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Kennedy, los mitos del presidente espectáculo

Kennedy ha tenido la desgracia de que la posteridad piense más en su faceta de socialité que en la de estadista. Alrededor de su figura se han tejido toda clase de mitos más o menos descabellados, de forma que un subsector de la industria editorial se ha especializado en lanzar revelaciones escandalosas sobre su vida. Con fuentes tendenciosas como el actor Peter Lawford, resentido con la que fue su familia política y hundido por una vida de excesos.

Nadie duda de que JFK no hubiera sido el mismo sin su numerosa familia de procedencia irlandesa. Su padre, Joseph F.Kennedy, fue el hombre que hizo posible todo lo que fueron sus descendientes, gracias en parte a su descomunal fortuna. Es obvio que no fue demasiado dado a los escrúpulos morales, pero no existen pruebas de su hipotético vínculo con el crimen organizado. Se ha dicho también que fue un patriarca tiránico, pero… ¡No podemos tomar al pie de la letra ciertas quejas de adolescentes! Lo cierto es que sus hijos lo adoraban. Eso queda patente en las memorias de Ted y, más recientemente, en «Nine of Us» (HarperCollins), la autobiografía de Jean, la última superviviente de los nueve hermanos. Joe aparece aquí como un maestro a la hora de motivar a los suyos.

JFK no hubiera sido el mismo si no hubiera crecido en un ambiente de competitividad. Había que ser el mejor, sin conformarse con el segundo puesto. Los biógrafos tienden a exagerar su rivalidad con el primogénito, Joseph Jr., por más que existiera un cierto antagonismo real. Tras la muerte del heredero en una temeraria acción durante la Segunda Guerra Mundial, se ha supuesto que el futuro presidente ocupó el lugar que le estaba destinado en el mundo de la política. En realidad, nadie podía obligarle a hacer lo que no quería hacer. Si se dedicó al servicio público y no al periodismo, fue porque prefería un oficio donde podía hacer las cosas a otro en el que se limitaría a contarlas.

Autoría conjunta

Otro punto polémico de su biografía es el relativo a «Perfiles de coraje», el ensayo histórico con el que ganó el Premio Pulitzer. Sus admiradores defienden su plena autoría mientras sus detractores conceden el mérito básicamente a su escritor de discursos, Theodore Sorensen, que llegó a alardear en privado de que él había hecho el trabajo. Pero, seguramente, la verdad está en un punto medio. Kennedy coordinó un equipo de colaboradores donde también se encontraba el historiador Arthur Schlesinger.

Se ha pretendido que fue la mafia la que hizo posible su acceso a la presidencia. El hampa de Chicago, en realidad, no tenía tanto poder. Ni era lógico que movilizara a los sindicatos a favor de Kennedy cuando esas organizaciones estaban resentidas con él por su persecución implacable contra Jimmy Hoffa. Además, fueron los republicanos los que ganaron el territorio que controlaban los delincuentes.

Por otra parte, se asegura como verdad de fe que la victoria de JFK sobre Nixon se debió a su maestría en el uso de la televisión. Esta teoría parece verse avalada por el triunfo del republicano entre los que escucharon el primer debate por televisión. Pero no hay que perder de vista que la gente que no tenía acceso a la pequeña pantalla acostumbraba a ser mayor y, por tanto, más conservadora. No es extraño que prefirieran, en general, al candidato de la derecha.

Un adúltero americano

Sobre el donjuanismo del presidente se ha escrito sin tregua. Aunque la fidelidad conyugal no fue su mayor virtud, está claro que no pueden ser ciertas todas las aventuras que se le atribuyen. En muchos casos solo son rumores. Con sentido común, el novelista Jed Mercurio escribió en «Un adúltero americano» (Anagrama) que muchos de sus escarceos escapan a una verificación independiente. Su hipotético romance con Marilyn Monroe forma parte ya del imaginario del siglo XX, pero aún no se ha encontrado, si es que existe, la evidencia definitiva. Menos aún se ha probado que fueran los Kennedy los que asesinaran a la actriz para evitar que hablara. Aunque eso no ha impedido que se publiquen libros sensacionalistas como «The Murder of Marilyn Monroe: Case Closed» (Skyhorse), de Jay Margolis y Richard Buskin, que, naturalmente, no cierra nada.

Vietnam es otro punto fuerte de la mitología que rodea a Kennedy. En la película «JFK» (1991), Oliver Stone imaginó que el mandatario asesinado proyectaba sacar al país de la guerra en el Lejano Oriente. Las declaraciones de antiguos hombres del presidente aseguran que esta fue una posibilidad real. Por desgracia, son versiones muy posteriores a los hechos, de cuando ya era patente el desastre bélico. La documentación de la época, en cambio, muestra a un líder decidido a no retirar sus tropas sin una victoria.

En 1963, el magnicidio de Dallas fue vivido como la trágica desaparición de un idealista que hubiera podido cambiar el mundo. Todos tenían en mente el maravilloso discurso inaugural en el que pedía a sus conciudadanos que no pensaran en lo que su país podía hacer por ellos, sino en lo que ellos podían hacer por su país. Pero con esta intervención Kennedy también demostró su talento para quedar bien con públicos opuestos. Detrás de su retórica progresista había un líder pragmático que no creía en la división entre la derecha y la izquierda. Porque no le importaba la ideología correcta, sino la solución adecuada. Además, por mucho que gustara de los discursos épicos, no siempre era valiente para arriesgar su popularidad por una cuestión de principios. Por eso, cuando era senador se negó a condenar a McCarthy por sus métodos inquisitoriales. Más tarde, en la Casa Blanca, no quiso ir demasiado lejos en la lucha por los derechos civiles de los negros para no indisponerse al electorado blanco del Sur. Aunque en el tramo final de su mandato pareció decidido a encarar el problema con valentía. En «JFK, Conservative» (Houghton Mifflin Harcourt), Ira Stoll hizo hincapié en aspectos como el anticomunismo que la leyenda dorada suele pasar por alto. Su ambigüedad programática permitió que, con el tiempo, reivindicaran su obra tanto demócratas como republicanos.

Tras su muerte, el icono del Kennedy izquierdista se usó para desprestigiar a su sucesor, Johnson, en el que muchos veían a un paleto de Texas que había usurpado el puesto. La viuda, Jackie, se sacó de la manga la comparación con Camelot, el reino artúrico, que hizo fortuna para designar una época en la que EE UU, supuestamente, aún conservaba la inocencia. Pero en los años 70, una reacción de péndulo hizo que JFK pasara de ser divinizado a satanizado. Se dudó de todo, incluso de su heroísmo en la II Guerra Mundial. En la actualidad, por suerte, contamos con estudios capaces de integrar luces y sombras. Tal vez «J. F. Kennedy: Una vida inacabada» (Península), de Robert Dallek, sea el trabajo más redondo en este sentido.

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