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Yolanda Soler Onís: Despedida de Juan Goytisolo

Transcripción

          Anoche, por primera vez en los últimos años, no me acompañaron los tambores de la plaza de Jemaa el Fna, mientras me dirigía a casa de Juan Goytisolo a darle el pésame a su familia marroquí. Hacía rato que se había roto el ayuno de un caluroso día de Ramadán en Marrakech –ese en el que Juan cerró sus ojos azules por última vez– pero los tambores seguían mudos. También el bullir de la plaza, en continuo movimiento desde la mañana a la noche, con su mezcla de gentes y de lenguas, el mercadeo, parecían haberse detenido. Callan, pensé, para despedir a Juan. Juan, a secas, como lo conocen todos en la ciudad; el Juan sin tierra que encontró su lugar en el mundo en un espacio en el que se cruzan tiempos y culturas, donde se dan cita lo profano y lo sagrado.

          La plaza es un lugar en el que conviven lo genuino y el souvenir, el árabe- dialectal o clásico- y el bereber con los idiomas que hablan los turistas; jóvenes y viejos; vendedores, poetas, adivinas, encantadores de serpientes, músicos y acróbatas; las que se tatúan con henna y los que miran. Una plaza «laboratorio» en la que Juan Goytisolo supo reconocer las cualidades que lo caracterizan como escritor, y que no son otras que las del Animador de la plaza: «Ese que tiene la obligación de levantar la voz, argumentar, encontrar el tono justo, perfeccionar la expresión; por eso quien haya leído su novela ‘Makbara’ (1980), con sus cambios de registro, tiempos y voces, piensa al adentrarse en Jemaa el Fna: que el escritor y la plaza tienen el mismo pulso.

          Camino de su casa, recuerdo nuestro primer encuentro en la UIMP de Santander en el verano de 1984, callado, distante, ligeramente arisco. Compartía tribuna con Benet, y Jaime Gil de Biedma. No se había instalado aún en Marrakech, aunque ya pasaba en la ciudad largas temporadas junto a Monique Lange, su mujer y añorada compañera (1926-1996). Su retrato siempre cerca, también en los escasos días en los que lograron retenerlo en el hospital. Al incorporarme como directora del Instituto Cervantes de Marrakech, heredé de mis antecesores –Lola López Enamorado y Vicente Luis Mora– la dirección de correo electrónico que comunicaba a Juan con amigos y editores y lectores del resto del mundo, y el regalo de sus visitas semanales, siempre cargado con libros y revistas que donar a la Biblioteca. Y ya muy cerca de su puerta, vuelvo a verlo caminar por las calles de La Medina con mi hija de la mano, compartiendo con mi familia los lugares que amaba.

          En el momento de escribir estas líneas, Juan viaja hacia el norte, acompañado por su familia marroquí, encabezada por Abdelhedi, y algunos de sus amigos –el pintor Hassan Bourkia, la doctora Mellakh, Khadija El Gabsi- para descansar o seguir dialogando –¿quién lo sabe?– junto a su querido y siempre recordado Jean Genet en el Cementerio de Larache. Allí lo esperan, para darle el último adiós frente al mar, los Goytisolo de España, Aline Schulman, José María Ridao y sus fieles amigos de la Agencia Balcells…

          Aquí mientras tanto, en su Ciudad roja, en la Biblioteca del Instituto Cervantes de Marrakech esperamos a todos aquellos que quieran recordarlo con sus novelas y un libro en blanco.

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