Nota sobre el nacionalismo claudicante
La ideología oficial del PRI es el nacionalismo revolucionario. Lo ha sido por décadas en sus documentos fundacionales, con una breve interrupción en el sexenio de Carlos Salinas, durante el cual ese extraño ente, el liberalismo social, lo reemplazó fugazmente.
En el centro del nacionalismo revolucionario había una hostilidad abierta hacia los Estados Unidos, una potencia imperial que en diversos momentos de nuestra historia amenazó la soberanía del país. En la era de oro del autoritarismo priísta el Presidente oficiaba como el sumo sacerdote de esa religión secular que miraba con recelo al norte y cantaba las loas de la suave patria.
Los mandatarios asumían el papel de Primeros nacionalistas. Se exaltaban los unos a los otros: se recordaba a Carranza frente a Wilson y su ocupación del puerto de Veracruz, a Cárdenas desafiando a las compañías extranjeras al nacionalizar el petróleo, a Echeverría desafiando al imperialismo norteamericano con su tercermundismo de pacotilla.
Los presidentes tenían el poder de azuzar el nacionalismo de los mexicanos, para buenos y malos fines. Lo hizo Miguel de la Madrid, el primer presidente tecnócrata, en su conflicto con los Estados Unidos por la lucha anti drogas. Agitar la bandera era una de sus armas simbólicas. El nacionalismo era un instrumento del cual los presidentes echaban mano para fortalecer su posición política, para distraer la atención de otros problemas y para catalizar el apoyo popular en situaciones críticas. Por eso es un extraño espectáculo ver a un presidente mexicano, priísta, víctima del nacionalismo mexicano.
Enrique Peña Nieto ha desatado una ola de fervor nacionalista… en su contra. Lo hizo al invitar imprudentemente al infame Donald Trump a Los Pinos; un hombre que ha insultado de todas las maneras posibles a los mexicanos. Las implicaciones simbólicas del acto, de las imágenes, de la claudicación, de la ceguera, son enormes. El presidente, Gran Maestre del nacionalismo revolucionario, ha encendido involuntariamente el fervor nacionalista. Se trata de un agravio espontáneo, no artificioso, intenso, producto de la dignidad herida de los mexicanos. Si el episodio es un error de cálculo político por parte del presidente es lo menos importante; lo verdaderamente relevante es que la clave nacionalista de la política se le ha escapado a un partido que hizo de ella su justificación histórica y que hoy no parece tener ninguna otra. Por primera vez un presidente del PRI ha conjurado al fantasma del nacionalismo, no para servirse de él, sino para ser su víctima. Como seña de discontinuidad con el pasado esto es, simplemente, extraordinario.
José Antonio Aguilar Rivera