Ibsen Martínez: Cálculo de la belleza femenina
Un día madrileño, a comienzos del siglo pasado, José Ortega y Gasset subió a un tranvía.
Don José iba atento al vislumbre de ojos, redondeces y tobillos femeninos que subían y bajaban del vagón. El trayecto brindó la visión de damas de distintas edades y diversos tipos de belleza. Pocas cuadras más tarde llevaba ya en mente el artículo cuyo título usurpa el que hoy publico.
En él, Ortega preguntaba cuál podrá ser la secreta ley que rige el modo «insolentemente táctil» (la expresión es suya) con que el varón de estirpe hispana mira a las mujeres por la calle. Concluyó que esa mirada, siempre dispuesta a acordarle superlativos atributos, zanjadores de toda discusión, a la belleza de la mujer con quien precisamente se cruza en este mismísimo instante, no busca otra cosa que la platónica belleza de la que emanan todas las bellezas.
En el fondo, dice Ortega, los mirones anhelamos topar un día en la calle con la mujer cuya belleza nos haga exclamar, en el fuero más íntimo: «¡Ah, es ésta!». Desde luego, nunca damos con ese arquetipo y de allí que no dejemos de mirar y mirar, por ver si alguna vez damos con él. Ortega hizo crecer aquel suelto hasta convertirlo en un brillante ensayo que recomiendo al distinguido público presente. Se titula Meditación de la criolla y es, entre otras cosas, un elogio de la belleza caribeña de habla hispana.
Obviaré glosarlo porque lo que a estas notas interesa es el afamado concurso Miss Venezuela —aún hoy es uno de nuestros principales rubros de exportación— y el modo como ha logrado ahogar esa transeúnte emoción que alguna vez fue el cálculo de la belleza femenina para los venezolanos de pasadas generaciones.
De aquel provinciano torneo floral entre divinas y dispares imperfecciones, intocadas por el bisturí y la silicona, que fue el certamen en sus orígenes, allá por los años cincuenta, la Organización Miss Venezuela se ha convertido en un laboratorio de mercadeo que recuerda la fábrica de clones de Los niños del Brasil, el best seller de Ira Levin. El doctor Mengele de ese campo de exterminio de la singularidad es el señor Osmel Sousa. No será incorrección política decir que basta verlo gesticular para saber que al señor Sousa no le interesan las damas. Al menos, no a la manera de Ortega y Gasset en su tranvía.
Mucha gente ha recusado ya el «patrón de belleza Sousa», tan imbuido de racismo y de obcecada aspiración a la simetría bilateral que su ortodoncia y bisturíes han logrado el prodigio de que la ganadora del Miss Venezuela de cualquier año sea indistinguible de la del año anterior. Hasta el gesto y el lagrimón de incrédula sorpresa de la finalista elegida parece fruto de horas de ensayo ante el espejo de una línea de producción de muñecas Mattel Toys.
La plural singularidad —valga el oxímoron— con que todos los días salen a la calle las venezolanas, en todos sus matices raciales —me niego a escribir «étnico»—, las narigudas tanto como las ñatas, las de inverosímil trasero como las «culiplanchis», las pobres y las no tan ricas, cada una con personal acierto vestimentario y grácil «tumbao» al caminar, todas plantando cara diariamente a la discordia, al hambre, a la mortalidad infantil, a la violencia criminal que es la barbarie «bolivariana», desmiente al señor Sousa, zalamero figurón del régimen, quien hace poco ha declarado paladinamente que la inteligencia femenina es una tara.
Dios guarde a las venezolanas que cada día suben al tranvía de Don José, que es también mi tranvía.