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Congreso de Podemos: la segunda victoria de Rajoy

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La canonización de Iglesias radicaliza a Podemos y beneficia al líder del PP en el juego del antagonismo inofensivo.

No contento Rajoy con haber ganado el congreso del PP con una adhesión norcoreana, también ha ganado el congreso de Podemos. Nada le conviene más al presidente del Gobierno que la proclamación de Iglesias como líder supremo. Porque consolida el fuego cruzado PSOE en el mito de la pinza. Y porque es un antagonismo inofensivo en ambas direcciones. Rajoy quiere gobernar e Iglesias quiere liderar la oposición.

Semejante conveniencia acaso representa la mayor paradoja del fervor pablista que se ha vivido en Vistalegre. La suya es una victoria rotunda. Y recibida con entusiasmo hooliganista en el ruedo de Carabanchel. No sabemos qué hubieran decidido los votantes de Podemos —cinco millones— en una finalísima abierta, pero el escrutinio militante favorece la opción militante. Incluso otorga la razón a Iglesias en su estrategia maximalista-victimista-sentimentalista: o todo el poder o me marcho a casa.

Ha funcionado la coacción. No hasta el punto de esconder la fractura del errejonismola lista de Íñigo un tercio del consejo ciudadano—, pero sí con todos los argumentos de represalia para totemizar el piolet y desencadenar la purga. No quiso mencionarla Iglesias en el trance de la levitación nazarena. Ni podía hacerlo: el graderío reclamaba la unidad como remedio terapéutico a la pelea de gallos.

Hubiera sido una torpeza exhibir la cabeza de Errejón a semejanza sacrificial de la Medusa, pero la condescendencia piadosa de estas primeras horas en nada contradice las medidas ejemplares del Directorio. Lo sabían los errejonistas desde que trascendieron los resultados por una filtración. Y lo percibieron más todavía cuando Iglesias compareció en el escenario impecablemente encorbatado.

El abrazo de cortesía a Errejón precipitó el histerismo de los militantes. Interpretaban la escena como una hermosa reconciliación. Iglesias extiende una mano. El problema es la otra. Y hasta qué punto es verosímil el eslogan de la «Unidad y humildad» que Iglesias convirtió en anáfora mecánica de la gran homilía dominical. Humildad e Iglesias son conceptos antitéticos. Unidad y Podemos, exactamente lo mismo, sobre todo después del trauma cainita que ha supuesto el Congreso.

Requiere un enorme esfuerzo de ingenuidad imaginar la reconciliación. No ya por los desencuentros personales, sino por la incompatibilidad de los modelos políticos. La victoria de Iglesias radicaliza el discurso de Podemos. Se arriesga a perder peso en caladero izquierdista, pero conecta con las bases. De otro modo no se hubiera aclamado y canonizado en Vistalegre a los apóstoles de la subversión. Diego Cañamero se pavoneaba como un héroe proletario. A Bódalo se le evocaba como un epígono de Miguel Hernández. Monedero exigía la idolatría en los pasillos. Y Miguel Urbán, condotiero de los «anticapis», acaparó los mayores decibelios, superando con creces cualquiera de las intervenciones de Pablo Iglesias. Y no puede decirse que escasearan.

El líder de Podemos se sucede a sí mismo al frente de Podemos. El problema es que Iglesias es la virtud y el límite del movimiento. Todavía se necesitan en el esquema paterno-filial y en los rescoldos del mesianismo, pero tanto se refuerza su liderazgo agresivo, tanto se desvanecen sus posibilidades de llegar a la Moncloa.

La restauración del modelo feroz conforta a Iglesias en la devoción de la militancia y demuestra que el espíritu de Izquierda Unida se ha apoderado de las esencias, pero representa un enorme límite electoral. El límite que aspiraba a rebasar Errejón normalizando la vida institucional y convenciendo a los suyos de que el futuro de Podemos, de haberlo, está a la derecha de Podemos. E insistiendo en que la idea de cultivar temerariamente el fantasma del «estado fallido» no lograba otra cosa que hacer de Rajoy el patrón nacional de los pensionistas y el rompeolas a la incertidumbre. Larga vida a Mariano.

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