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Ricardo Bada: In memoriam Juan Goytisolo

En el 2014 escribí un texto donde me congratulaba de que, por fin, le hubiesen reconocido a Juan Goytisolo ese Premio Cervantes que se merecía desde 1976, el año de su institución. Y lo hice comenzando por recordar lo que dijo don Antonio Machado (“Españolito que vienes/ al mundo, te guarde Dios./ Una de las dos Españas/ ha de helarte el corazón”), para añadir que, a decir verdad, son tres Españas, hay que sumar la España Peregrina, la que se desterró una y otra vez, casi de buena gana, para que no le helaran el corazón.

Una España Peregrina que se remonta al siglo XVI, a Gonzalo Guerrero, mi paisano de Palos, Huelva, el primer español que se aculturó en América y murió combatiendo como jefe maya contra los conquistadores. (Hay un excelente relato de Eugenio Aguirre donde se cuenta esta olvidada página de la Historia).

Una España Peregrina, la de José María Blanco White, que en el siglo XVIII se exilió a Londres huyendo de un país cuyo pueblo balaba “¡Vivan las cadenas!” y mugía “¡Lejos de nosotros la funesta manía de pensar!”, mientras que se clausuraban las universidades en ese mismo país regido por el peor Borbón de la Historia, ¡y eso sí que es todo un récord!

Una España Peregrina que en el siglo XX se volcó en América al terminar la guerra civil, y en la que se contaban Juan Ramón Jiménez, Luis Buñuel, Luis Cernuda, Max Aub, Enrique Díez Canedo, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Corpus Barga, Rafael Alberti, Manuel de Falla… “la crema de la intelectualidad”, Agustín Lara dixit!

Y una España Peregrina compuesta por quienes eran niños o —como yo— nacimos ya terminada la guerra civil, y nos expatriamos de manera voluntaria para no tener que seguir sufriendo la mordaza de la censura y la inferiocridad del régimen del felón Franco. No somos ni pocos ni muchos, pero sí los suficientes, y de entre todos nosotros, el grande era Juan, de una altura que no llegó a alcanzar ninguno de sus coetáneos que eligieron quedarse en la península.

También por ello, además de la admiración intelectual y el cariño y la gratitud personales que le profesaba, saludé jubiloso el Premio Cervantes a Juan; porque amén de merecerlo por su obra, él era también nuestro mascarón de proa.

[En 1949 se estrenó en Madrid Historia de una escalera, el drama de Buero Vallejo que, contra viento y marea, había obtenido el Premio Lope de Vega, el más alto galardón teatral que se concede en España a una obra teatral inédita. Contra viento y marea significa que el jurado del premio se impuso a la censura, la cual estaba en contra de conceder ese premio a un hombre condenado a muerte diez años antes por “adhesión a la rebelión”… cuando la única rebelión que había habido, en 1936, fue la del general inferiocre y panzón al que apuntalaban unos arios purasangres como Hitler y Mussolini. El estreno clamoroso de Historia de una escalera significó un hito para la historia del teatro español, pero también para la Historia: al cabo de diez años, y por primera vez, triunfaba en España, y de la mano del público, la España Vencida. A la España Peregrina, a la que no le helaron el corazón, le costó casi cuarenta años que nos la reconocieran: ese es el sentido, el significado más profundo de aquel merecidísimo Premio Cervantes a Juan Goytisolo].

Ahora, cuando me llegó la noticia de su muerte, me pregunté qué más podría decir de lo que ya dije entonces sin que sonase a obituario. Y me respondí que tan sólo podría hacerlo prescindiendo de hablar de su obra, una guitarra para la que no tengo uñas. Así pues, recordándolo como un ser humano intachable, de una integridad y una seriedad personales (que no excluían el humor) nada frecuentes en el repodrido mundo de la “intelligentsia”. De ese modo, además, le pagaría una mínima parte de la inmensa deuda que con él tengo, porque es gracias a Juan que me están leyendo ustedes: él fue quien me sacó de mi rincón, en 1984, e hizo que publicaran en España a un hombre de la España Peregrina a quien nadie conocía, excepto un par de amigos.

Él y yo nos conocimos durante una cena en la casa de José Antonio San Gil, agregado cultural de la embajada de España en Bonn. Un par de años antes, en 1981, Felipe Boso y yo habíamos publicado en Alemania, en la editorial de Heinrich Böll, Saul Bellow y García Márquez, una antología de la literatura española contemporánea, Ein Schiff aus Wasser [Un barco de agua], y San Gil nos presentó a Juan refiriéndose a ella y entregándole un ejemplar. Juan abrió el libro, buscó el índice y nos miró interrogativamente y hasta creo que un tanto divertido; ¡él no figuraba allí! Le explicamos que la antología tenía una fecha liminar, 1960, con la novela parteaguas Tiempo de silencio, de Luis Martín–Santos. El criterio le convenció.

Al día siguiente acudí al hotel donde se hospedaba y donde le haría una entrevista para la emisora (la BBC alemana) que fue 35 años mi ganapán. Me esperaba con nuestra antología en las manos y me dijo haber descubierto que Felipe sí aparecía antologado, pero yo no, y que si eso significaba que yo no escribía. Le dije que sí, pero nada digno de tal antología, a lo que reaccionó pidiéndome que le mandase algunas de mis cosas. Así lo hice, a su dirección en París, y un par de semanas más tarde me escribió en una de esas (ay, pocas) cartas suyas, todas autógrafas, que conservo como tesoros: “Supongo que te llegó el último número de [la revista] Quimera. Yo fui el lector avieso que les pasó con nocturnidad y alevosía tus páginas. Espero que te haya gustado la publicación y perdones mi admirativa audacia”.

Mi admiración por su obra venía desde mucho antes: la gratitud, el afecto y la admiración por la persona se añadieron entonces, y se fueron renovando a cada nuevo encuentro. Pena que no fueron muchos, pero estábamos en comunicación permanente a través de amigos comunes y de cartas que iban y venían, en una de las cuales le mandé una veintena de mis parodias en forma de fandangos1 que inmediatamente se encargó de difundir en el legendario Culturas16, el suplemento cultural de Diario16, del cual dijo Carlos Fuentes que se trataba del mejor suplemento cultural del mundo, y aunque fuera una exageración, desde luego se contaba entre los diez punteros de toda la ecúmene. Y cuando por encargo de la redacción de la revista Humboldt, años después guillotinada por el presupuesto del Instituto Goethe, le pedí que formase parte de su consejo asesor, de inmediato me respondió desde Tánger: “Me encanta figurar en el consejo asesor de una revista que lleva el nombre de un escritor al que admiro”.

Un día, que no se me olvide, llegó a llamarme por teléfono, desde Marrakech, para pedirme permiso de poder usar una frase mía sobre la guerra de los Balcanes, cuando dije que a la limpieza étnica debería seguir la limpieza ética. No conozco a muchos autores que tengan esa tan enorme gentileza, lo normal es que se apropien de la frase sin pedirte permiso ni citarte.

Los dos encuentros que mayormente recuerdo y me calientan el corazón son uno en la Feria del libro de Fráncfort, y otro, el último, en Hannover. El de la feria en la ciudad de Goethe me agarró de improviso: derrengado tras un día de trabajo intensivo para mi emisora, acababa de sentarme en uno de los stands españoles cuando de pronto, al descubrirme, fue y se me plantó delante, abandonando al cortejo (editor, traductor, agente) que le acompañaba, y se sentó para darme ánimos y platicar conmigo una media hora mientras el cortejo tascaba el freno.

El otro encuentro fue el más largo que tuvimos. La Fundación Volkswagen lo invitó a dar una conferencia en su sede, donde acudí como parte de mi trabajo en la emisora y me alojaron en el mismo hotel que a Juan. Juan dio su conferencia, brillante y aguda, el público aplaudió y luego seguía una recepción con buffet libre + cerveza, vinos y licores a discreción. Como no quería inmiscuirme en el programa que la Fundación tuviera previsto para él, me acerqué al buffet para avituallarme, y hete aquí que me encuentro a Juan al otro lado, más solo que la una, y un tanto despistado si es que no enojado. Enseguida me di cuenta de la situación y me lo llevé a una mesa aparte, explicándole que para la Fundación la cosa estaba clara: se habían vuelto a poner una pluma cultural en el sombrero, pagaron sus honorarios, y cómo emplease el invitado el resto del tiempo es algo que quedaba por su cuenta, los plutócratas se lavaban las manos. A Juan como que le hizo gracia esa hipocresía empresarial y nos quedamos todo el tiempo charla que te charla, y luego en el bar bien entrada la noche, y a la mañana siguiente desayunamos juntos, le hice una entrevista y nos despedimos hasta la próxima vez, que por desgracia ya nunca más tuvo lugar.

Pero de aquella noche de Hannover recuerdo una anécdota muy linda que me contó y que no quiero dejar de reseñar aquí: Juan llegó a Los Ángeles para dictar un curso en Berkeley, y lo alojaron en un apartamento que colindaba con el de una latina muy vistosa y muy sabrosona, pero que ignoraba olímpicamente a Juan y desoía todos sus acercamientos lingüísticos (“Hola, qué tal”, “Buenos días”, etc.) por el procedimiento expedito de responderle siempre en inglés. Juan arrojó la toalla, ante lo inexpugnable de aquella fortaleza popular, tenazmente decidida a no confraternizar con el enemigo académico. Pero un día, los alumnos del curso le pidieron a Juan, como golosina extra, que les hablase de la literatura trivial, y Juan, perfeccionista y concienzudo como pocos, antes de volver a casa se pertrechó en el drug store más cercano de cuanta literatura trivial pudo hallar, y así llegó a la puerta de su apartamento encontrándose de manos a boca con la latina tan vistosa y tan sabrosona. La cual le miró con ojos como platos, en éxtasis, y le preguntó en un castellano inequívoco: “Aaaay, ¿pero usted también lee a Corín Tellado?”. Y a partir de allí el desdén y el rechazo se convirtieron en todo lo contrario: la chica se ofreció para ayudarlo gratuitamente en todo (lavado de ropa, limpieza del piso, acompañarlo a las compras necesarias, etc.), y menos mal que no para la cama, quizá por darse cuenta de que Juan jugaba en el otro equipo. Juan se reía mucho contándomelo: me dijo que tenía “una deuda impagable con Corín Tellado”.

Y yo me alegro, Juan, de poner punto final a mi remembranza con este dato risueño, y puesto que fuiste (¡y bien que te ufanabas y que te enorgullecías de ello!) el primer escritor español que habló árabe desde el Arcipreste de Hita, aquí mi conmovido adiós: Salam aleikum, Juan!

Ricardo Bada
Escritor y periodista, residente en Alemania desde 1963. Editor en ese país de la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Cela, y autor de Don Enrique, la única antología integral en castellano de la obra de Heinrich Böll.

1 Hay una selección publicada en Nexos, hace exactamente quince años: http://www.nexos.com.mx/?p=10521

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