Restaurar el Capitolio (y la democracia)
El Capitolio del centro de La Habana es una copia del Capitolio de Washington, y se construyó cuando Cuba era una neocolonia de Estados Unidos. Durante 30 años fue la sede de la cámara legislativa, hasta la revolución de Fidel Castro en 1959. A partir de entonces se quedó en meros despachos y cayó en el abandono, con el interior tomado por los murciélagos. En 2013 comenzaron las obras de restauración, con el objetivo de que volviera a albergar la Asamblea Nacional. Si se hubiera cumplido el calendario oficial, Raúl Castro habría pronunciado allí el 20 de diciembre el discurso en el que explicó su acuerdo con Barack Obama para normalizar las relaciones entre los dos países.
El simbolismo habría sido perfecto; demasiado perfecto. Pero en Cuba nunca se cumplen los plazos previstos. De modo que la Asamblea se congregó, como hace dos veces al año para celebrar sus breves periodos de sesiones, en el Palacio de las Convenciones, de inspiración arquitectónica soviética. En su discurso, Castro se aseguró, como siempre, de disipar cualquier ilusión sobre sus reformas, que oficialmente son una “puesta al día” del comunismo cubano. “Entre los Gobiernos de los Estados Unidos y Cuba”, dijo, “hay profundas diferencias que incluyen, entre otras, distintas concepciones sobre el ejercicio de la soberanía nacional, la democracia, los modelos políticos”. No va a haber una rápida convergencia entre las dos orillas del estrecho de Florida.
¿Qué significado y qué importancia tiene este histórico deshielo diplomático? Para Estados Unidos, hasta hace dos semanas Cuba era el objeto de una rabieta que ha durado 54 años. El embargo contra la isla no tiene razones objetivas, después de que Estados Unidos reconociera a la China comunista e incluso a Vietnam, un país con el que libró un conflicto que costó más de 50.000 vidas de norteamericanos y en el que la guerra fría terminó hace mucho. El embargo, sostenido por el firme deseo de venganza de la primera generación de exiliados cubanos, ha sido no solo inútil sino contraproducente. Como advirtió The Economist en octubre de 1960, “en lugar de ayudar a la naciente oposición, el embargo de Estados Unidos puede muy bien tener el efecto contrario”. Y así fue, puesto que sirvió de justificación para que los Castro impusieran el Estado policial y la mentalidad de asedio en la isla.
Con su decisión de avanzar todo lo posible hacia las relaciones políticas y económicas normales, Obama se dispone a tratar con Cuba como una cuestión de política exterior, no una causa interna cargada de emociones. Por primera vez en décadas, Estados Unidos aspira a ejercer seria influencia en la isla. Las remesas procedentes de allí ya son la mayor fuente de capital para las pequeñas empresas cubanas. Que Obama suavice más el embargo significa que el dinero y los recursos norteamericanos —en forma de remesas, viajes y posibles productos de importación, por ejemplo, equipos de telecomunicaciones— tendrán un papel cada vez más importante en la moribunda economía de la isla.
El incipiente sector privado de Cuba —agricultores particulares, pequeñas empresas, cooperativas— da trabajo ya a 1,1 millones de personas, más de una quinta parte de la fuerza laboral. Esa cifra aumentará. Obama cuenta con que la reducción del control estatal de la economía irá de la mano de una sociedad civil más fuerte y desembocará en el cambio político. En otras palabras, cuenta con la lógica de los acontecimientos, no con las intenciones de los Castro.
No es una apuesta a corto plazo. En Estados Unidos, los republicanos, encabezados en este asunto por Marco Rubio y Ted Cruz, ambos de origen cubano, se aferrarán a los restos de embargo y se negarán a que el Congreso apruebe el nombramiento de un embajador en La Habana. Pero Rubio y Cruz atraen a una base cada vez más geriátrica y se dan de bruces con la opinión pública estadounidense.
En Cuba, los cambios no serán rápidos. Raúl Castro ha presentado el deshielo, y en especial el regreso de los tres espías cubanos, como una victoria del heroico desafío plantado por Fidel y él ante “el imperio”. Ha advertido de que aún queda “una lucha larga y difícil” para poner fin al embargo (aunque, si Hillary Clinton y los demócratas vencen en 2016, es probable que no se prolongue mucho más). La retórica de la resistencia continuará, pero será menos dramática y menos convincente.
Conviene dejar claro que este es un cambio de política tan radical para La Habana como para Washington. En el pasado, cada vez que otros presidentes —Nixon, Carter y Clinton— aspiraban a la distensión, Fidel desbarataba sus esfuerzos con provocaciones organizadas. Ahora, por lo menos, Raúl ha reconocido que Cuba necesita unas relaciones normales con Estados Unidos. Este giro tiene dos razones objetivas. La primera, que los cubanos siempre han sabido que la ayuda venezolana, que representa en torno al 15% del PIB de la isla, no va a ser eterna. La espectacular caída de los precios del petróleo desde junio y el deterioro de la popularidad de Nicolás Maduro han reforzado la necesidad de diversificar la economía cubana, que este año ha crecido solo un 1,3%.
La segunda razón es lo que los cubanos llaman “el imperativo biológico”. Fidel está cayendo en el frágil olvido de la vejez. Raúl, de 83 años y mucho más práctico que su hermano, asegura que se retirará de la presidencia en 2018. El sucesor designado, Miguel Díaz-Canel, nacido en 1961 (14 meses antes que Obama), no puede aspirar a la legitimidad que daba a los Castro haber encabezado la revolución. A él le juzgarán solo en función de los resultados, sobre todo los económicos. Por eso, para entonces, tendrán que verse resultados positivos de las reformas de Raúl, algo más que la reproducción de la pobreza. Para ello es vital la apertura económica hacia Estados Unidos.
¿Esa apertura económica producirá el cambio político? No es inevitable, como demuestran China y Vietnam. Pero Cuba está en una América Latina democrática, no en una Asia autoritaria. No sería extraño que el plan de Raúl consista en que Díaz-Canel trate de legitimarse mediante unas elecciones semilibres, con la participación de unos partidos satélites más o menos de oposición, como hacía el viejo PRI mexicano. Es posible que, para 2018, el Capitolio restaurado sirva para algo.
La iniciativa de Obama ya ha tenido repercusiones más allá de Cuba. Aunque en gran medida haya actuado por motivos internos, el presidente ha empezado a dar respuesta, al menos en parte, a las tres principales quejas de los latinoamericanos respecto a Estados Unidos: no se ha opuesto a las iniciativas locales para legalizar la marihuana y, de esa forma, ha enfriado la guerra contra las drogas; está intentando reformar la política migratoria mediante decreto; y ahora responde a las peticiones regionales de normalizar las relaciones con Cuba. Todo ello, mientras la economía estadounidense disfruta de una recuperación cada vez más enérgica.
Qué contraste con las dificultades de Venezuela y Brasil, donde Dilma Rousseff comienza su segundo mandato, el 1 de enero, en pleno estancamiento económico y con un megaescándalo de corrupción en torno a Petrobras, la petrolera estatal. Con todos estos elementos, Estados Unidos puede recuperar parte de la influencia que había perdido en Latinoamérica en años pasados.
José Martí, el apóstol de la independencia cubana, insistió siempre en que las naciones tienen que adquirir la libertad por sí solas, que no se la pueden otorgar, al contrario de lo que piensan Rubio, Cruz y otros como ellos. “Las trincheras de ideas valen más que las trincheras de piedra”, escribió Martí en Nuestra América. Es evidente que Obama está de acuerdo. Y la historia probablemente demostrará que tiene razón.
Michael Reid escribe la columna “Bello” sobre América Latina en The Economist.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia