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Diego Aristizábal: «Discrepancias eróticas»

Esta semana estuve en un programa de radio. Uno de los locutores estaba feliz leyendo al aire fragmentos de “Cincuenta sombras de Grey”, porque ese había sido justamente el último libro leído por su compañera de mesa. Las lecturas, más que eróticas, eran graciosas, la verdad, bastante inocentes y malas. De nuevo pensé por qué ese libro llegó a tanto sabiendo que si hablamos de literatura erótica se han escrito cosas más intensas, más profundas en todo el sentido de la palabra, que, sin mucha dificultad, hacen que la respiración de un lector silencioso se inquiete. La literatura tiene magníficas páginas que harían sonrojar al inocente señor Grey. Con la venia del marqués de Sade, perverso entre los perversos, miremos algunas de las voluptuosas y excitantes páginas que se han escrito y que en cualquier momento están dispuestas a abrirse para mojar sin remilgo la imaginación de un lector.

Empecemos por “Las mil y una noches”. Ya sé, todos han oído hablar de estas historias árabes, no sé cuántos hayan entrado en la profundidad de los relatos de reyes traicionados, de una mujer que no se avergüenza de tener 570 amantes y quiere más para desquitarse del insensible genio que la posee. En este libro abundan las descripciones hermosas y sugestivas, aquí apenas una: “Entonces la joven se quitó una tras una sus ropas, y por último su pantalón de seda inmaculada. Y debajo de él, como moldeados en mármol, aparecieron los muslos en toda su gloria, y sobre ellos un montecillo suave y esplendoroso, como de leche y cristal, redondeado y cultivado, un vientre aromático con sonrosados hoyuelos, que exhalaban una delicadeza de almizcle, como vergel de anémonas, y un pecho con dos granadas gemelas, soberbiamente hinchadas, coronándolas deliciosos pezones”.

Podríamos regocijarnos en más descripciones de este libro infinito, pero sigamos, bebamos de un libro más reciente: el “Decamerón”. Aquí la picardía y la inocencia nos llevan por el descubrimiento y el encanto de la sexualidad de frailes, monjas, campesinas y un montón de personajes que son evocados por un grupo de jóvenes que huyen de la peste. Gracias a Dioneo, las narraciones empiezan a producir placer. El deleite de lo erótico recae, entre otros, sobre monjes que tratan de justificar sus acciones repitiendo que ellos “deben dar a las mujeres tanta preminencia como a los ayunos y vigilias”.

¡Ay la humanidad!, ¿quién está libre de sentir placer? Hasta el rey Salomón, en ese libro precioso, “Cantar de los cantares”, supo decir con palabras lo que sus ojos enamorados vieron: “¡Qué bella eres, qué encantadora, oh amor, en tus delicias! Tu talle semeja a la palmera, tus pechos a sus racimos. Me digo: ‘Voy a subir a la palmera, tomaré sus racimos. ¡Séanme tus pechos como racimos de uvas, y tu aliento como perfume de manzanas! Tu boca como vino exquisito que fluye suavemente hacia mi amor, deslizándose entre los labios que se adormecen’”.

El espacio para hablar de literatura erótica nunca es suficiente, y va mucho más allá de esos tres tomitos de Grey que, la verdad, son el ejemplo de un mal polvo literario.

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