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Por qué Trump no puede separar los EEUU del mundo

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Los debates sobre el grado en que los Estados Unidos deberían usar su poder para liderar y dar forma a los acontecimientos en el mundo, y cuándo y cómo se debe intervenir, son eternos en nuestra historia. En 1821, John Quincy Adams nos exhortó a no ir al extranjero«en busca de monstruos que destruir».  Pero en un mundo más interconectado de lo que él podría haber imaginado, en ocasiones nos hemos visto obligados o tentados a hacer precisamente eso: en los Balcanes, Afganistán, Irak, Siria y tal vez pronto en Corea del Norte. Entonces, ¿cuál es el equilibrio adecuado, dado que la retirada del mundo amenazada por Donald J. Trump es una posición extrema que infringe la trayectoria de nuestra historia? Irónicamente, el factor que más puede orientarnos en este debate nunca se discute: la propia geografía de los Estados Unidos.

Todo el mundo sabe que Estados Unidos es una isla-nación virtual, protegida por dos océanos, con el escasamente habitado ártico canadiense al norte. Pero eso es sólo el comienzo de la discusión, en la que la ubicación física de América y las características topográficas ayudan a proporcionar una dirección espiritual a nuestra política exterior; algo que el señor Trump no puede cambiar.

Los Estados Unidos, ocupando como lo hace la zona templada de América del Norte, es el más consecuente «satélite» de la «mundo-isla» afroeuroasiática, escribió el geógrafo británico Halford Mackinder J. en 1919. El país no sólo estaba físicamente aislado de las amenazas y complejidades del Viejo Mundo, y no sólo era abundantemente rico en recursos naturales, desde minerales hasta hidrocarburos, sino que Estados Unidos posee más millas de vías navegables internas que la mayor parte del resto del mundo combinado. Y este sistema fluvial no se encuentra en las escasamente habitadas Grandes Llanuras y en las Montañas Rocosas, sino en el propio territorio cultivable de Estados Unidos: en el suelo rico en nutrientes de la región central, unificando así los centros poblados en el siglo 19, y permitiendo la constante circulación de mercancías y productos al interno del continente. Este sistema de ríos, como las venas de una hoja, desemboca en el Mississippi, el cual, a su vez, se dispersa en el Golfo de México y el Caribe, conectando de esta manera las granjas y ciudades ubicadas a lo largo de la parte densamente habitada de los Estados Unidos con las vías  de comunicación marítima globales.

De este modo, mientras que se encuentra físicamente protegida del Viejo Mundo, los Estados Unidos nunca han estado realmente aislados de él. La importancia crítica del Gran Caribe para el sistema del río Mississippi hizo necesario que los Estados Unidos dominaran estratégicamente lo que podría llamarse el Mediterráneo americano -porque esa es la centralidad geopolítica del Gran Caribe para todo el hemisferio occidental-. Este proceso de dominación comenzó aproximadamente con la Doctrina Monroe y se completó con la construcción del Canal de Panamá. Después de haberse convertido en la potencia hemisférica dominante, los Estados Unidos se encontraban entonces en una posición de ayudar a determinar el equilibrio de poderes en el otro hemisferio -y eso es lo que sucedió en la historia del siglo 20-. El luchar dos guerras mundiales y la Guerra Fría significó evitar que cualquier poder o alianza de potencias dominaran el Viejo Mundo en la medida en que Estados Unidos dominaba el Nuevo Mundo.

Pero antes de controlar el Caribe, los estadounidenses primero tuvieron que estabilizar un continente. Las barreras para ello eran las Grandes Llanuras, o el Gran Desierto Americano, como se le llamaba en el siglo 19. Porque el bien regado Medio Oeste, con su tierra fértil, era una extensión del Este. Sin embargo, en comparación con el Medio Oeste, el Gran Desierto Americano estaba seco, en buena medida dolorosamente plano, y sediento de agua. Mientras que la mitad oriental ribereña del continente era muy amistosa con el individualismo, la mitad occidental requería una visión comunitaria, para poder repartir adecuadamente los escasos recursos hídricos. En efecto, mientras que Iowa es básicamente 100 por ciento cultivable, la inhóspita Utah lo es sólo el 3 por ciento. Las Grandes Llanuras y el Oeste de las Montañas Rocosas constituían las discontinuidades reales en la historia de Estados Unidos, ya que fundamentalmente alteraron la cultura anglosajona y crearon una típicamente norteamericana.

Esta cultura norteamericana fue sólo en una pequeña medida la de la tradición vaquera, con su solitaria asunción de riesgos. En medida mucho mayor se basaba en una suprema precaución, el respeto de los límites, y en pensar trágicamente con el fin de evitar una tragedia: ésa era la única psicología y estrategia capaz de hacer frente a un paisaje hostil y pasmosamente reseco. La propia colonización del Oeste Americano enseñó a los pioneros, a pesar de todas sus conquistas, que no siempre podrían conseguir lo que quisieran en el mundo. Y ese es precisamente el mensaje propuesto por los tres grandes intérpretes de la expansión hacia el Oeste: Walter Prescott Webb, Bernard Devoto y Wallace Stegner, todos escribiendo sus obras más significativas a mediados del siglo 20, cuando la colonización del Oeste estaba mucho más cerca en el tiempo de lo que está ahora.

Otra cosa: Los Estados Unidos necesitaron los recursos de todo un continente para derrotar al fascismo alemán y al japonés, y más tarde al comunismo soviético. Sin el Destino Manifiesto, podría no haber sido victoriosa la Segunda Guerra Mundial. Pero debido a que la colonización de ese continente implicaba la esclavitud y el genocidio contra los indígenas, la historia de los Estados Unidos es moralmente irresoluble. Por lo tanto, la única manera, en última instancia, de superar nuestros pecados es hacer el bien en el mundo. Pero hacer el bien debe ser atemperado mediante el pensar sobre lo que puede ir mal en el proceso. Todos estos son, en el fondo, las lecciones de la interacción entre los estadounidenses y su paisaje.

La tecnología ahora vence cada vez más a la distancia, pero la geografía no desaparece: simplemente se hace más claustrofóbica en un planeta lleno de gente, además de disputado e interactivo. El histórico movimiento continuo hacia los Estados Unidos de latinos provenientes de México y América Central – algo que un muro no detendrá – es sólo el más obvio rostro geográfico y demográfico de la intensificación de la relación con el mundo exterior. Y ya que la geografía está más comprimida, el aislamiento, que era un argumento serio en momentos en que se  cruzaba el Atlántico en cinco días por trasatlántico, es un absurdo en un mundo de comunicaciones cibernéticas. Aún así, existe esta atracción dramática de un continente interior – tan vasto, y con tantos problemas internos – que el mundo exterior puede parecer algo irreal.

Por lo que un intervencionismo militante, que ignora las necesidades apremiantes del interior continental, – así como ignora el respeto de los pioneros por los límites – es tan absurdo como el aislamiento. Pero el aislamiento de Estados Unidos viola la necesidad de proyectar su poder – una necesidad que comienza con el encuentro de nuestro sistema fluvial con el Gran Caribe -. El mismo paisaje americano, lleno de posibilidades en algunos lugares y apenas habitable en otros, debería hacernos humildes, y por lo tanto es un argumento a favor de un internacionalismo moderado y realista.

Realismo no es aislacionismo. Debido a que somos solamente un satélite de Eurasia, nuestros aliados están muy lejos de nosotros, y situados en las zonas costeras de ese súper-continente cerca de las grandes potencias autocráticas de Rusia y China. La defensa de tales aliados nos permite evitar que en el Viejo Mundo se alcance la misma posición de dominio que hemos tenido en el Nuevo Mundo.

Hacemos esto por un propósito moral, ya que sólo si proyectamos poder logramos asimismo proyectar nuestros valores. Sin embargo, debemos recordar siempre que invadir es gobernar: Una vez que se conquista un territorio, se asume la responsabilidad de administrarlo. Eso, también, es una precaución profundamente arraigada en la experiencia de los pioneros rumbo al Oeste, que conocían los peligros de una geografía difícil. La frontera implicaba ser frugal con nuestros activos. Se trataba de empujar a lo largo del perímetro, pero sólo mientras se cuidaba lo nuestro. Se trataba de mantener las líneas de suministro, por mucho que ello nos retrasara. Por encima de todo se trataba de ser pragmáticos. Tales eran los costos de colonizar un continente reseco al otro lado del río Missouri – la primera aventura norteamericana de construcción nacional en un medio físico hostil. Y mientras más nos alejemos de la psicología de esa experiencia original, peor será el encuentro con el mundo exterior.

De hecho, nuestra geografía alega ferozmente a favor de un equilibrio: desconfiemos de la política de construcción de naciones, pero recordemos las responsabilidades globales de una nación marítima. Después de todo, fue sólo gracias a la conquista de un gran desierto que nos convertimos en una potencia marítima – ya que si no hubiésemos llegado a la costa del Pacífico nunca podríamos haber construido nuestra marina con más de 300 buques -. Y esa marina de guerra es nuestro principal instrumento estratégico – dado que no se pueden emplear las armas nucleares -;  ya que ella custodia las grandes líneas marítimas de comunicación, junto con el acceso a los hidrocarburos para nuestros aliados, permitiendo así en primer lugar una apariencia de orden global. Los Estados Unidos de América, precisamente por su geografía, están predestinados a liderar.

Traducción: Marcos Villasmil


NOTA ORIGINAL:

The New York Times

Why Trump Can’t Disengage America From the World

Robert D. Kaplan

Debates about the extent to which the United States should use its power to lead and shape events in the world, and when and how it should intervene, are eternal in our history. In 1821, John Quincy Adams admonished us not to go abroad “in search of monsters to destroy.” But in a world more interconnected than anything he could have imagined, we have been forced or tempted on occasion to do just that: in the Balkans, Afghanistan, Iraq, Syria or perhaps soon in North Korea. So what is the proper balance, given that Donald J. Trump’s threatened disengagement from the world is an extreme position that violates the trajectory of our history? Ironically, the one factor that best informs us in this debate is never discussed: America’s own geography.

Everyone knows that the United States is a virtual island-nation, protected by two oceans, with the sparsely inhabited Canadian Arctic to the north. But that is only the beginning of the discussion, in which America’s physical location and topographical characteristics help provide a spiritual direction for our foreign policy — something that Mr. Trump cannot change.

The United States, occupying as it does the temperate zone of North America, is the most consequential “satellite” of the Afro-Eurasian “World-Island,” wrote the British geographer Halford J. Mackinder in 1919. Not only was America physically isolated from the threats and complexities of the Old World, and not only is it abundantly rich in natural resources from minerals to hydrocarbons, but America claims more miles of navigable inland waterways than much of the rest of the world combined. And this river system is not laid over the sparsely inhabited and thinly soiled Great Plains and Rocky Mountains, but over America’s arable cradle itself: the nutrient-rich soil of the Midwest, thus unifying the centers of population in the 19th century, and perennially allowing for the movement of goods and produce in the interior continent. This river system, like the veining of a leaf, flows into the Mississippi, which, in turn, disperses into the Gulf of Mexico and the Caribbean, thus connecting farms and cities throughout the densely habitable part of the United States with the global sea lines of communication.

So while physically protected from the Old World, the United States has never really been isolated from it. The critical importance of the Greater Caribbean to the Mississippi River system made it necessary for America to strategically dominate what might be called the American Mediterranean — for such is the geopolitical centrality of the Greater Caribbean to the entire Western Hemisphere. This process of domination began roughly with the Monroe Doctrine and was completed with the building of the Panama Canal. Having become the dominant hemispheric power, the United States was then in a position to help determine the balance of power in the other hemisphere — and that is what the history of the 20th century was all about. Fighting two world wars and the Cold War was about not letting any power or alliance of powers dominate the Old World to the extent that the United States dominated the New World. 

But before controlling the Caribbean, Americans first had to settle a continent. The barrier to that was the Great Plains, or the Great American Desert, as it was called in the 19th century. For the well-watered Midwest with its rich farmland was but an extension of the East. Yet the Great American Desert was dry, achingly flat in large measure and water-starved compared with the Midwest. While the riverine eastern half of the continent was friendly to individualism, the western half required communalism, to properly apportion scarce water resources. Indeed, whereas Iowa is basically 100 percent arable, Utah with its cindery bleakness is only 3 percent arable. The Great Plains and the Rocky Mountain West constituted the real discontinuities in American history, since they fundamentally altered Anglo-Saxon culture and created a distinctly American one.

This American culture was only in small measure that of the cowboy tradition, with its lonesome risk-taking. In much larger measure it was about supreme caution, the respecting of limits, and thinking tragically in order to avoid tragedy: that was the only psychology and strategy able to deal with a stupefyingly hostile and parched landscape. The very settlement of the American West taught pioneers, despite all their conquests, that they could not always have their way in the world. And that is precisely the message advanced by the three greatest interpreters of westward expansion: Walter Prescott Webb, Bernard DeVoto and Wallace Stegner, all writing their most significant works in the middle decades of the 20th century, when the settlement of the West was much closer in time than it is now.

Another thing: The United States required the resources of an entire continent to defeat German and Japanese fascism, and later Soviet Communism. Without Manifest Destiny, there could have been no victory in World War II. But because settling that continent involved slavery and genocide against the indigenous inhabitants, American history is morally unresolvable. Thus, the only way to ultimately overcome our sins is to do good in the world. But doing good must be tempered by always thinking about what can go wrong in the process. These are all, deep down, the lessons of the interaction between Americans and their landscape.

Technology now increasingly defeats distance, but geography does not disappear: It merely becomes more claustrophobic on a crowded, contested and interactive earth. The continued movement of Latin history north into the United States from Mexico and Central America — something a wall will not stop — is only the most obvious geographic and demographic face of America’s intensified involvement with the outer world. And because geography is more compressed, isolationism, which was a serious argument at a time when crossing the Atlantic took five days by ocean liner, is an absurdity in a world of cybercommunications. Still, there is this dramatic pull of an interior continent — so vast, and with so many problems inside it — that the world beyond can seem not quite real.

So a militant interventionism, which ignores the pressing needs of the continental interior — as well as ignoring the pioneers’ respect for limits — is just as absurd as isolationism. But isolationism violates America’s need to project power — a need that begins with our river system’s meeting the Greater Caribbean. The American landscape itself, full of possibilities in some places and barely habitable in others, should make us humble, and therefore is an argument in favor of a measured, realist internationalism.

Realism is not isolationism. Because we are only a satellite of Eurasia, our allies are far away from us and situated on the rimlands of that supercontinent close to the great autocratic powers of Russia and China. Defending such allies allows us to prevent anyone in the Old World from attaining the same position of dominance that we have had in the New World.

We do this for a moral purpose, since only if we project power can our values follow along with it. Yet we must always remember that to invade is to govern: Once you conquer a territory, you assume responsibility for running it. That, too, is a caution deeply embedded in the experience of the western-bound pioneers, who knew the dangers of a difficult geography. The frontier was about being frugal with our assets. It was about pushing out over the perimeter, but only while tending to our own. It was about maintaining supply lines, however much that slowed us up. Above all it was about pragmatism. Such were the wages of settling a parched continent on the far side of the Missouri River — America’s first adventure in nation-building in a hostile physical environment. And the further removed we become from the psychology of that original experience, the worse will be our encounter with the world beyond.

Indeed, our geography fiercely argues for a balance: be wary of nation-building, but remember the global responsibilities of a maritime nation. After all, it was only by conquering a great desert that we became a sea power — since without reaching the Pacific Coast we never could have built our 300-ship Navy. And it is that Navy, our primary strategic instrument given that nuclear weapons must never be used, that guards the great sea lines of communication along with access to hydrocarbons for our allies, thus allowing for a semblance of global order in the first place. America, precisely because of its geography, is fated to lead.

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