que al poeta de Orihuela le bastó para convertirse en una de las voces más importantes de la literatura española del siglo XX. Murió de tuberculosis, en una cárcel de Alicante, un 28 de marzo en 1942. Hace ya 77 años. Un consejo de guerra lo había condenado a muerte en 1940. Y aunque el régimen franquista le conmutó la pena a cambio de 30 años de cárcel, las condiciones de su prisión fueron más implacables que cualquier paredón de fusilamiento.
Comprometido a fondo con la causa republicana, en 1936 se alistó en el 5º Regimiento y se afilió al Partido Comunista. Los libros de aquellos años, Viento del pueblo (1937) y El hombre acecha (1939), los escribió en los frentes donde combatió: Madrid, Andalucía, Extremadura. En la primavera de 1939, ante el debilitamiento y desbandada del ejército republicano, Miguel Hernández intentó cruzar la frontera portuguesa. Pero fue detenido en Huelva y entregado a las autoridades españolas. Eran los años de Salazar. Entonces el dictador portugués sostenía con el Gobierno franquista una política de apoyo y colaboración.
Murió de tuberculosis, en una cárcel de Alicante, un 28 de marzo en 1942. Hace ya 77 años
En aquellos días de derrota y confusión Miguel Hernández escribe Nana de las cebollas, que cierra su último poemario Cancionero y romancero de ausencias, el cual quedó inconcluso a causa de su muerte. Es acaso, uno de sus poemas más amargos: «La cebolla es escarcha/ cerrada y pobre:/ escarcha de tus días/ y de mis noches./ Hambre y cebolla:/ hielo negro y escarcha/ grande y redonda«. Aquellos versos los escribió Miguel Hernández después de leer una carta de su mujer, Josefina Manresa, en la que relataba al poeta cuán oscuras se habían puesto las cosas. No había nada para comer, excepto eso: pan y cebolla. Cómo alimentaría a su hijo recién nacido, se lamentaba Manresa.
Fue justo ese año, en 1939, cuando comenzó la larga peregrinación de Miguel Hernández por las cárceles de la posguerra: Sevilla, Madrid, Palencia, Alicante… Su condena de muerte se hizo firme en 1940. El juez encargado de firmarla fue Manuel Martínez Gargallo, quien antes de ordenarse como funcionario de Justicia y pasarse al bando nacional, había escrito piezas humorísticas y relatos publicados en Buen Humor, Cosmópolis, Ondas, Cinegramas o el periódico ABC. La ironía es casi sádica, porque Miguel Hernández no fue al único que Martínez Gargallo sentenció a muerte, hizo lo mismo con el caricaturista que había ilustrado parte de sus relatos, según ha apuntado el catedrático de Literatura y Lengua Española, Juan Antonio Ríos. La intervención de figuras como Pablo Neruda o José María de Cossío -gran amigo del poeta alicantino-, entre otros intelectuales y personas cercanas a Miguel Hernández, consiguieron evitar su muerte; en su lugar, debía cumplir una condena de 30 años de cárcel.
En aquel tiempo escribió cuatro relatos: El potro obscuro, El conejito, Un hogar en el árbol y La gatita Mancha y el ovillo rojo
En aquel tiempo escribió cuatro relatos: El potro oscuro, El conejito, Un hogar en el árbol y La gatita Mancha y el ovillo rojo. Los redactó sobre hojas de papel higiénico con las que el poeta armó un precario cuaderno. El manuscrito estaba formado por seis hojas pequeñas cosidas con hilo ocre. Hernández se lo confió al periodista y dibujante Eusebio Oca Pérez, compañero en la cárcel, quien fue además el ilustrador de las dos primeras historias. El pequeño al que iban dirigidos aquellos relatos Manuel Miguel Hernández Manresa, ‘Manolillo’, había nacido el 4 de enero de 1939. Miguel Hernández apenas pudo verlo antes de ingresar en prisión. Y aunque la esperanza de reencontrarse parecía ser uno de los alambres que mantenían su espíritu firme, el poeta se dobló.
El escritor Buero Vallejo, quien junto a García Lorca y Valle-Inclán es considerado hoy uno de los hitos la literatura dramática española, compartió celda con Hernández en aquellos años. Entonces volcado en la pintura y no en el teatro, Buero Vallejo realizó uno de los retratos que se tienen de Miguel Hernández en esos años. Fue el poeta quien se lo pidió. Temía que su hijo olvidara su rostro: «Ya que no puedo ir de carne y hueso, iré de lápiz, o sea, dibujado por un compañero de fatigas, como verás, bastante bien», esa fue la pequeña nota con la que acompañó la carta para su mujer.
Las cosas empeoraron cuando Hernández fue trasladado al reformatorio de Adultos de Alicante. Cayó enfermo. Primero sufrió bronquitis y luego tifus, que desembocó en tuberculosis. Murió castigado por las condiciones de su cautiverio. Su familia intentó, por todos los medios, trasladarlo al Sanatorio Porta-Coeli, en Valencia. La autorización llegó con retraso y sirvió de poco. El deterioro del poeta era manifiesto y temían que el viaje empeorara su estado. Murió en la madrugada del 28 de marzo de 1942. Un pequeño retrato a lápiz da fe de su aspecto el día de su muerte: un ser fruncido al que ni siquiera pudieron cerrarle los ojos.