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Armando Durán / Laberintos: El enigma Trump y la Revolución cubana

 

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   El nuevo año comienza mal para el régimen cubano. Hasta Ricardo Cabrisas, todopoderoso ministro de Economía, números en mano, lo admitió el pasado 27 de diciembre en su informe anual a la Asamblea de Poder Popular de Cuba: a pesar de las reformas económicas puestas en marcha por Raúl Castro en los últimos años y a pesar incluso de haberse iniciado la impactante normalización de relaciones entre Estados Unidos y la isla, la economía cubana decreció en 2016 casi uno por ciento.

 

   El propio Raúl Castro se encargó de profundizar en esta desoladora noticia. La gravedad de la situación, confesó en su discurso de clausura del VIII Período de Sesiones de la actual legislatura de la Asamblea, obliga a su gobierno a posponer el pago de sus deudas con los proveedores del Estado. “Debo alertar”, añadió, “que en 2017 persistirán las tensiones financieras y retos, que podrían incluso recrudecerse en determinadas circunstancias.”

 

   Tres factores permiten presumir ahora que, en efecto, la situación económica de Cuba empeorará notablemente en los próximos meses. En primer lugar, es preciso destacar la persistente negativa del régimen a propiciar las reformas estructurales necesarias para dinamizar una economía aferrada tercamente a anacrónicas razones ideológicas. En 1991, con la desintegración de la Unión Soviética, parecía factible que Cuba intentara salvarse de aquel terremoto iniciando un proceso de normalización en sus relaciones con Estados Unidos, como comenzaron a hacer de inmediato los dirigentes de la nueva Rusia y de los países del llamado bloque socialista de Europa oriental. A todas luces, aislado de todos sus aliados, al gobierno cubano no le quedaba otro camino que entrar por ese angosto aro y favorecer una progresiva apertura económica y política a cambio de una también gradual eliminación de los rigores del bloqueo comercial y la enemistad de Estados Unidos.

 

   Lamentablemente, no lo hizo. Ni siquiera a la manera de China y Vietnam. El recelo y la desconfianza, sumados a la resistencia numantina de Fidel Castro a abandonar el poder así fuera poco a poco o renunciar a las metas políticas de su revolución, el temor de los jerarcas del gobierno y del Partido Comunista de Cuba a represalias judiciales y extrajudiciales, la ausencia de un sólido liderazgo anticastrista dentro y fuera de Cuba y la inflexibilidad del mando militar cubano, no permitieron que se emprendiera entonces un inevitable proceso de rectificaciones.

 

   En las conversaciones sobre este peliagudo tema que entre junio de 1991 y enero de 1992 Fidel Castro sostuvo conmigo en La Habana, con Carlos Andrés Pérez durante su visita más o menos clandestina a la isla venezolana de La Orchila el 6 de julio de 1991 y en sus reuniones con los presidentes Carlos Salinas de Gortari, César Gaviria y Pérez, el llamado Grupo de los 3 (México, Colombia y Venezuela), primero en Guadalajara en 1991 con la primera Cumbre Iberomericana como telón de fondo y un mes más tarde en la isla mexicana de Cozumel, Castro insistió en señalar que él comprendía perfectamente bien la nueva situación mundial después de la caída del Muro de Berlín. “Comprendemos que hay que hacer reformas”, decía. “Nosotros comenzamos a hacerlas en 1988, pero comprendemos que debemos ir más allá y estamos dispuestos a hacerlas. Pero tenemos que medir muy bien el momento de profundizarlas. Si lo hacemos ahora, cuando la revolución vive su peor momento, esto sería interpretado como un signo de debilidad y eso es algo que no podemos hacer. Nosotros tenemos derecho a enfrentar este desafío y demostrar nuestra capacidad de resistencia. Dentro de unos meses, cuando lo hayamos demostrado, estamos dispuestos a negociar con América Latina (no con Estados Unidos) y ponernos de acuerdo sobre medidas concretas. Estamos dispuestos a llegar hasta donde haya que llegar, pero en el momento oportuno, no ahora”.

 

   Lo cierto es que ese momento demoró más de veinte años en llegar, y cuando lo hizo, a partir de la sorprendente conversación telefónica de Barak Obama y Raúl Castro el 17 de diciembre de 2014, las decisiones, extremadamente tímidas, no han resultado suficientes. En todo caso, al iniciarse este año 2107, la razonable expectativa de que la normalización de las relaciones diplomáticas Washington-La Habana fuera el primer paso hacia una transición política y económica en Cuba han terminado por desvanecerse. El fin del embargo, la inversión masiva de recursos financieros a la isla y el aumento vertiginoso de las relaciones comerciales con Estados Unidos, clave de una nueva y próspera etapa de desarrollo en Cuba, no se han hecho realidad. Las cifras aportadas por el ministro Cabrisas y las palabras pronunciadas por el general Castro al terminar el año 2016, a pesar de su impostado tono optimista, no dejan lugar a la menor duda: hasta el día de hoy, para Cuba, el único resultado material de la normalización de relaciones con Estados Unidos ha sido un leve incremento en la actividad turística, que de ningún modo ha alcanzado los niveles esperados, como lo demuestra la importante reducción en el número de vuelos entre ambos países. Por otra parte, la insuficiencia de las reformas no ha permitido impulsar de manera significativa la producción de bienes y servicios en Cuba, la generación de empleos de calidad y el bienestar general de la población.

 

   El segundo factor a tomar en cuenta es la dramática disminución de la ayuda venezolana a la isla, incluyendo la muy importante asistencia en materia petrolera, más de 100 mil barriles diarios a pagar nunca jamás, y la recuperación de la fallida refinería de Cienfuegos, como resaca directa de la crisis sin precedentes que se ha abatido sobre Venezuela por las muy erradas decisiones políticas y económicas del gobierno de Nicolás Maduro. Según afirmó Raúl Castro para minimizar la culpa de su generoso benefactor venezolano en el despropósito que ha significado la destrucción sistemática del aparato productivo venezolano, una devastación de la que no se salva ni la otrora ejemplar industria petrolera, “la persistencia de las limitaciones financieras existentes por las dificultades que afrontan algunos de nuestros principales socios comerciales (en realidad uno solo, Venezuela) debido a la caída de los precios del petróleo y por el bloqueo comercial y financiero”, que como es harto sabido no existe en Venezuela para nada.

 

   Debilitada de tan grave manera la economía de Cuba, cada día más desprotegida por una Venezuela empobrecida, sin que la cordialidad personal de Obama se haya traducido en frutos materiales abundantes, esta realidad le impone al gobierno cubano la necesidad de modificar sustancialmente sus políticas económicas y sus acuerdos con el gobierno estadounidense. O entrar en un segundo y mucho más ominoso período especial.

 

   ¿Será eso posible en el futuro inmediato? Este es el tercer factor a tener en cuenta, precisamente cuando faltan muy pocos días para que Donald Trump se instale, al menos por cuatro años, en la Casa Blanca. Ahora bien, ¿cuál será el impacto real que tendrá en Cuba este cambio de mando en Estados Unidos? ¿A eso se refería Raúl Castro cuando en su discurso del 27 de diciembre advirtió que la situación económica de Cuba podría empeorar si se daban “determinadas circunstancias”? ¿Se refería al ascenso de Trump a la Presidencia de Estados Unidos? Desde su triunfo electoral, Trump ha venido moderando el tremendismo de sus mensajes de campaña. Nadie sabe, sin embargo, cuál será la exacta magnitud de esta presunta moderación. Habrá que esperar para comenzar a descifrar el enigma que sigue siendo su próxima gestión presidencial. De todos modos, está claro que su principal propósito para perseguir el objetivo de desmontar las políticas “liberales” que definieron la Presidencia de Barak Obama, sobre todo de su segundo período. Y que el rumbo que le imprimirá Trump a su política internacional, en el Medio Oriente, frente a Rusia y China, en relación con México y, por supuesto, ante la incompleta normalización de las relaciones de Estados Unidos con Cuba, así como su acción en materia doméstica, la atención médica iniciada por Obama y el tema de la migraciones, en el caso concreto de Estados Unidos, la migración procedente de México.

 

   La designación de un gabinete ejecutivo caracterizado por la dureza de sus ministros militares para el Pentágono y la Seguridad Interna, los generales James Mattis y John Kelly, respectivamente, del representante al Congreso por el estado de Kansas, Michael Flynn, como Asesor de Seguridad Nacional, y del ex miembro de las tropas especiales de la Marina, Michael Pompeo, como director de la CIA, indican un claro cambio en el tono que impregnará de intransigencia las acciones militares y de inteligencia del nuevo gobierno. Por otra parte, las declaraciones del presidente-electo Trump sobre China, y el haber escogido como secretario de Estado a Rex Tillerson, Gerente General de Exxon Mobile, estrechamente vinculado a Vladimir Putin y a la industria petrolera rusa, hacen suponer que desde la Casa Blanca se buscará a partir de ahora una alianza muy especial con Moscú, entre otras cosas, para frenar la expansión económica de China más allá del sudeste asiático. Por último, su decisión de ordenarle a todos los embajadores de Estados Unidos nombrados por Obama renunciar a sus puestos a más tardar el 20 de enero, es prueba de que en materia de política internacional Trump aspira a hacer borrón y cuenta nueva.

 

   Los primeros efectos de este tsunami político ya han comenzado a sentirse, y de qué manera, en México, donde la primera víctima ha sido la paridad del peso con el dólar, que ha caído estos días al mínimo histórico de 22 pesos por billete verde. Dentro de muy poco le llegará su turno a Cuba. Y en el mismo lote, quizá, a Venezuela, donde el pasado lunes la mayoría opositora en la Asamblea Nacional declaró la ausencia absoluta del presidente Maduro, quien de acuerdo con la Constitución habría perdido desde ese instante su condición de presidente de Venezuela. Se trata, por supuesto, de una condena política que Maduro no respetará, pero que sin duda servirá de argumento para sostener una eventual política anti-Maduro del nuevo presidente estadounidense. Como quiera que sea, de lo que salga del trance de despejar el enigma Trump dependerá en buena medida el desarrollo a muy corto plazo del caso Cuba y del no menos complejo caso venezolano. Lo que sí parece evidente es que tanto en La Habana como en Caracas se observa con mucha atención y no menos inquietud el curso de un gobierno al parecer resuelto a marcarle a Estados Unidos y al mundo una era nueva, sin la menor duda diferente por completo y particularmente perturbadora.

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