Arturo Pérez-Reverte: Pagando una antigua deuda
Hoy debo ajustar una cuenta pendiente. Reparar una injusticia que es casi una traición. La mayor parte de ustedes, seguramente, y sobre todo los lectores jóvenes, ignora quién fue Jean Lartéguy. También yo soy algo responsable de eso, de que lo ignoren, pues creo que es la primera vez que lo menciono en público. En realidad ya casi nadie lo hace, o sin casi. Hace mucho se hundió en el olvido. Ni siquiera se le recuerda en Francia, su patria, lugar donde la palabra patria, hablando sobre Lartéguy, está más que justificada. Sin embargo, era un tío capaz de vender, en los años 60, medio millón de ejemplares de un libro. Las suyas eran novelas de guerra, descolonización y política. Fue soldado, reportero y novelista. Un tipo duro. Un baroudeur, como dicen allí. Murió hace seis años, a los noventa. Y posiblemente sea uno de los autores que más influyeron en mi juventud. Uno de los que me hicieron echarme al hombro la mochila e irme a la isla de los piratas.
Lo he recordado al hojear una biografía suya que encontré en un librero de viejo francés: Le dernier centurion, el último centurión. El título resulta apropiado, pues la trilogía de Lartéguy, la que lo hizo famoso, es Los centuriones, Los pretorianos y Los mercenarios. En la portada figura mi foto favorita de él, que también era la suya: Lartéguy sobre los cincuenta años, el pelo corto en cepillo como solía llevarlo, un cigarrillo en la boca y una expresión entre divertida y chulesca. Hay biografías que pueden leerse en la cara, y la suya era de ésas: comando con 19 años durante la 2.ª Guerra Mundial, teniente herido en Corea, reportero en Indochina y Argelia, sus libros, especialmente los que trataban sobre la guerra revolucionaria y quienes la combatían, tuvieron una enorme influencia en su tiempo.
Jean Lartéguy fue, con Oriana Fallaci y su libro Nada y así sea, así como Brincourt y Leblanc con Los reporteros, Pierre Schoendoerffer con Sangre en Indochina y Graham Greene con El americano tranquilo, el autor que más contribuyó a convencer a un lector de 16 o 17 años, el que yo era entonces, de que viajar a la guerra era penetrar en el corazón de las preguntas peligrosas que a esa edad me hacía. A él debo, por tanto, buena parte de algo que nunca manifiesto. Cuando me preguntan por mis influencias como novelista, éstas suelen ser literarias, y a eso respondo: clásicos griegos y latinos, Dumas, Stendhal, Galdós, Conrad, Mann… es cierto que Lartéguy nunca me viene a la boca cuando hablo de literatura. Pero cada vez que pienso en el reportero que fui, lo tengo muy presente. Tuve ocasión de decírselo en persona en el hotel Commodore de Beirut a principios de los años 80 –«Señor Lartéguy, sólo quiero estrechar su mano»–, como también la tuve con Oriana Fallaci poco antes de su muerte, durante la primera guerra del Golfo.
Oriana y Lartéguy fueron mis primeros y entrañables maestros. Pisando la huella de una y otro tuve el privilegio, aunque llegué cuando ya casi apagaban la luz, de ser el más joven de aquella veterana generación de enviados especiales a la que pertenecieron Miguel de la Cuadra, Manu Leguineche, Tomás Alcoverro, Vicente Talón y otros resabiados perros del oficio, para quienes hablar de Lartéguy y sus reportajes en Paris Match era mencionar a Dios. Fue él, por tanto, quien desde 1973 me convirtió en el más joven de los viejos reporteros y en el más viejo de los jóvenes. También, llegado el momento, me aclaró que escribir novelas era una forma eficaz de abandonar un oficio que, en palabras de Hemingway, es estupendo si sabes dejarlo a tiempo. Y cuando miro atrás no puedo quejarme de eso en absoluto. Por eso estoy hoy aquí, dándole a la tecla sobre él. Saldando mi deuda.
En el punto y aparte anterior, con un impulso nostálgico, me he levantado para acercarme a la parte de la biblioteca donde amarillean todos sus libros; incluso, en francés, los que no llegaron a publicarse en España: Las quimeras negras, La amarilla nostalgia, Los bufones… Y al abrir el último, de modo casual, encuentro unas líneas subrayadas por mí hace casi medio siglo, y que releo con una sonrisa: «Respondíamos a la exaltación con la ironía, la elegancia de nuestras actitudes y la grosería de nuestro lenguaje. No sabíamos cantar a coro». Después cierro el libro, y cuando lo devuelvo a su estante todavía sonrío, porque pienso que esas líneas muy bien podría haberlas escrito yo mismo. Pero es que, en realidad, también las he escrito yo, mucho más tarde, gracias en parte a Jean Lartéguy. Como consecuencia de sus libros, de la mirada que también él me adiestró, y de mi propia vida.