Trump rediseñó el mapa para ganar elecciones. Ahora está perdido
Pensando en el presidente de Trump como Il Presidente o sua Eccellenza
SI DONALD TRUMP fuera un político europeo, sería muy fácil ver las fallas estructurales que ponen en peligro su presidencia. Si el presidente Trump fuera sua Eccellenza, su gran reto sería la falta de correspondencia entre la coalición electoral que (por poco) lo llevó a la victoria y la colección de partidos que necesita para aprobar leyes. No es difícil imaginar las facciones que podrían elegir a Signor Trump en un país con decenas, en lugar de dos, partidos políticos. A la derecha, sus más ardientes votantes podrían provenir de un Partido de Ley y Orden, un partido de la Pequeña Empresa, y un partido Nacionalista Cristiano (con feroces puntos de vista sobre la inmigración musulmana). Rediseñando el mapa electoral, también podría atraer los votos de partidos de izquierda hostiles a la globalización y felices con fuertes dosis de intervención estatal: un sindicato de jubilados, tal vez, y una Liga Agraria e Industrial.
Por desgracia para Il Presidente Trump, en este experimento mental una coalición de grupos solapados, pero sutilmente diferentes, ganó las últimas elecciones del Congreso: una mayoría “republicana” dominada por un partido Conservador pro-Empresarial, un partido Nacional (dirigido por halcones en materia de defensa), un partido de Valores Cristianos, y una Liga de Contribuyentes que desean reducir el tamaño del gobierno. Los miembros de esa mayoría en el Congreso al mismo tiempo que apoyan al presidente desconfían de él. También son muy capaces de votar contra sus propuestas, entre otras cosas porque cada facción tenía un candidato de su preferencia.
En el mundo real de Washington, DC, en la primavera de 2017, algunos asistentes de Trump describen las tensiones entre su jefe y los republicanos del Congreso en términos sorprendentemente similares. “El Partido Republicano piensa que ganó la elección con Donald Trump. No, Donald Trump ganó la elección a pesar del Partido Republicano “, según un funcionario de la Casa Blanca. El 24 de marzo el Presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, tuvo que abandonar un proyecto de ley que iniciaba la derogación de la ley de salud llamada Obamacare, después de que su mayoría republicana se dividiera en tres pedazos. Para el mismo funcionario de la Casa Blanca, tal desastre arroja luz muy útil de que queda por hacer para borrar el “déficit democrático” que sienten los seguidores de Trump, mientras se preguntan por qué Washington no parece prestar atención a sus deseos.
El sistema bipartidista estadounidense ha ocultado por mucho tiempo divisiones regionales y políticas existentes. Los admiradores de Trump van más allá. Ellos argumentan que el presidente ha rediseñado el mapa partidario de América, convocando una nueva coalición populista que a incluye millones de antiguos votantes demócratas, sobre todo ciudadanos blancos de clase trabajadora de ciudades y condados ubicados en regiones tradicionales, que han sido “olvidados”. El mapa político que elige a los miembros del Congreso ha cambiado, añaden.
Tales admiradores Trump no carecen de razón. Están en lo correcto al afirmar que 2016 fue un año en el que viejas coaliciones electorales se derrumbaron, y que hicieron su aparición unas potencialmente nuevas. También tienen razón en que las dos principales instituciones partidistas lucen agotadas y lejanas. Si los miembros del Congreso estuviesen dispuestos a aprender las reglas de las coaliciones políticas, un optimista podría ver oportunidades para políticos creativos que generasen nuevas alianzas y resolvieran algunos rompecabezas políticos insolubles.
La regla número uno de una coalición política es que ningún sector consigue todo lo que quiere – el éxito requiere comprender las ventajas y desventajas que se encuentran en el corazón de cada disputa difícil, y tratar de que cada sector consiga una victoria -. El Congreso de hoy, bajo control republicano unificado, ve la política de forma diferente. La lección de la debacle de la ley de salud es que muchos miembros del Congreso y del Partido Republicano todavía están jugando un juego político suma-cero, donde el ganador se lleva todo. Paul Ryan afirma que la culpa del fracaso en derogar y reemplazar Obamacare a los “dolores de crecimiento” del primer gobierno republicano unificado en diez años, y en particular al grupo de extrema derecha «House Freedom Caucus«, con unos 30 miembros que permanecen todavía en el modo “partido-de-oposición«. Es cierto que tales parlamentarios son absolutistas, pero Ryan está minimizando la magnitud de la crisis que enfrenta su partido.
Las políticas de atención a la salud dividen a los estadounidenses. Exponen amplias brechas entre los que favorecen una mayor redistribución, y los que prefieren menos. Separan a los que piensan que los adultos deben tener la libertad de elegir seguros espléndidos, escasos o incluso ningún seguro, de los que piensan que la atención médica es un derecho que el gobierno debe garantizar. Trump ha pasado meses diciendo a los votantes que este tipo de problemas difíciles son fáciles de resolver y que las compensaciones pueden ser evitadas. En el caso de Obamacare prometió reemplazarla con algo “fantástico” que costaría menos y ofrecería un “seguro para todo el mundo”.
El populismo choca con la realidad
El proyecto escrito por Ryan y refrendado por Trump no cubría a todo el mundo. Creó ganadores (los ricos, los jóvenes y sanos) y un montón de perdedores (personas mayores, enfermos, y la mayoría de los 24 millones adicionales que, según se estima, estarían sin seguro en 2026). Demócratas y republicanos moderados de los distritos electorales no seguros, lo consideraron sorprendentemente poco generoso, mientras que los conservadores de línea dura lo denunciaron como otra dádiva gubernamental. En lugar de hacerlo más atractivo, Trump y los líderes republicanos lo radicalizaron más, para atraer a los parlamentarios de línea dura, eliminando normas que disponían que las necesidades básicas deben quedar cubiertas, tales como la hospitalización o los cuidados preventivos, incluyendo la vacunación y la detección del cáncer. Cuando las facciones se mantuvieron en sus posturas críticas, Ryan y Trump retiraron el proyecto de ley.
Los partidarios de Trump no pueden regodearse. Cuando se le pidió que honrara sus promesas en el tema de la salud, el presidente no tuvo la paciencia para estudiar su propio plan y negociar. En su lugar, los informes indican que les preguntaba a sus asistentes: “¿Es realmente un buen proyecto de ley?” , incluso cuando exigía una votación «todo-o-nada» en la Cámara. Cuando esto último falló, Trump culpó a la extrema derecha, mientras que hizo la predicción de que Obamacare pronto “estallará”, y que ello obligará a los demócratas a ayudar a crear una nueva ley.
El siguiente punto en la agenda de Trump, la reforma impositiva, es igual de controversial. Una vez más el presidente se jacta de que logrará unos recortes de impuestos “realmente fantásticos” que dejarán felices a todos los sectores, incluso en momentos en que los diversos grupos de interés se reúnen para demostrar que está equivocado. Con un mejor hombre en la Casa Blanca y una gran cantidad de suerte podría ser un momento notable, en el que nuevas coaliciones se forman, y se superan los atolladeros políticos. Ese momento se está desperdiciando.
Traducción: Marcos Villasmil
NOTA ORIGINAL:
The Economist
Donald Trump redrew the map to win office. He’s now lost
Lexington
IF DONALD TRUMP were a European politician, the structural flaws that threaten his presidency would be easy to see. If President Trump were sua Eccellenza, his great challenge would be the mismatch between the electoral coalition that (narrowly) carried him to victory and the collection of parties that he needs in order to pass laws. It is not hard to imagine the factions that might elect a Signor Trump in a country with dozens, rather than two, major political parties. On the right, his most ardent voters might come from a Law and Order Party, a Small Business Party, and a Christian Nationalist Party (with notably fierce views on Muslim immigration). Redrawing the electoral map, he might also attract votes from left-leaning parties hostile to globalisation and happy with hefty doses of state intervention: a Pensioner’s Union, perhaps, and an Agrarian and Industrial League.
Alas for il Presidente Trump, in this thought-experiment an overlapping but subtly different coalition won the most recent congressional elections: a “Republican” majority dominated by a pro-business Conservative Party, a National Party (led by defence hawks), a Christian Values Party and a shrink-the-government Taxpayers’ League. The members of that congressional majority are both supportive of the president and wary of him. They are also quite capable of voting down his proposals—not least because each faction had a presidential candidate it preferred.
In the real world of Washington, DC, in the spring of 2017, some Trump aides describe tensions between their boss and congressional Republicans in strikingly similar terms. “The Republican Party thinks they won the election with Donald Trump. No, Donald Trump won the election despite the Republican Party,” says a White House official. On March 24th the Speaker of the House of Representatives, Paul Ryan, had to abandon a bill that began the repeal of the Obamacare health law, after his Republican majority split three ways. To the same White House official, that debacle sheds useful light on how much remains to be done to erase the “democracy deficit” felt by Trump supporters, as they wonder why Washington seems heedless to their wishes.
America’s two-party system has long concealed regional and political divisions. Trump admirers go further. They argue that the president has redrawn the partisan map of America, summoning into being a new populist coalition that includes millions of former Democratic voters, notably working-class whites from “forgotten” rustbelt towns and counties. The political map that elects members of Congress has not kept up, they add.
Such Trump admirers have a point. They are correct that 2016 was a year in which old electoral coalitions crumbled and potential new ones came into view. They are also right that the two main party establishments feel tired and out of touch. If members of Congress were willing to learn the rules of coalition politics, an optimist might see opportunities for creative politicians to create fresh alliances and solve some intractable policy puzzles.
Rule One of coalition politics is that no faction gets everything it wants—success requires understanding the trade-offs that lie at the heart of every hard dispute, and trying to give each faction a win. Today’s Congress, under unified Republican control, sees politics differently. The lesson of the health bill debacle is that too many members of Congress and of the Republican Party are still playing winner-takes-all politics. Mr Ryan blames the failure of the House bill to repeal and replace Obamacare on the “growing pains” of the first unified Republican government in ten years, and in particular the hard-right House Freedom Caucus of about 30 members who remained in “opposition-party mode”. True, the Freedom Caucus are absolutists, but Mr Ryan is downplaying the scale of the crisis that his party faces.
The politics of health care divide Americans. They expose gulfs between those who favour more redistribution or less. They split those who think adults should be free to choose lavish, skimpy or no insurance, from those who think that medical care is a right which government should guarantee. Mr Trump has spent months telling voters that such hard problems are easy to solve and that trade-offs can be avoided. In the case of Obamacare he promised to replace it with something “terrific” that would cost less and offer “insurance for everybody”.
Populism collides with reality
The plan written by Mr Ryan and endorsed by Mr Trump did not cover everybody. It created winners (the rich, the young and healthy) and a lot of losers (older, sicker folk, and most of the additional 24m people who, it is estimated, would be uninsured by 2026). Democrats and moderate Republicans from swing districts called it shockingly ungenerous, while hardline conservatives denounced it as another government handout. Rather than broaden its appeal, Mr Trump and Republican leaders made the bill more extreme to woo hardliners, stripping away rules stating that policies must cover such basic needs as hospitalisation or preventive care, including vaccines and cancer screening. When factions remained dug in, Mr Ryan and Mr Trump pulled the bill.
Trump supporters cannot gloat. When called on to honour his health-care promises, the president lacked the patience to study his own plan and negotiate. Instead, reports have him asking aides: “Is this really a good bill?” even as he demanded a take-it-or-leave it vote in the House. When that failed, Mr Trump blamed the far right, while predicting that soon Obamacare “will explode”, forcing Democrats to help craft a replacement.
The next item on Mr Trump’s agenda, tax reform, is just as divisive. Again the president brags that he will pull off “really fantastic” tax cuts that leave all sides happy—even as special interests and factions gather to prove him wrong. With a better man in the White House and a lot of luck this could be a remarkable moment, in which new coalitions are formed and political logjams broken. That moment is being squandered.