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Federico Vegas: Sobre la fe en la esperanza de los ilusos

fe-esperanza-y-caridad640-1Todos conocen la usual trilogía donde confluyen “fe, esperanza y caridad”, las llamadas virtudes teologales, o hábitos que Dios nos infunde para que ordenemos nuestro trato con él, una exigencia que les impone un peso insoportable. En este ensayo escrito en el 2007, preferí sustituir a la caridad por la ilusión, por parecerme una mejor vecina de la fe y la esperanza. Lo retomo, hoy, a finales del 2016, por sentir que tanto la fe, como la esperanza y la ilusión, viven en un revoltillo, en un promiscuo revolcadero que no cesa.

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Sobre la fe en la esperanza de los ilusos

Exploremos algunas palabras que significan una cosa pero que también pueden sugerir su contrario; palabras con trampas, con lastre; palabras que pueden incluso encajarse en nuestro lenguaje hasta configurar un pensamiento paralelo y algo alelado.

Imaginemos un hombre que por más que elabore y prolongue sus ideas, éstas no lleguen a reflejar aquello que realmente siente. O algo peor aún, supongamos que sus pensamientos son enemigos de la solución al problema que se ha planteado. Es como si al tener frío dijera que tiene calor y, mientras el frío más lo atormenta, él más se quejara del calor que hace; y de esta manera, mientras más arduamente reflexiona, más se aleja de su meta, hasta transformarla en un espejismo, en una imagen de su propio extravío. Supongamos también que estos desvaríos se deban a que nuestro hombre, sin saberlo, ha trastocado el significado de sus palabras más queridas, más utilizadas y veneradas, al no haber asumido el ancestral peso y las peligrosas dualidades que ellas soportan.

Joseph Brodsky nos advierte, con sutil vehemencia, sobre cómo nuestro equilibrio interior depende de nuestro vocabulario: “Acumular aquello que no ha sido expresado del todo o con propiedad puede desembocar en la neurosis”. Podemos llamar incontinencia o indigestión a este acaparamiento verbal. Lo importante, insiste Brodsky, es que la expresión no debe rezagarse por demasiado tiempo de la experiencia.

Revisemos ahora tres palabras con las cuales más de una vez nos hemos llenado la boca y el alma sin tener idea de lo fácil que es extraviarse en ellas. Hurguemos en el sentido de la “esperanza”, de la “fe” y de la “ilusión”; términos que en nuestros días se vienen acumulando cual si fueran frutos salvajes, o prendas abandonadas en una tintorería.

Sobre la esperanza

La esperanza comienza su larga historia negándose a salir de la caja de Pandora. Hesíodo y Esquilo la temían por ambigua, pero es Eurípides quien, en Las suplicantes, sentencia sin tapujos: “Engañosa esperanza, que ha desordenado muchos Estados”. Estos juicios y recelos no ayudaron a que la esperanza llegara a entrar en el culto oficial ateniense. Epicúreos y estoicos no la incluyeron en sus sistemas.

Pandora era una especie de Eva, quizás más bella, más tonta y mas curiosa. Zeus se la ofrece con muy malas intenciones a Epimeteo, el hermano de Prometeo, quien había logrado encerrar a la vejez, a la fatiga, la enfermedad, la locura, el vicio, la pasión, y también a la esperanza, en una caja que jamás debería abrirse. Pero ocurre que Pandora, al igual que Eva frente a la manzana, no resiste la tentación de lo prohibido y abre la caja. Hesíodo nos cuenta que los males brotaron como una nube desastrosa y se esparcieron por toda la tierra. Sólo quedó dentro de la caja la esperanza, la cual, “con sus consejos falaces y sus pobres consuelos disuadió a los atormentados hombres de cometer un suicidio general”.

Este episodio, tal como lo narra Hesíodo, es tan terrible y confuso como la sentencia de Yahvé al negarnos el Paraíso. Pareciera que algo no funciona en el texto de Hesíodo, o será acaso en la traducción. ¿Cómo operan esos consejos falaces y esos pobres consuelos, si la esperanza nunca salió de la caja? ¿Cómo agradecer, si las ignoramos, esas mentiras que nos distancian de un suicidio masivo? Pareciera más bien que ha ocurrido lo contrario: gracias a que la esperanza ha permanecido en la oscuridad de su encierro, los hombres aún no hemos enfrentado su terrible faz y el pavor de sus pastosos vacíos. Desconociendo su verdadera naturaleza es como logramos soñar con sus encantos y sobrevivir.

Con los siglos la esperanza mejorará su imagen y conocerá épocas que se han aferrado a ella con histérica paciencia. Con el proverbio: “La esperanza es lo último que se pierde”, la sabiduría popular ha sabido resumir tanto su mitología como las veleidades de su encierro.

Sobre la fe

En su libro De paganos, judíos y cristianos, Arnaldo Momigliano nos cuenta que fue en Roma donde la diosa de la Esperanza encontró por fin un albergue decente. Curiosamente su primera casa fue un templo dedicado a la “esperanza vieja”, aunque los romanos imaginaban a la diosa Spes como una mujer joven y fuerte. Más tarde tendrá sitio en un segundo templo, esta vez acompañada de la fe.

Momigliano pasa a explorar el significado para griegos y romanos de esa compañera de “Spes” llamada “Fides”, la cual tiene, como suele ocurrirle a los asuntos de la fidelidad, una evolución complicada. Los romanos le otorgaron una exaltada importancia, llegando a definirse a sí mismos como el pueblo de la “fides”. En su templo se celebraban asambleas del Senado y se archivaban documentos sobre relaciones internacionales. Fides era la protectora de los juramentos y base de la confianza en las relaciones de los hombres, reflejada en cosas tan prácticas como el crédito comercial. Nuestro clásico apretón de manos era para los romanos un acto de fe.

Los griegos también asociaban la fe al apretón de manos, pero no tanto al acto de unirlas como al de separarlas, a ese último gesto entre los que mueren y los que continúan viviendo. La fe de los griegos, llamada pistis, se refería a un vínculo emocional entre vivos y ancestros, entre el presente y el pasado.

Los romanos asimilaron también este sentido de “fides” en sus creencias tradicionales, honrando aquello que ya sucedió pero que sigue vigente. Durante la república predominó esta fe similar a la lealtad y a la sinceridad. La fe era lo que le daba valor objetivo a una promesa, a un juramento.

Durante el Imperio la fe agarra vuelo y pasa de alimentar la confiabilidad a nutrir creencias y ciegas convicciones. Se aleja para siempre del apretón de manos bilateral y pasa a constituir la llamada in fidem populi Romani que el enemigo vencido debía aceptar. La fe comienza a referirse a la rendición ante un superior y ya no de un trato entre iguales, y comienza a nutrir pomposos títulos, como Fides Augusta, o el Fides militum, tan de moda entre nosotros.

Esta fides romana del imperio se ha alejado de la fe griega. La pistis, o fe de los griegos, era una definición de reciprocidad, una palabra demasiado igualitaria para referirse a la relación entre los dioses y los hombres, o entre dominados y dominadores. En cambio la nueva “fides” imperial se prestaba mejor a la relación que pronto iba a plantear el cristianismo entre su Dios, representado por la iglesia, y los que se autoproclamaban “fieles”. Dice Cioran: “¡Qué lástima que para llegar a Dios haya que pasar por la fe!”.

Tenemos pues una fe que sirve para “fiar”, una fe que une a los hombres a niveles más espirituales y fraternales, una fe que organiza la política de un imperio, y así llegamos a los misterios unidireccionales de nuestra fe. En consecuencia: es probable que cada vez que pronunciamos este exigente monosílabo se acentué nuestro viaje en un túnel de un sólo sentido.

Sobre la ilusión

En su Breve tratado de la ilusión, Julián Marías nos explica que la palabra ilusión se deriva del latín illusio, que a su vez procede de illudere, y finalmente de ludus: juego. Sin duda una etimología verosímil, ya que toda ilusión tiene su buena dosis de azar. Pero, ¿de qué tipo de juego estamos hablando? Illudere, para los romanos, era ciertamente jugar, divertirse, pero ridiculizando algo o alguien; de allí que illusio se asociaba a burla, a escarnio, y más tarde la palabra iba a adquirir uno de su sentidos más universales: el del engaño que perpetra el ilusionista.

Según Marías el término ilusión aparece por primera vez, oficialmente, en el Tesoro de la Lengua Castellana, de Sebastián de Covarrubias (Madrid, 1611). Aquí la ilusión comienza con mal pie: “Vale tanto como burla”, ella se da “cuando nos representan una cosa en apariencia diferente de lo que es, o por causas secretas de naturaleza, o por alteración del medio o del órgano del sentido, o por vehemente aprehensión de una cosa imaginada, que parece estar presente”. Concluye Covarrubias: “El demonio es gran maestro de ilusiones”, sólo santos como San Antonio y San Benito lograron resistir sus embates.

Esta mala reputación de la ilusión parece darse en todos los idiomas que la han tomado del latín. Existe una sola excepción, y se da precisamente en nuestro idioma. El español logra, parcialmente, rescatar a la ilusión de entre las artimañas del demonio para darle un sentido positivo, incluso a veces excelso. Pero conviene saber que tomó su tiempo estirar el espectro de la ilusión desde la desgracia de “ser un iluso” hasta la gracia de “estar lleno de ilusión”.

Lo primero que resalta de esta dualidad es que se basa en los verbos “ser” y “estar”, tan determinantes en el castellano. También podemos comenzar a suponer que el “demonio” de Covarrubias, lejos de sentirse derrotado, se sentiría complacido, dada su reconocida sutileza y agilidad, al contar con una herramienta tan atractiva y ahora con una doble faz.

Julián Marías se pregunta cómo, cuándo y porqué pasó la ilusión a incluir extremos tan distantes. El reconocimiento definitivo de un significado esperanzador ocurre en 1967, cuando el Diccionario de uso del español, de María Moliner, la define como “Alegría o felicidad que se experimenta con la posesión, contemplación o esperanza de algo”.

La poesía registró mucho antes estas felices alegrías. Para Marías, Espronceda es el pionero. Nos da como ejemplo, un fragmento de su “Serenata”:

En tu ilusión embebida,
feliz te finges, y sientes
mis caricias

Bellas líneas, pero, ¡Atención! Entre Elisa y su amado Delio, quien la arrulla, existen unas rejas y la dama debe fingir una felicidad por unas caricias que ni siquiera la rozan.

Para Marías, el significado positivo de ilusión se mantuvo por mucho tiempo en estado latente, tanteando la lengua, pero los diccionarios, como suele suceder, se mantuvieron reacios a usos tan disímiles. Una contradicción que se evidencia con claridad en los llamados diccionarios de traducción, útiles para que no se confundan con peligrosas semejanzas quienes vienen de un idioma a otro. En un breve diccionario español-francés, cuando traducen “ilusión” del francés al español, aparece como “engaño”; en cambio, cuando traducen del español al francés, la ilusión se convierte en plaisir, en espoir, en esperanza. Con esta breve receta quien cruza la frontera entre Francia y España sabrá a qué atenerse cuando se ilusiona.

En los diccionarios de sinónimos, al menos en el de Fernando Corripio de 1974, la ilusión apenas roza con “espejismo” y “ofuscación”, de resto todo es “anhelo” y “sueño”, incluso pasa por “seguridad”, “certidumbre” y “convicción”, hasta llegar a dos palabras que ya revisamos en este ensayo: “fe” y “esperanza”.

Ahora examinemos una pregunta ineludible que nos plantea el Pequeño tratado de la ilusión: ¿cuál es el origen y qué consecuencias tienen en nuestra vida estos vuelos hispanos de la ilusión? Julián Marías nos habla del caldo de cultivo que se inicia en el siglo XVII con el descubrimiento del sueño y de la ficción, no como opuestos a la realidad, sino como formas de realidad que reflejan la condición del hombre. Puede que en estos juegos de espejos y espejismos los hispanos hemos ido extraviando la perspectiva de qué refleja a qué. El Segismundo de Calderón, héroe curtido en estos afanes, unas veces esgrimió y otras fue hendido por el doble filo de la palabra “reflexión”, la cual unas veces significa reflejarse y un instante después reflexionar.

Los hispanoamericanos llevamos sobre nuestra piel estas heridas, pero también estas armas, luego más nos vale estar bien consientes de nuestra herencia de ilusiones e ilusionismo. Sin advertencias, la ilusión es capaz de hacer estragos al andar entre pensamientos que se alimenten de espejismos.

Marías asoma que esta historia española de la ilusión debe ir acompañada de una historia de la desilusión. Puede que este segundo estado anímico explique y confirme el anterior, puede incluso que sea nuestra verdadera afición y para lo que tengamos más gracia y talento. Los venezolanos, que duda cabe, nos hemos convertidos en unos maestros de la desilusión.

A diferencia de los otros idiomas de origen latino, en el español la desilusión también puede tener un significado positivo: “Conocimiento de la verdad con que se sale del engaño”, o, resumiendo: “desengaño”. Estamos pues sujetos a complejos beneficios: ilusionados o desilusionados siempre pretendemos salir ganando. En un caso nos aferramos a la esperanza, en el otro a denigrar de una verdad por perdida e inútil. Es así como el engaño se cuela entre nosotros sin mostrar jamás su verdadero rostro, semejando a la esperanza que nunca salió de su caja, y a una fe que no quiere darnos la mano y nos aplasta con el sello de una moneda que nunca ofrece su verdadera cara.

Nota: Nuestra situación me recuerda el cuento de Raymond Carver: “De qué hablamos cuando hablamos de amor”. Esa es la palabra que se lleva el premio de “Piquete al revés”. El Gobierno la utiliza con tan sádica truculencia que la Real Academia está pensando en agregar una acepción:

15. m. Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia suficiencia, repele y aborta el encuentro y la unión con otro ser.

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