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Armando Durán / Laberintos: La elusiva paz en Colombia

 

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   Este jueves 24 de noviembre, en el teatro Colón de Bogotá, a las 11 en punto de la mañana, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y Rodrigo Londoño, alias “Timochenko”, máximo líder de las FARC, firmarán la versión modificada del Acuerdo Final de Paz negociado en La Habana por los representantes del Gobierno y la guerrilla, firmado en Cartagena de Indias el 26 de septiembre y rechazado por los colombianos en el plebiscito del pasado 2 de octubre. La semana que viene el Congreso de esa nación dará inicio al debate que debe concluir con la aprobación o no del nuevo texto, discutido por representantes del “sí” y del “no” en 11 reuniones celebradas a lo largo del último mes y medio.

 

   El aspecto crucial del problema es que Santos, al anunciar el inicio del diálogo con los jefes de las FARC planteó, sin que nadie se lo hubiera exigido entonces, un plebiscito para que el pueblo lo refrendara o lo rechazara, con la finalidad de que el acuerdo, más que el resultado de una negociación entre el gobierno y la oposición, representara lo que él ha llamado un acuerdo nacional. Al salir derrotado el “sí” del oficialismo, Colombia y la comunidad internacional entendieron que esa votación representaba en realidad un notable fracaso político de Santos a manos del ex presidente Álvaro Uribe, paladín del triunfador “no” y, sin la menor duda, el principal y más encarnizado enemigo político de Santos, quien ahora, en lugar de convocar de nuevo a los colombianos a las urnas de un segundo plebiscito, ha preferido remitir el texto modificado del acuerdo al Congreso colombiano, que la semana próxima dará inicio a un debate parlamentario sobre la pertinencia o no del nuevo texto del acuerdo.

 

   Según advirtió Santos la noche del martes, “los jóvenes, las víctimas, los empresarios, la Iglesia católica, la mayoría de los pastores cristianos, los medios de comunicación, los gobernadores y alcaldes de todo el país han reconocido que los cambios (realizados al texto original del acuerdo) son de fondo, significativos y satisfactorios.” Una opinión que ciertamente no comparten los promotores del “no” y del Centro Democrático, partido del ex presidente Álvaro Uribe. Para ellos, aunque reconocen que muchas de sus observaciones fueron recogidas en el nuevo texto, sostienen que los negociadores del gobierno y las FARC no modificaron en absoluto “cuestiones de peso”, como la reparación a las víctimas del conflicto, el requisito de que guerrilleros culpables de delitos cometidos durante los 52 años de guerra, para ser candidatos a cualquier cargo de elección popular, primero tengan que cumplir la pena correspondiente y, sobre todo, el hecho de que no se haya eliminado del acuerdo el concepto de que el narcotráfico es un delito “conexo al delito político.”

 

   Se trata de una posición no negociable del uribismo. En ello le va su suerte electoral en las urnas de los comicios presidenciales a celebrarse, la primera vuelta, el 27 de mayo de 2018, la segunda vuelta el 17 de junio. Si el Congreso no le da el visto bueno a este nuevo texto del Acuerdo Final de Paz, la opinión pública colombiana y la comunidad internacional sin duda calificaría este nuevo rechazo como una segunda y definitiva derrota política de Santos, gracias a la cual bien podría quedar asegurada la victoria del Centro Democrático de Uribe en esas elecciones generales. De ahí, precisamente, que los seguidores del ex presidente hayan abandonado las negociaciones con el gobierno y convoquen desde ahora a los colombianos a tomar las calles, no para insistir en el contenido controversial del acuerdo, sino para derrotar en las urnas de 2018 a la alianza Santos-FARC, con el argumento de que Santos es el único responsable de haberle negado a los colombianos la posibilidad de alcanzar un auténtico acuerdo nacional sobre lo que ellos llaman “temas sustanciales” del proceso político colombiano.

 

   Quizá por esta razón, Humberto de la Calle, jefe del grupo negociador del gobierno con los representantes de las FARC haya declarado ayer, en un tono perentorio, que “llegó la hora de avanzar.” A sabiendas, sin duda, de que más allá de todas las expectativas, la paz que finalmente se alcance, en el mejor de los casos, se le presenta a los colombianos como una realidad comprometida en el corto plazo por el efecto inevitable de que ambas partes hayan hecho concesiones inevitables para alcanzar un cese real de la guerra, el principal objetivo de los diálogos del gobierno y la guerrilla. A pesar también, como advertía Laura Gil, columnista del diario colombiano El Tiempo, en su edición del miércoles, de que “con la instancia de un No rotundo nos están acorralando en la guerra.” En todo caso, hasta las elecciones generales de 2018, no parece posible en Colombia pensar en suprimir por completo esta conflictividad que se deriva de una polarización ineludiblemente azarosa. Sólo después de esos comicios puede que terminen por calmarse las turbulentas aguas de la política colombiana. Mientras tanto, unos y otros tendrán que contentarse con el hecho de que la espera contará con la ventaja indiscutible de que este difícil camino hacia una paz permanente se transitará sin la furia y el ruido atronador de los cañones. Y eso, después de medio siglo de guerra atroz, es mucho decir.         

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