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Álvaro Serrano: El color del vino

Puedo comenzar, por qué no, citando a Chesterton… “El dipsómano y el abstemio no solo están equivocados, sino que cometen ambos un mismo error: Considerar el vino como droga y no como bebida”.

La moral funciona como un mecanismo de sustitución a la hora de cualquier intento por discurrir asunto alguno. El problema surge cuando descubrimos que el moralista no conoce otro método de evaluación o confrontación; la suya es una actitud inamovible y por lo tanto se encuentra, el moralista, bloqueado para el discurso ético. La moral, pues, se constituye como un código corporativo de obediencia y no un método de comprensión y manejo de las relaciones humanas. Lo ético, ser; lo moral, deber ser. Enfrentar argumentaciones éticas a planteos morales  será siempre un esfuerzo vano. El doble discurso viene de la mecánica de sustitución. Cada valoración ética tiene su correspondiente moral. Cuando, por ejemplo, se señalan lacras sociales como la corrupción, la argumentación ética seguramente estará dirigida a la impunidad, respondiendo a la necesidad de  establecer separación entre actos y responsabilidades. La ética responsabiliza; la moral inculpa.

Me prometí escribir sobre la cuestión del vino porque suele estar presente en todos los cuadernos de conducta y, como casi siempre, está expuesta a manejo moral. Me temo, además, que el tema redunda en desconocimiento, hay enorme ignorancia en conceptos. Podría decir que aquí las verdades se trastocan como se oculta el color real del vino en su propia botella.

Llegué a España a los diecinueve años; no acostumbraba a beber, sin embargo me llamó la atención el vino y empecé a probarlo con las comidas, y me fue gustando, y fui escuchando a los buenos bebedores -por lo general, buenos comedores-, de manera que al año estaba completamente familiarizado con el vino en las comidas iniciando así una relación  placentera para el resto de la vida: Comer y beber, en ese orden.

Pero las autonomías tempranas también me llevaron a conocer los licores, las bebidas alcohólicas, aspecto que puede confundir las  relaciones, por distintas, como distinta puede ser una bicicleta de un automóvil, siendo estos dos, medios de transporte. He aquí el primer muro de incomprensión, mezclar, confundir una cosa con otra. Levantar una copa de vino a la luz y brindar es un gesto vital, no se invoca la muerte cuando se dice salud.

Pero, tanto el acceso al vino como a los licores implica responsabilidades -concepto reñido con los moralismos- y lo legalmente permitido se puede revertir hacia ti, el abuso del vino o de los licores te puede llevar por el camino de la adicción, pasión inédita, hábito dañino estimulado por el consumo y su difusión indiscriminada: los señuelos de la cultura machista (el vaso en la mano del protagonista), el gesto en cada sorbo, el gran embeleco del cine, la tele y todos los medios estimulatorios.

Aprendí, pues, a beber licores de igual manera y me metí en la botella con un agravante: una gran tolerancia al alcohol. Me bebí todos los dry martinis de James Bond sin haber cortejado una sola de sus libélulas seductoras. Fui devoto (¿lo sería hoy?) de la barra-confesionario y si a esto le añadimos el tributo permanente al hombre Marlboro -icono de cierta virilidad agreste, rey de la caja dura-, no pudo irme mejor: ser un hombre de mi tiempo.

El alcohol  fue haciendo lo suyo. Cierto es que a la altura de los cincuenta años empecé a recibir ocasionales insultos del espejo y yo, que había decretado en silencio persecución inmisericorde al héroe que había crecido demasiado dentro de mí, opté por el gin and tonic y a morirme, pero poquito, poquito porque en el lance autodestructivo siempre hubo papel y lápiz, y claro, piano y solfa para mis canciones. Y fui matando con gran esfuerzo una de mis dos mitades, la del hombre de negocios que se había apoderado de mi sique, y en  plena batalla el cuerpo me fue pasando las facturas pendientes, una por una.

Y a todas estas, el vino en la lista de espera.

Para dejar de huir y poder ir tras de mí al encuentro del niño músico, entre otros, apelé a las trampas de la memoria, escribí, y cuando fue menester, compuse.

Postración. Pero tras el incendio, una tarde de pensamientos me di cuenta de que había aprendido a caminar de nuevo -no es metáfora- y me pareció bueno. Y llevaba un par de años sin la caja dura y me pareció bien. Y pude ver con claridad la necesidad de abandonar el licor duro que aún bebía ocasionalmente. Lo empecé a marginar y cuando percibí que había llegado al kilómetro cero comencé a aceptar mis fragilidades, entendí que las renuncias no se parecían a mí, que no podía negar mi pasado por tratar de vivir un presente ajeno justamente cuando el cúmulo de vivencias me mostraba un zaguán iluminado por dónde meterme. Y eso hice. Frente al riesgo de la adicción opté por huir hacia adelante, negocié y me quedé con el vino,  lo puse en la mesa y aunque no siempre es así, trato de que no falte, y bebo estando solo si me apetece, no me disgusta el bebesolismo, tal vez porque no me disgusta la soledad.  Por último, y solo por añadidura, no conozco mejor digestivo ni más efectivo estimulante que el vino.

Hasta el día de hoy no me he topado a nadie que me explique que el gusto por un buen vino tinto me hace daño. La moralina suele ser represiva. En cambio los refrescos embotellados sí que son dañinos: adicción familiar, trampa empalagosa para niños y rémora presupuestaria para los más pobres, y nadie habla de ello. O casi nadie.

Álvaro Serrano Calderón (Bucaramanga, 17 de abril de 1947) es un músico, compositor, arreglista y productor colombiano. Como músico, compositor y arreglista formó parte de los Be Bops, la orquesta de Gianni Ales, Los Bravos, Carl Douglas, Lecuona Cuban Boys, Los Pekenikes, y trompetista de Miguel Ríos; como productor ha trabajado con grandes artistas como Willie Colón, Oscar D’León, Franco de Vita, Carlos Varela, Ilan Chester, Yordano, Daiquirí, y Medio Evo entre otros.

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