¡Es el relato, estúpido!
Cualquiera que haya visto “House of Cards” sabe que Francis Underwood es el Leviatán que Hobbes describía: un gobernante movido por y para alcanzar, conservar y ejercer el poder. Y, sin embargo, en su delirio de grandeza hay un elemento que aún le ata a la realidad: su “legado”. La obsesión del Presidente Underwood es construir un legado perdurable, dicho en otras palabras, forjar un relato sólido sobre sí mismo que arraigue y perdure en la sociedad.
Ningún director de cine (o de series) pierde jamás de vista la importancia del relato. La obra que el director se propone realizar tiene que contar con un argumento solvente, lo suficientemente convincente como para llegar al espectador y atraparle. La realidad es, para el director, una pista de despegue, pero no es el fin en sí misma: se puede articular un relato atractivo alterando la realidad.
Decía Aute que “todo en la vida es cine” y Oriol Junqueras debe tener grabada a fuego esta máxima. El hoy Vicepresident de la Generalitat trabajó como guionista para TV3 y aprendió entre escaletas la importancia del relato no ya en el cine, sino en la política. Y es que si lo tuviéramos que definir en términos cinematográficos, el procés independentista ha sido (sigue siendo) una batalla para conquistar el mejor relato que vender a la sociedad. Ni que decir tiene que Puigdemont, Junqueras & co. están ganando. Por goleada.
Desde hace años los nacionalistas han articulado un relato protagonizado por un único pueblo catalán, caracterizado por un “hecho diferencial” que les otorga virtudes sobre el español arquetípico. No voy a detenerme en un relato por todos conocido. A estas alturas el listado de “agravios al poble català” con que han adornado su relato les parece suficiente para ejercer un pretendido derecho a la autodeterminación.
La habilidad del nacionalismo ha sido lograr que este relato sea convincente para un sector nada desdeñable de los catalanes. Es innegable: son unos genios del storytelling. Pero a diferencia del cine, la política topa con una barrera menos franqueable que los sentimientos de la gente: el Derecho. Cualquiera que haya oído hablar de Derecho internacional en un medio que no sea VilaWeb sabe que un Estado sólo lo es cuando el resto de Estados le reconocen como tal. El gran reto para el independentismo es que no le basta con persuadir a su poble, sino que tiene que convencer al mundo entero. Lo sabían y para eso se han preparado.
¿Y qué ha tenido el independentismo delante todo este tiempo? Nada. Los partidos constitucionalistas han sido incapaces de articular un relato alternativo a la fábula independentista. Cuando no se dedicaban a hacer cada uno la guerra con su lado, se dedicaban a coquetear con el discurso nacionalista para raspar apoyo. Ni siquiera cuando el relato nacionalista se avivaba (hablo de 2012 en adelante) fueron capaces de consensuar una narrativa que sirviera de contrapunto común a la amenaza secesionista. Los constitucionalistas han consentido que se erija un muro que separa a la sociedad, una línea fronteriza entre el “nosotros” frente al “ellos.
Pero hablemos del presente, hablemos del 1 de octubre, del 2, del 3… En el momento de mayor fulgor del desafío soberanista, el Presidente Rajoy se ha limitado a hablar de aplicación de la ley. Ciertamente el imperio de la ley es la única respuesta posible a las tropelías e ilegalidades que han cometido los gerifaltes del procés en la Generalitat y el Parlament. Pero en las horas más negras de nuestra democracia, España no se enfrentaba a unos simples delincuentes, sino a un relato que ha calado hondo en parte de la sociedad catalana. Hay que tener la inteligencia política de diferenciar el delito del relato y articular la respuesta del Estado en consecuencia. A la vista está de cualquiera que observe el 1-O que el Gobierno de Rajoy no la tuvo.
Si Rajoy tuviera un relato que ofrecer –no ya a los catalanes, sino a todos los españoles– hubiera trazado un plan y lo hubiera cumplido. En su lugar, Interior dio a mediodía la orden de abortar la operación policial que tenía en marcha y permitir el anormal desarrollo de la votación. Como decía Jorge Galindo, el Gobierno podía elegir pagar el coste de la represión o pagar el coste de consentir el referéndum: ha elegido pagar ambos. El independentismo está vendiendo al mundo la imagen de que el “Estat espanyol” hace un uso brutal de la fuerza contra los catalanes. La respuesta del Gobierno es simplemente negar la mayor.
Lo más grave de la situación es que esto no es ya un asunto del Gobierno de Rajoy, sino de España. El miércoles el Parlamento Europeo tendrá un pleno monotemático sobre la situación en Cataluña. Si la posición de la UE desde hace años es que el independentismo es un “asunto interno” y ahora tenemos a 751 representantes de 28 Estados debatiendo sobre Cataluña, lo mínimo que España debe hacer es tomárselo muy en serio. La responsabilidad que pende sobre los hombros de Esteban González Pons, portavoz del PP en la Eurocámara (y buen orador, si me permiten), es mayúscula: debe ofrecer un relato alternativo y lo suficientemente sólido como para impedir que el relato victimista del procés cale en los europeos.
Ni que decir tiene que no le basta limitarse a negar la mayor y a escudarse tras el Estado de Derecho. Tiene que reivindicar el imperio de la ley no como escudo, sino como salvaguarda de la tiranía de la mayoría; apelar al espíritu de los europeístas para recordarles que evitar los nacionalismos es la razón de ser de la Unión. En definitiva, tiene que hacer lo que su jefe no ha hecho en 6 años: articular un relato. Y no lo tiene que hacer él sólo, sino el resto de constitucionalistas. Todo aquel que crea que España y la Unión Europea valen la pena como proyecto compartido debe parafrasear a James Carville y grabarse a fuego una frase: “¡es el relato, estúpido!”. Si no creamos un relato, si no ofrecemos un legado, descubriremos junto al Presidente Underwood que “no es lo mismo el legado que la infamia”.