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“Panamax” desnuda sobre las tablas las miserias del venezolano

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La última pieza teatral escrita por Ibsen Martínez refleja con mucho humor la crisis moral que azota a la República Bolivariana

En un país donde no se consiguen alimentos y medicinas, los protagonistas de “Panamax”, la última obra de teatro del escritor Ibsen Martínez (Caracas, 1951) que se estrenó en el Centro Cultural Chacao de Caracas este 8 de septiembre, demuestran que quizás lo peor de la crisis es la escasez de escrúpulos.

Más que una fotografía, es la autopsia del socialismo del siglo XXI. La utopía que no fue. La rebatiña por los fondos públicos, la lacerante “viveza criolla”, el tráfico de influencias convertido en arte, la descomposición social y la flamante quimera panameña. Sobre las tablas quedan al descubierto las miserias que derrumban a la República Bolivariana.

Los personajes no son buenos ni malos. Son venezolanos. Tampoco son pobres, pero quieren ser ricos. Y rápido. Para dejar de pasar vergüenza por andar vendiendo menús a 2 dólares –a tasa de mercado negro- en plena vía pública. Para renunciar a la Redacción de un periódico especializado en economía que se edita en un país sin economía. En fin, para no tener que trabajar más.

El camino al éxito pasa indefectiblemente por las arcas del Estado. La fórmula es la misma, aunque varía según el lustre de los contactos y el tamaño de las agallas de los involucrados. La cocinera Gisela Suárez, que no terminó de graduarse en la universidad, estafa a su socia “Bizcocho” y consigue que un amigo le adjudique directamente un contrato para alimentar a 750 presos que ha debido someterse a licitación. La opacidad dando brillo a grandes fortunas.

El académico Guillermo Arocha, en cambio, apuesta por un mecanismo más sofisticado y cuya eficacia está absolutamente garantizada por la experiencia de estos 17 años de revolución: montar una “empresa de maletín” en Panamá para simular la importación de unos contenedores llenos de pollos que luego cobrará a Petróleos de Venezuela (Pdvsa). La idea es tan brillante como poco original. Dos exministros chavistas han denunciado que estas compras fraudulentas le costaron a la nación unos 300 mil millones de dólares desde que se instaló el control de cambio en 2003.

El nombre de la pieza alude a los barcos que pueden transportar contenedores a través del canal de Panamá, pero también sirve para referirse al nuevo destino –o atajo- hacia donde apuntan las ambiciones de los venezolanos. Así como el profesor Arocha desea inscribir en el istmo su corporación fantasma, su pareja Melissa Lobo, autora de libros de cocina y figura de una televisora gourmet, está dispuesta a todo para instalar su cuartel general en tierras panameñas y de allí saltar a la conquista del mundo.

La corrupción no tiene relación con las ideologías. Más bien, es una expresión de la idiosincrasia. Un símbolo patrio. Los personajes de “Panamax” no comulgan con el proyecto bolivariano, simplemente tratan de ejercer su derecho a participar en el saqueo de las arcas públicas. Buscan darle un palo a la piñata de las divisas preferenciales para conquistar sus sueños.

Con la capacidad de asombro extinguida, es difícil que alguna ficción supere a la realidad criolla. “Panamax” no lo hace ni lo pretende. Al contrario, refleja con precisión la debacle de la clase media devenida bachaquera, y el estallido de la burbuja de prosperidad que infló la efímera bonanza petrolera.

Martínez promete a los espectadores “una satírica metáfora de la ambivalencia moral del venezolano”. Y cumple. La propuesta es de un humor tan negro como el oro que permitió levantar durante años una fantasía de bienestar, que se vino a pique arrastrada por la caída de los precios del barril de crudo. Es como la carcajada que aparece luego de llevarse por delante un mueble con el dedo pequeño del pie. Duele, y mucho, pero da risa.

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