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Armando Durán/Laberintos: Cuba sin Fidel

 

 

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¿Cambiará algo en Cuba tras la desaparición física de Fidel Castro?

 

   “Este es, incrédulos del mundo entero”, comienza Gabriel García Márquez su cuento Los funerales de Mamá Grande, publicado en una colección de ocho relatos editado bajo ese mismo título por la Universidad Veracruzana de Xalapa, México, en 1962, “la verídica historia de la Mamá Grande, soberana absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio 92 años y murió en olor de santidad un martes de septiembre, y a cuyos funerales vino el Sumo Pontífice.”

 

   A los funerales de Castro no asistió el papa, pero poco le faltó. Durante los ocho interminables días de extravagante culto a la personalidad con que su hermano Raúl adornó los funerales del anciano revolucionario, incluido un viaje inverso de sus cenizas de tres días por las carreteras cubanas desde La Habana hasta su pétreo mausoleo en Santiago de Cuba, la vida de los cubanos se paralizó hasta el extremo de que a los locutores de la televisión se les prohibió dar los buenos días y las buenas noches de sus habituales saludos, mientras mandatarios y delegaciones de todo el mundo acudían a la isla a despedirse de este soberano que también vivió en función de dominio absoluto, no 92 años como reinó Mamá Grande en Macondo, pero sí durante un largo, penoso y turbulento medio siglo, más que cualquier otro gobernante vivo, excepto la reina Isabel II de Inglaterra, en los que además de mandar a sus soldados a hacer la guerra en la región y hasta en África, llegó a colocar al mundo a un solo paso del holocausto nuclear.

 

   La llegada de Raúl Castro a la cima del poder en Cuba hace 10 años abrió un período de grandes expectativas. Una sensación que se hizo mucho más palpable después del Congreso del Partido Comunista de Cuba de 2011, en el marco del cual el nuevo monarca cubano trazó un mapa de las reformas que pensaba introducir en el pesado aparato del Estado para hacerlo más moderno y eficiente. Hasta el día de hoy aquellas promesas apenas han significado unas pocas y superficiales novedades. Eran reformas al régimen impuesto a Cuba por su hermano Fidel desde el mismo día en que entró a La Habana con su ejército guerrillero, y que ahora, al adentrarse Cuba en el siglo XXI constituían una necesidad más que urgente, porque los efectos ocasionados por el derrumbe del Muro de Berlín en noviembre de 1989 y la desintegración, dos años después, de la mismísima Unión Soviética, causa del dramático período que el propio Fidel Castro calificó entonces de “período especial”, había condenado a la sociedad cubana a sufrir la fase más difícil del muy despiadado proceso revolucionario.

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   Desde 1991 Cuba clamaba por un cambio, razón por la cual, durante la primera Cumbre Iberoamericana, que se celebró en septiembre de ese año en la ciudad mexicana de Guadalajara, el llamado Grupo de los Tres, formado por los presidentes de México, Colombia y de Venezuela, aprovecharon la ocasión para ofrecerle a Fidel Castro la oportunidad de reinsertarse a la comunidad latinoamericana a cambio de propiciar en Cuba una gradual pero definitiva apertura económica y política. En una visita previa a esa Cumbre que hice a la Habana en mi condición de ministro de Relaciones Exteriores de Venezuela para explorar la posibilidad de avanzar en esa estrategia, Fidel llegó a decirme, “dile a Carlos Andrés que yo comprendo perfectamente bien la situación y que para conservar los logros sociales de la revolución estoy incluso dispuesto a abrirle las puertas de Cuba al capitalismo. Cualquier cosa con tal de salvar esos logros, menos convertir otra vez a La Habana en otra Miami.”

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   Esta postura la sostuvo Fidel en Guadalajara, donde se reunió con Carlos Salinas de Gortari, César Gaviria y Carlos Andrés Pérez, a quienes les informó que el 10 de octubre se reuniría en la ciudad oriental de Holguín el Congreso del Partido Comunista de Cuba y que él plantearía allí y entonces la necesidad de introducir una serie de reformas, en primer lugar de carácter económico. Durante la conversación acordaron volver a reunirse inmediatamente después, para que Fidel los pusiera al tanto de los acuerdos adoptados por el Congreso del Partido. Y, en efecto, el encuentro se produjo el 23 de octubre en la isla mexicana de Cozumel, paraje desde el cual partió Castro en noviembre de 1956 a bordo del yate Granma con destino a Cuba, para cumplir su promesa de ser ese año “héroe o mártir.” Fue un almuerzo cordial al que Castro contribuyó cocinando un gigantesco pargo que dijo haber pescado en Cuba un par de días antes, pero que no condujo a nada, pues según sus palabras, en Holguín no se había adoptado ninguna medida que permitiera vislumbrar la esperada apertura. Este episodio hirió de muerte la esperanza de impulsar un diálogo similar al que pocos años antes habían sostenido Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov, cuya consecuencia espectacular fue sellar los días 11 y 12 de octubre de 1986, en la cumbre de Reikiavik, la suerte final del imperio bolchevique. Meses después se cerró definitivamente este capítulo, cuando el 4 de febrero de 1992 el teniente coronel Hugo Chávez, futuro gran “auxiliador” de Castro, trató de derrocar a cañonazos la democracia venezolana. En un primer momento Castro denunció la intentona golpista y se solidarizó públicamente con Pérez, pero pronto cambió de parecer y el anhelo de propiciar un cambio de rumbo en Cuba, cuya agonía había comenzado en Cozumel, finalmente murió entonces, con mucha pena para Venezuela y el progreso democrático en la región, y sin ninguna gloria excepto para Fidel Castro.

 

   La importancia de esta alianza estratégica Castro-Chávez puede medirse en el éxito inmediato de Cuba para resolver a muy corto plazo los problemas más apremiantes de la insoportable crisis cubana, pero a la larga, esa ayuda no era suficiente para encauzar a Cuba por un camino de normalización económica y social. Como tampoco las pequeñas reformas que años más tarde fue introduciendo Raúl Castro, sobre todo a partir del año 2011. Cambios que ni por aproximación se acercaron a las esperadas reformas económicas y políticas que ansiaba el pueblo cubano. Ni siquiera la famosa conversación telefónica de Raúl Castro y Barack Obama, su cordial estrechón de manos en Panamá y la visita de dos días que hizo Obama a La Habana acompañado de toda su familia para celebrar la normalización de relaciones diplomáticas entre las dos naciones han servido de mucho.

 

   El resultado de esas tres asombrosas ocurrencias ha sido una relativa mejoría del comercio y las comunicaciones, y gracias a ello Cuba ha comenzado a recuperar su posición como destino turístico para los ciudadanos estadounidenses, pero no ha producido hasta ahora ni la menor insinuación de una eventual reforma estructural de la economía, mucho menos una apertura política pero, según la leyenda, la resistencia de Fidel Castro a cualquier cambio real del régimen impedía que la supuesta voluntad reformista de su hermano Raúl pudiera producir cambios de significación en la conducción del Estado y en las lógicas y crecientes ilusiones de los cubanos.

 

   De acuerdo con esto, ausente ya para siempre Fidel, Raúl tendría libertad para avanzar por el camino de espacios mucho más amplios. En el peor de los casos, podría aprovechar el tiempo que le queda como jefe de Estado y de Gobierno para prepararle el terreno a su sucesor, quien asumiría el mando en 2018 y quien finalmente, libre de las presiones de la historia y de la vieja guardia revolucionaria, podría iniciar las reformas deseadas por Raúl y frenadas hasta hora por la oposición intransigente de Fidel. Según otras versiones, en cambio, la existencia de un Raúl reformista en contradicción con Fidel sólo ha sido un pretexto, y que en el proceso revolucionario cubano, más allá de los dos hermanos, existen fuerzas inmovilistas insuperables, como habría quedado demostrado en el último Congreso del PCC, cuando en lugar de una esperada renovación en la cúpula del poder, éste quedó en manos de la misma y más reaccionaria dirigencia política.

 

   Mientras esta Cuba sin Fidel ingresa estos días en un territorio oscuro y desconocido, en la otra orilla del estrecho de la Florida crece la amenaza que representa la elección de Donald Trump como próximo presidente de Estados Unidos, quien no parece convencido en absoluto de conservar vigente el modus vivendi aplicado por Obama a las relaciones de Estados Unidos con Cuba. Esta es una interrogante todavía sin respuesta cierta y no resulta fácil figurarse el desarrollo de los cambios posibles o no en la isla. Sí pueden adelantarse por ahora tres circunstancias que tras la muerte de Fidel tendrán una influencia de notable importancia en el futuro inmediato de la revolución cubana.

 

   En primer lugar, que la crisis política y el colapso económico de Venezuela afectarán gravemente la cada día más débil economía cubana. En segundo lugar, que sin la generosa solidaridad venezolana, Cuba tendrá que buscar alternativas de auxilio en la Unión Europea o en los Estados Unidos, pero para coronar ese empeño con algún éxito significativo tendrá que producir no más promesas de cambios futuros, sino aperturas muy concretas e inmediatas, incluyendo en ese nuevo menú de opciones modificaciones a los excluyentes y represivos mecanismos políticos del régimen. Por último, a partir del 20 de enero, cuando Trump inicie un mandato presidencial que sin la menor duda perturbará los cálculos económicos del gobierno de Raúl Castro, quien de ahora en adelante, sin el pretexto de un Fidel radicalmente opuesto a los cambios, y sin la asistencia sin límites que le ha proporcionado Venezuela durante muchos años, más solo y más débil que nunca, tendrá que enfrentar y superar el obstáculo que representa un vecino que de la noche a la mañana puede que vuelva a ser el enemigo malo de antaño.  

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   Quizá lo único que pueda ayudarnos a figurar cuál será el desenlace de esta larga y triste historia sea recurrir de nuevo a la imaginación de García Márquez, quien en 1962, cuando ningún papa había viajado aún a América Latina, tuvo la audacia de vaticinar la visita del Sumo Pontífice a Colombia, como en efecto ocurrió, 6 años más tarde, cuando Pablo VI asombró al mundo visitando Colombia, adonde llegó el 22 de agosto de 1968. Recordar esto y recordar también que tras narrar los últimos días de Mamá Grande y la pompa con que se celebraron sus funerales, termina su cuento con una frase aterradora: “y mañana miércoles vendrán los barrenderos y barrerán la basura de sus funerales, por todos los siglos de los siglos.”

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