Cultura y Artes

La democracia tribal

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La libertad es al partidismo lo que el aire es al fuego. La frase es de James Madison, uno de los redactores de la Constitución de Estados Unidos y el cuarto presidente del país. Él y otros padres fundadores temían que la nación que estaban formando se consumiera en la división. En mayor o menor medida, el diseño institucional americano marcó la pauta de todas las democracias que le han sucedido. Por tanto, los miedos de sus arquitectos deben ser también los nuestros, los de todos. ¿Puede el faccionalismo poner en riesgo la expansión democrática? ¿Son los movimientos sísmicos que están teniendo lugar a un lado y otro del Atlántico un indicador de la crisis sistémica? Y, de ser así, ¿cómo se puede resolver?

En su Democracy for realists, Chris Achen y Larry Bartels elaboran los fundamentos de la crítica y extienden una dura mirada sobre el modelo actual. Votar no es, dicen, una expresión de preferencias ideológicas ni de intereses claramente predeterminados por el elector antes de ir a las urnas. Tampoco consiste en una evaluación precisa de la tarea realizada por los gobernantes. En esencia, los autores argumentan que el proceso de formación de opiniones, tanto en prospectiva (qué queremos que sea de nuestro país) como en retrospectiva (cómo nos parece que ha funcionado hasta ahora), no es tan limpio como requieren sus visiones más idealizadas. ¿Qué mueve, entonces, a los votantes? Según Achen y Bartels, es la pertenencia a un grupo, la definición de límites entre quienes están dentro y quienes quedan fuera. Una búsqueda conjunta de identidad, cuya suprema expresión sería, por supuesto, el partidismo.

En este mundo, los votantes combinarían tres fuentes para conformar sus posiciones sobre un tema determinado: su acervo de conocimientos previos (incluyendo prejuicios y mitos), la interpretación que del mismo les ofrece su grupo de referencia (religión, etnia, partido) y los hechos y datos específicos que puedan recoger sobre el asunto en cuestión. Adquirir información sobre cuestiones políticas complejas consume tiempo y esfuerzo, así que la posición del grupo adquiere un peso particularmente importante. Sería fácil pensar que son los individuos menos informados, preparados o educados quienes se comportan de manera más gregaria. Pero también erróneo: al fin y al cabo, si observamos nuestro alrededor con gafas partidistas, cuanto más las utilicemos, mayor será nuestro sesgo. Nótese el poder que ofrece esto a los dirigentes políticos capaces de subrayar qué importa, qué no, por qué importa y cómo debería ser solucionado; influyendo incluso, o sobre todo, entre las clases medias y acomodadas particularmente interesadas en política.

Ante esto, no son pocos los que sienten la tentación elitista, derivando cada vez más capacidad de decisión a agentes que no deban someterse a dictado público alguno. Hasta llegar al extremo: en su intencionadamente polémico Against Democracy, el filósofo Jason Brennan argumenta que, si la democracia no es capaz de producir los mejores resultados ni de representar fielmente las visiones y los intereses de los votantes, ¿no sería razonable considerar su sustitución por un régimen alternativo que sí lo haga? Como por ejemplo, sugiere, la epistocracia: el gobierno de los más sabios.

Pero otorgar el poder a una sola porción de la sociedad no puede asegurar una mejora en la distribución de los recursos disponibles por una simple razón: si la nueva élite tecnócrata no tiene incentivos a cooperar, ¿por qué iba a hacerlo? La magia de las elecciones es precisamente la existencia de una alternativa encarnada por una oposición creíble. Su desaparición acabaría dando la razón a quienes se sitúan justo en el otro extremo de las alternativas ante la crisis de la democracia: la opción populista (palabra empleada aquí en su acepción estratégica) proviene de una aceptación completa de la idea de que la política solo puede basarse en la definición de identidades colectivas. La herramienta fundamental del populismo, tal y como la definen sus propios teóricos, es la construcción de un grupo lo suficientemente amplio, difuso e incluyente como para convertirlo en una mayoría incontestable. Pretende así luchar contra el establishment y resucitar una democracia supuestamente secuestrada. Pero la liberación democrática no es tal, pues el resultado paradójico de construir una nueva super-mayoría entroniza a líderes con una enorme capacidad de mantener entre sus acólitos una determinada visión de la realidad, hasta el punto de que es necesario un shock de considerables proporciones para dividir al grupo preestablecido y garantizar que la alternativa tenga opciones en el gobierno.

Si tanto la opción elitista como la populista nos dejan con el mismo riesgo autocrático, ¿qué queda para cimentar la evolución de la democracia? Quizá modestia sea buen punto de partida: debemos asumir (y difundir) la idea de que el sistema democrático no aspira a evitar todos los males, ni a resolver todos los problemas sin coste alguno, sino que supone sencillamente un mecanismo incruento para la resolución de conflictos inherentes a la vida en sociedad. Es, además, una herramienta cuyo límite somos nosotros mismos y nuestra capacidad para enlazar nuestros intereses con la acción política más adecuada para conseguirlos.

Ahí reside, pues, el margen de mejora. No en voces de líderes salvadores, ni en complejas reformas. Una vez ubicados en el realismo y aceptada la relevancia de la filiación grupal, la mejor palanca para la mejora de la democracia es la multiplicación de los centros de poder, presión, formación de identidades y altavoces. En España, por ejemplo, no está claro si los nuevos partidos han producido un debate público más rico y matizado. Y, sobre todo, no parece que haya dado una voz a los sin voz: por ahora la tasa de abstención no se ha modificado, y los votantes que se han movido a las nuevas formaciones pertenecen en su mayoría a segmentos que ya eran activos previamente, por su extracción socioeconómica. Los perdedores del sistema actual, si es que los hay, no se han beneficiado por el momento

En la medida de lo posible, los votantes no deberíamos delegar toda la responsabilidad de formarnos un criterio propio en manos ajenas. Se trata de ser conscientes de nuestra posición en la sociedad. De entender nuestras identidades y las de quienes están a nuestro alrededor, sobre todo las de aquellos que siguen excluidos del proceso de formación de intereses definidos, desde un punto de vista multifacético. De comprender que la priorización de ciertos aspectos y la filiación grupal es inevitable para conseguir formar coaliciones que hagan la acción política efectiva; pero al mismo tiempo nos pone en un rumbo tribal, que, si no se mide, dificulta el paseo equilibrista que ejecutamos cada día sobre el conflicto.

Jorge Galindo es sociólogo y candidato doctoral en el departamento de Sociología de la Universidad de Ginebra.

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