Mibelis Acevedo: Sin arnés
De pronto, de la nada, como un amaestrado conejito saltando de una chistera explosiva, la idea de oponer “lo político” a la vía de la guerra sale a pasear por el encrespado bosque de la comunicación oficialista. La esgrimía Elías Jaua, quien en defensa de una súbita Constituyente aducía que hace falta “un mínimo de estabilidad política para poder ir a unas elecciones que no terminen en confrontación violenta y lucha fratricida” (como si tal conmoción fuese posible si se honrasen los pactos previos, la voluntad de la mayoría); Aristóbulo Istúriz, por su parte, argüía que no hay mejor camino para zanjar diferencias que el de la política… en fin. Expertos en el desvío retórico ocultando pujos nada candorosos, cada vez que el vistazo de la calle ciega previene al gobierno surge la añagaza con visos de legalidad, mal acomodada dentro del empaque que para el caso dispone el kronjurist de turno, el eventual artífice del tinglado jurídico del régimen.
A merced de esa última argucia, una Constituyente “comunal” que parece revivir la célebre movida de Lenin para implantar una forma de gobierno basada en la acción de comités populares o soviets -como los CLAP, congresos, UBCh, juntas comunales del chavismo, “la nueva forma de organización popular”, según Maduro- prestos a revocar el poder elegido (y asumir sus funciones ante un ocasional «desacato», como ya lo asomó Escarrá); en medio del reeditado afán por sacar el mayor jugo posible a la “situación de anormalidad” con la excusa de “evitar una guerra civil”, cabe recordar las premisas del arquitecto del estado de excepción permanente, ese que concibió la política como un campo de guerra y forjó las bases legales del nazismo; el Kronjurist por antonomasia, Carl Schmitt. Al asumir que lo político es “decisión” y que sólo la decisión hace posible conjurar el caos o impulsar un reinicio del estado de cosas, “instaurar un nuevo Estado y un nuevo orden”, Schmitt preconiza la numinosa ascendencia del caudillo, el ungido, la encarnación del soberano -el que decide- como regulador de lo político. No en balde algunos sostienen la tesis de que para el alemán, lo político equivale a la dictadura.
Extraña ironía: la obra de Schmitt -quien afirmaba que su visión de la soberanía popular delegada en un individuo tenía bases puramente democráticas- parecería inspirar también a estos autoritarismos de nuevo cuño, revoluciones apuntaladas en sus orígenes por los mecanismos de la democracia, legitimadas incluso en las urnas para luego hacerse coser encima un arnés ajustable de leyes que las blinde contra los intentos de “quebrantar del orden” por parte del enemigo. El líder, el Führer -decía- “defiende el derecho contra los peores abusos cuando en momento de peligro, en virtud de las atribuciones de supremo juez que le competen, crea directamente el Derecho». Pocas veces una afirmación resultó tan estremecedora. La interpretación de la representación de los ideales políticos populares, vista como fusión cuasi-divina de la sustancia del pueblo con la del gobernante, justificaría la toma unilateral, no-ortodoxa de decisiones en tiempos de crisis y cuando el “restablecimiento de la paz” así lo demandase. Hablamos de la negación del estado de Derecho en virtud de la intervención de una figura superior que dispone sobre la excepcionalidad (el momento político por excelencia, según Schmitt); alguien, además, con la prerrogativa de crearla y declararla.
El poder personalizado, la ley vuelta salvoconducto en la contingencia, la invalidación de la democracia parlamentaria, el marcaje del “enemigo”, disparador del estado de excepción: ¿no es ese un ideario que responde con rigor a las actuales jugadas del régimen? Aún con la mutilación evidente -la falta del líder mesiánico- el chavismo aspira a que la estructura del poder gravite ad eternum en torno a esa figura cuya palabra, cuyo «feroz discurso» aún resuella y se agita a través de sus depositarios. Igualmente, es ese miedo al enemigo lo que hoy ceba la necesidad de mantener vivo el caos, pues es el caos lo que brinda coartadas para la acción in extremis, “el nuevo proceso que garantizará la paz y consolidará la República”, Tibisay Lucena dixit. Así, lo irregular muta en adicción, la matraca del boicot en artilugio de supervivencia, la amenaza de lo anómalo en musa para la decisión, para la creación de nuevos raseros jurídicos ajustados a la lógica de la guerra. Lo apolítico, usurpando el rostro de lo político.
Pero el abismo crece, y no hay buen arnés que lo desafíe. Aun así, desbordado por la presión de calle, la falta de legitimidad y apoyos, el gobierno junta bríos para lanzarse a una escalada suicida, una Constituyente corporativa que prescinde del pueblo y la ley vigente, cuando sólo al pueblo debería corresponder su activación mediante referendo. Veremos si la chicuelina disfrazada de solución política en ultima ratio logra devolverles algo de la ventaja perdida; o si, como sospechamos, sumará como espasmo a la lista de intentos por retener el poder, a toda costa.
@Mibelis