La muerte de Kluiverth Roa
Cenizas (1894), de Edvard Munch
Cada vez que un venezolano muere asesinado somos menos país. La vida de Kluiverth Roa duró apenas algo más de 14 años. Un policía apretó el gatillo de su arma de fuego y le voló la cabeza y sus sueños.
El policía asesinó al estudiante, pero él no fue el único que disparó. En la política no se convoca a la muerte en vano: las palabras de odio siempre terminan en detonaciones y en el luto inconsolable de padres, madres, hermanos, hijos…
Un asesinato nunca es un hecho aislado, menos aún si proviene a manos de un uniformado. Un asesinato es, siempre, un hecho totalizador, binario y definitivo, que afecta a uno y al mismo tiempo a todos, que nos hace vivir menos.
La condena ante este hecho debe ser absoluta. No sólo se trata del juicio contra el asesino. Se trata, en el fondo, de la reconstrucción de la posibilidad democrática, que es también la posibilidad de la justicia. Se trata de que se pueda protestar en paz; de que los policías entiendan que quienes protestan no son sus enemigos, sino ciudadanos que, como ellos, buscan un mejor país; de que no haya que buscarle justificaciones a la desgracia, de que no se relativice el dolor, de que las estadísticas no oculten la verdad.
Se trata de que nadie instigue al odio, especialmente desde el poder, pues allá reside —o debería residir— el monopolio de la violencia. Y los discursos hechos desde el poder suelen tener consecuencias.
Se trata de que no se partidice la muerte, porque esa es su forma de multiplicarse. Y de que no haya impunidad, porque la impunidad es el otro nombre de la muerte.
El papá de Kluiverth ha dicho que no confía en la justicia venezolana y que deja todo en manos de Dios. Ya nadie podrá devolverle a su hijo y uno desea que encuentre amparo en su fe, pero debemos asumir que no será ninguna deidad la que devuelva la confianza a las instituciones. Eso nos corresponde a los ciudadanos. Para evitar más casos como el de Kluiverth. Para evitar más sueños rotos.