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80 años de un horror inolvidable

A 75 años del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima, el mundo aún  no elimina las armas nucleares | Noticias ONU

 

La semana pasada se cumplieron ochenta años de los únicos bombardeos atómicos hasta hoy. El 6 de agosto a Hiroshima y el 9 a Nagasaki. La bomba Little Boy lanzada sobre Hiroshima, mató entre setenta y ciento cuarenta y seis mil personas, en su mayoría civiles, acabó con el 70% de las edificaciones, entre ellos cuarenta y dos hospitales, sólo tres instalaciones sanitarias quedaron en pie, pero sobrevivió nada más el 10% del personal médico total de la ciudad. La bomba Fat Man lanzada en Nagasaki mató entre treinta y nueve mil y noventa mil personas, también civiles en su mayoría. La contabilidad es imprecisa, pero se estima que el total de víctimas mortales del instante estuvo alrededor del cuarto de millón.

Las secuelas son peores. La radiación ocasionó leucemia, cáncer de mama, de tiroides y de pulmón. Muchas muertes posteriores al ataque en sí y en los sobrevivientes, hakusha en lengua nipona, quedaron múltiples traumas psicológicos.

Cierto es que el imperialismo japonés, de fuerte acento militarista, ocasionó la Guerra del Pacífico. Desde 1910 ya ocupaba Corea y a partir de 1937, ahora aliado del Eje Nazi-Fascista, protagonizó una agresión generalizada de conquista, decidió expandirse a China, en 1939 a Filipinas, Birmania –hoy Myanmar- y siguió a las actuales Camboya, Vietnam y Laos, en 1941 Tailandia, Malasia, Singapur y Hong Kong, estas últimas británicas por entonces. Dirigía el gobierno el Mariscal Tojo, militar como su antecesor Konoe, líder del ultranacionalista Tasei Yokusankai.

Hace dos semanas comenté la decisión fatal que ese mismo año cometió el régimen militarista de Tokio con el ataque a Pearl Harbor, la base naval estadounidense en Hawai que destruyó el poderío de la flota en el Pacífico, mató a dos mil cuatrocientos dos norteamericanos e hirió a otros mil doscientos cuarenta y siete, pero por no plantearse las consecuencias de esa decisión, significó una derrota de enormes dimensiones y consecuencias, para una potencia militar que había librado con éxito a comienzos de siglo un conflicto con la Rusia zarista.

El bombardeo de Hiroshima y Nagasaki sigue siendo un recuerdo horroroso para la humanidad. Sirvió para poner fin en el Pacífico a la Guerra Mundial que en Europa había concluido en mayo. El costo, como siempre, lo pagó el pueblo. En una cuenta incompleta, sólo en el Lejano Oriente, murieron cerca de dos millones de soldados y cuatrocientos mil civiles japoneses, sin contar noventa y cuatro mil heridos. Cuatro millones de soldados y dieciocho millones de civiles chinos perdieron la vista y tres millones resultaron heridos. Las bajas norteamericanas superan cien mil.

Además, horrores adicionales de los que apenas se habla. En los Estados Unidos ciento veinte mil personas, a veces familias enteras, de ascendencia japonesa, más de la mitad ciudadanos estadounidenses o inmigrantes de Brasil y Perú, fuero llevados a Campos de Internamiento en condiciones inhumanas. Algo similar ocurrió con los de ascendencia alemana o italiana, pero en número mucho menor, lo cual indica un sesgo racista.

En Europa, la guerra causada por el voraz apetito Nazi y la locura fascista mussoliniana, la tragedia humana también fue gigantesca. En total, se estima que ese conflicto puede haber dejado entre cuarenta y cien millones de cadáveres.

Un caso protuberante, ante el cual sin embargo no faltan los negacionismos, es el Holocausto o Shoá, producto de la denominada “solución final” de lo que el nacional socialismo llamaba “problema judío” que en esos trágicos episodios universales tuvo y sigue teniendo una significación que aún pesa en el alma de todos, como no podía ser de otra manera, dadas sus implicaciones humanitarias.

Tristemente, a pesar del optimismo post bélico, no fue aquel conflicto el último. Ha seguido habiendo guerras, la invasión rusa a Ucrania y la torturada Gaza, tras el ataque de Hamas a Israel son las más recientes muestras. Bien dijo el Profesor Carlos Guerón ante el derrumbe de la URSS y el “socialismo realmente existente” con el fin de la Guerra Fría, los seres humanos hemos descubierto que los pretextos para matarnos no son exclusivamente ideológicos.

Lo que pretendo subrayar con esta dolorida nota aniversaria, es lo que ya dijeron Eisenhower, general victorioso que llegó a odiar la guerra precisamente por haber “…visto su brutalidad, su inutilidad, su estupidez” y mucho antes William Hooke “Un día de batalla es un día de cosecha para el diablo”.

¿A qué precio aprenderemos?

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