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Los dilemas de la oposición democrática

 

Esta nota fue originalmente publicada hace casi un año. Jamás habría pensado que por desgracia tendría completa vigencia hoy, a finales de 2017. Pero conversando con un querido amigo sobre la actual crisis de la oposición partidista venezolana, él me animó a volver a publicarla. Casi sin quitarle ni una coma.

“La libertad es como la vida, solo la merece quien sabe conquistarla todos los días”.

Goethe

  

I

 

Cualquier análisis que se quiera hacer, cualquier estudio sobre el actual régimen –hoy fallecidos tanto el líder como el movimiento original, convertido este último en unos restos putrefactos bajo el control de unas aves de rapiña que están defendiendo sus privilegios y conquistas a sangre y fuego- debe partir del hecho esencial de que para el chavismo, desde sus inicios, la mayoría de los venezolanos no somos merecedores del estatus moral. Para ellos, totalitarios en su médula, somos cosas, objetos, prescindibles sin remordimiento.

Esto, que luce obvio, al parecer no lo es para cierta oposición partidista que persiste en negarse a ver lo que está a la vista de todos. Con o sin uniforme, el chavismo es un movimiento inhumano. Como ha demostrado la accidentada experiencia de la “Mesa de Diálogo”, ni siquiera la intermediación del Vaticano ha logrado humanizarlos.

No se puede hacer política eficaz contra un adversario totalitario si ni siquiera se reconoce su faz existencialmente anti-democrática, si no se precisa su naturaleza. El chavismo, como movimiento con objetivos totalitarios es real, no es una ficción, ni está sacado de los libros de historia.

Del mismo modo, es necesario conocerse a sí mismo, saber dónde se está parado, tener presentes debilidades y fortalezas. La MUD es más, mucho más, que la suma de sus partes, pero depende del comportamiento de las mismas para su existencia y fortalecimiento.

Digámoslo sin rodeos: la MUD ha sido el paraguas salvador que ha servido para proteger contra la intemperie a toda una serie de movimientos, organizaciones y partidos que por sí mismos no tienen un reconocimiento vigoroso de la sociedad. Lo dicen, desde hace años, las encuestas, y ello se nos muestra día tras día en la realidad de los acontecimientos.

Un reto urgente que tienen los partidos es –superando su propia crisis interna- lograr que las mayorías nacionales, profundamente anti-gobierno, asuman posturas pro-democráticas. Del “anti” al “pro”. No se es demócrata por ser crítico del régimen. No basta. No hay consolidación democrática posible si no hay una reformulación del sistema de partidos. La autocrítica partidista es una necesidad urgente.

Nada le hace más daño a un movimiento político que las posturas irresolutas, vacilantes y zigzagueantes.

Hay que superar por lo demás el síndrome “aquí no ha pasado nada”. Se cometen errores de bulto, y como si nada. Los errores e improvisaciones en la Mesa de Diálogo están a la vista de todos. En una verdadera democracia las culpas se asumen, y los líderes fallidos ceden su puesto. ¿O es que son tan arrogantes como para pensar que sus errores no tienen consecuencias?

Lo cual nos lleva al problema de la crítica, y las reacciones a la misma. Algunas personalidades partidistas poseen una piel peligrosamente sensible a los rayos solares de la crítica democrática. Entendemos que hay muchos tirapiedrismo, voluntarismo desatado y estrategas de café. Pero ello no debe servir para ignorar, incluso rechazar el libre y plural ejercicio de la crítica, pieza central del mecanismo institucional democrático.

Entre demócratas, todas las preguntas y dudas pueden y deben hacerse y resolverse.

 

II

 

La pregunta número uno que nos hacemos todos, más válida que nunca dada la creciente descomposición nacional, es la siguiente: ¿cómo volvemos, lo más pronto posible, a un régimen plural de partidos, que gobierna por consentimiento, en lugar de la presente autocracia, que gobierna por la fuerza?

Es evidente que la oposición partidista ha estado dividida al respecto de los medios. Lo está de hecho desde hace años. Lo grave, sin embargo, es que recientemente ha hecho su aparición una división al respecto de los fines. Al parecer, hay sectores partidistas que no solo desean mantener un diálogo-como-sea, sin condiciones, con la dictadura, sino que incluso hablan con la mayor naturalidad de la posibilidad de que Nicolás Maduro concluya su periodo. Ello podría llevar a la MUD hacia el abismo de una pérdida sostenida de legitimidad. Y las encuestas así lo están indicando.

Nadie obligó a la dirigencia partidista, al calor de la última campaña electoral, a prometer el cambio de régimen; los obstáculos y problemas que algunos aducen hoy ya eran conocidos en el 2015. No es admisible además, luego de aceptado el diálogo con la dictadura, que hoy algunos pretendan negociar derechos; como dice en su carta a los dos grupos dialogantes el cardenal Pietro Parolín, “los derechos se respetan, no se negocian”.

Lo anterior le da de nuevo actualidad al problema de los medios. La ilusión de cierto liderazgo de la MUD de que la única manera de cambiar de régimen y gobierno es por la vía electoral es en sí mismo negadora de principios que caracterizan desde hace siglos el pensamiento occidental sobre la tiranía. Desde múltiples ejemplos por el lado eclesiástico, o desde los primeros pensadores de la Ilustración, como John Locke. Peor aún, hace también la vista gorda de principios establecidos en nuestras constituciones, incluyendo la última. 

El problema se agudiza si aceptamos la realidad de que la MUD está dividida en el todo y en las partes. Está dividida en dos bandos, como ya decíamos, por un problema de medios, y asimismo algunos de sus partidos están divididos al interno, en especial por el control partidista y por las aspiraciones de poder de individualidades por todos conocidas.

Por otra parte ¿hasta cuándo se sigue insistiendo en las dos tácticas, como si no fueran combinables, de “la calle” y “lo electoral” cuando ambas son parte esencial de la lucha política democrática? En su lugar, debería hacerse un replanteamiento estratégico común –sin olvidar nunca el objetivo final del cambio de régimen- con acciones tácticas que se refuercen, no que se combatan. Usar sus diferencias para fortalecerse, no para debilitarse.

No se puede seguir privilegiando sistemáticamente la ambición individual sobre la toma de conciencia colectiva, la solución fácil sobre el planteo institucional, lo superficial sobre lo complejo.

Dos preguntas ineludibles son ¿por qué la dirigencia partidista, que tiene años rechazando las decisiones de un Tribunal Supremo evidentemente corrupto e ilegítimo moral, política y constitucionalmente, luego las acata? ¿Por qué, si ya cumple un año en funciones la Asamblea Nacional, no se le dio prioridad al desmontaje del ilegal y corrupto aparato judicial del régimen?

Llama la atención también, de parte de cierto liderazgo, la insistencia de que al “chavismo” no solo debe permitírsele, sino incluso que es necesaria su presencia en una futura reorganización del sistema político criollo. Más allá de la ingenuidad implícita, hay que ser firmes en señalar que el llamado chavismo, tanto el pre como el post, solo pueden formar parte del futuro político del país si se transforma en un movimiento democrático. Lo contrario, la actual satrapía totalitaria, no tiene cabida en una futura reorganización institucional de la arquitectura republicana. Sería pedirle demasiado a una ciudadanía cansada de tanta injusticia, atribulada ante tanta orfandad ética. Hay un límite que la política y sus arreglos no debe intentar superar: el del sufrimiento humano después de casi 20 años de pesadilla.

 

Por último: los dirigentes democráticos deben asumir que hoy, por razones diversas, en el mundo Occidental el Estado, las élites y la narración democrática están en crisis.

Por ello, es válida la pregunta: en la Venezuela poschavista ¿qué nos espera?

Los constructores partidistas de la nueva democracia –y los constructores somos todos, o las bases de la casa no son sólidas- no deben olvidar nunca que –como recuerda Michael Ignatieff- el fundamento del Estado democrático y liberal, su cimiento legitimador, era el cumplimiento de la siguiente promesa hecha a los ciudadanos: “No se preocupen, los protegeremos”.

Ya es hora de que en Venezuela, definitivamente, esta promesa no solo sea hecha, sino cumplida. Para ello, previamente debe tomarse urgente nota de que en la lucha contra una dictadura la única manera de hacer posible el futuro deseado es haciendo posible el presente necesario.

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