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The Economist: Castigando a Nicolás Maduro

¿Puede la presión externa restablecer la democracia?

A pesar de cuatro meses de protestas, más de 120 muertes y creciente presión diplomática, Nicolás Maduro se ha salido con la suya. El Presidente de Venezuela ha impuesto una Asamblea Constitutiva amañada para reemplazar al Parlamento electo y controlado por la oposición. Está gobernando como un dictador, encarcelando o acosando a decenas de oponentes. Esto plantea una pregunta descarnada: ¿qué se puede hacer, en todo caso, para restablecer la democracia? 

En el corto plazo, la respuesta es que no mucho. Las protestas se han detenido. Maduro tiene la oposición donde quiere: dividida en si participar o no en una elección atrasada para gobernadores regionales el próximo mes, organizada por la misma autoridad electoral sumisa que descaradamente infló la participación de electores para elegir la Asamblea Constituyente, de menos de 4 m a 8,5 m. Por ahora, las principales amenazas al régimen madurista provienen de otras partes, por ejemplo del extranjero  y por su grave escasez de dinero.

Los Estados Unidos han respondido al avance hacia la dictadura ordenando sanciones contra 21 funcionarios venezolanos a quienes la administración de Donald Trump considera responsables de violaciones de los derechos humanos, corrupción o la organización de la nueva Asamblea. Se les niega visas y a los estadounidenses se les impide hacer negocios con ellos. El mes pasado la administración fue más allá, imponiendo sanciones financieras selectivas diseñadas para hacer imposible que el gobierno de Venezuela y PDVSA, la compañía petrolera estatal, adquieran nuevas deudas en Nueva York. 

La respuesta predecible de Maduro ha sido denunciar la intervención imperialista. Pocos gobiernos latinoamericanos instintivamente se sienten atraídos a la idea de sanciones yanquis; muchos se horrorizaron por la mención por parte de Trump de una «opción militar». Pero a diferencia del embargo económico contra Cuba, estas sanciones son limitadas y no se extienden a terceros países. Son apoyadas no sólo por los conservadores, como Marco Rubio, un senador republicano, sino también por los grupos de derechos humanos. Sin sanciones, los líderes de Venezuela se enfrentarían a «ninguna presión tangible» para cambiar su conducta, dice José Miguel Vivanco de Human Rights Watch, un grupo de presión.

La cuestión es si serán eficaces. Ricky Waddell, el asesor adjunto de seguridad nacional, dijo en una conferencia este mes que están dirigidas tanto a castigar al régimen como a presionarlo para que vuelva a la democracia. Algunos se preocupan de que esos objetivos sean contradictorios. 

Los escépticos argumentan que, para funcionar, las sanciones deben ser multilaterales (y reversibles si el régimen se compromete en negociaciones serias con la oposición). Tanto la Unión Europea como los principales países latinoamericanos han denunciado la ruptura de la democracia, pero aún no han tomado muchas medidas. España está presionando a la UE para que aplique sanciones contra individualidades.

La dictadura de Maduro plantea un desafío diplomático sin precedentes a la América Latina democrática. En una reunión celebrada en Lima el mes pasado, 11 de los gobiernos de la región (más Canadá) acordaron no reconocer la Asamblea Constituyente, ni apoyar ninguna candidatura venezolana en organismos regionales o internacionales. Para negar a Venezuela una plataforma, están tratando de posponer una cumbre bienal entre América Latina y la UE que se debe realizar el próximo mes. Pero, como señala un diplomático latinoamericano, la región no parece saber qué otras medidas tomar. No está claro si el grupo de Lima tiene la capacidad o la voluntad para suspender a Venezuela de todos los organismos regionales — lo que perjudicaría simbólicamente a Maduro — e investigar las fortunas ilícitas venezolanas. 

La respuesta por parte de Maduro a la presión exterior es acercarse aún más a los aliados autoritarios. Su gobierno ha salvajemente reducido las importaciones para seguir pagando su deuda externa de alrededor de $ cien mil millones, porque teme que si no lo hace los acreedores embargarán los cargamentos de petróleo. Para cumplir con los pagos de deuda de $4 mil millones a finales de este año, es probable que llame a Rusia y China para obtener fondos adicionales.

Los funcionarios chinos han expresado su preocupación por el aumento de su exposición frente a Venezuela, pero es improbable que abandonen a un aliado ubicado a las puertas de los Estados Unidos. Rusia parece avistar la oportunidad: Rosneft, una compañía petrolera rusa, prestó a Venezuela $ mil millones en abril a cambio de concesiones petroleras. Venezuela solicitó recientemente la reestructuración de su deuda bilateral, según el Ministro de Finanzas de Rusia.

En el extranjero se ha subestimado reiteradamente la determinación de Maduro de aferrarse al poder a expensas de destruir su país. Sin embargo, a largo plazo su intento de convertir a Venezuela en una dictadura comunista según el modelo cubano es improbable que triunfe. Su régimen es corrupto y detestado. Su país no es una isla y tiene una tradición democrática más fuerte que Cuba. Sin embargo, los opositores, tanto dentro como fuera, tienen mucho trabajo que hacer para acabar con la pesadilla venezolana.

Traducción: Marcos Villasmil

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NOTA ORIGINAL:

The Economist

BELLO – Punishing Nicolás Maduro

Can outside pressure restore democracy?

DESPITE four months of protests, more than 120 deaths and mounting diplomatic pressure, Nicolás Maduro has got away with it. Venezuela’s president has imposed a rigged constituent assembly to replace the elected, opposition-controlled parliament. He is ruling as a dictator, jailing or harassing scores of opponents. This poses a stark question: what, if anything, can be done to restore democracy?

In the short term, the answer is not much. The protests have stopped. Mr Maduro has the opposition where he wants it: split as to whether or not to participate in an overdue election for regional governors next month, organised by the same tame electoral authority that shamelessly inflated the turnout for the constituent assembly vote from under 4m to 8.5m. For now, the main threats to Mr Maduro’s regime come from elsewhere—from outsiders and from its acute shortage of money.

The United States has responded to the slide to dictatorship by ordering sanctions against 21 Venezuelan officials whom the administration of Donald Trump holds responsible for human-rights violations, corruption or the organisation of the new assembly. They are denied visas and Americans are barred from doing business with them. Last month the administration went further, imposing selective financial sanctions designed to make it impossible for Venezuela’s government and PDVSA, the state oil company, to raise fresh debt in New York.

Mr Maduro’s predictable response has been to denounce imperialist intervention. Few Latin American governments instinctively warm to the idea of Yanqui sanctions; many were horrified by Mr Trump’s talk of a “military option”. But unlike the economic embargo against Cuba, these sanctions are limited and do not extend to third countries. They are supported not just by conservatives, such as Marco Rubio, a Republican senator, but also by human-rights groups. Without sanctions, Venezuela’s leaders would face “no tangible pressure” to change their conduct, says José Miguel Vivanco of Human Rights Watch, a pressure group.

The question is whether they will be effective. Ricky Waddell, the deputy national security adviser, told a conference this month that they are aimed both at punishing the regime and at pressing it to return to democracy. Some worry that those goals are contradictory.

Sceptics argue that to work the sanctions need to be multilateral (and reversible if the regime engages in serious negotiations with the opposition). Both the European Union and the main Latin American countries have denounced the rupturing of democracy but have yet to take much action. Spain is pushing the EU to apply sanctions against individuals.

Mr Maduro’s dictatorship poses an unprecedented diplomatic challenge to democratic Latin America. At a meeting in Lima last month, 11 of the region’s governments (plus Canada) agreed not to recognise the constituent assembly, nor support any Venezuelan candidacy in regional or international bodies. To deny Venezuela a platform, they are seeking to postpone a biennial summit between Latin America and the EU due next month. But as a Latin American diplomat notes, the region does not seem to know what further action to take. It is not clear whether the Lima group has the ability or stomach to suspend Venezuela from all regional bodies—which would hurt Mr Maduro symbolically—and investigate illicit Venezuelan fortunes.

Mr Maduro’s response to outside pressure is to draw even closer to authoritarian allies. His government has savagely squeezed imports in order to continue to service its foreign debt of around $100bn because it fears that if it defaults creditors would seize oil shipments. To meet debt payments of $4bn later this year, it is likely to tap Russia and China for extra funds.

Chinese officials have voiced concern over their exposure to Venezuela, but are unlikely to cut loose an ally parked on the doorstep of the United States. Russia seems to spy opportunity: Rosneft, a Russian oil company, lent Venezuela $1bn in April in return for oil concessions. Venezuela recently asked to restructure its bilateral debt, according to Russia’s finance minister.

Outsiders have repeatedly underestimated Mr Maduro’s determination to cling to power at the expense of destroying his country. Yet in the long run his attempt to turn Venezuela into a communist dictatorship on Cuban lines is unlikely to succeed. His regime is corrupt and unloved. His country is not an island and has a stronger democratic tradition than Cuba. Nevertheless, opponents, both inside and outside, have much work to do to end Venezuela’s nightmare.

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