Yoani Sánchez: Perdimos los caramelos de colores con el fin de la Revolución rusa
El expresidente Fidel Castro reunido con un grupo de pioneros en Uzbekistán. (Archivo)
Era la hora del baño después de una tarde de arrancar hierbas malas alrededor de unas diminutas plantas de lechuga. El albergue del preuniversitario era un ir y venir de adolescentes con toallas colgadas al hombro y un trozo de jabón en la mano. El grito llegó desde una litera cercana a mi cama: «Tengo caramelos rusos y son los últimos».
Corría el año 1991 y la Unión Soviética entraba en su recta final. En solo unos meses el gran imperio se había desmoronado sin que su archienemigo estadounidense disparara un solo tiro. En Cuba, los técnicos rusos partían a raudales y los edificios que alguna vez ocuparon en la barriada de Alamar se fueron quedando vacíos. Lo peor estaba por llegar.
Olga, una adolescente de 15 años originaria de Guantánamo, revendía en nuestra escuela en el campo las mercancías que las esposas de aquellos soviéticos le entregaban. Durante meses surtió al albergue de dulces, galletas y productos higiénicos, una variedad de mercancías que contrastaba con los anaqueles vacíos de las tiendas oficiales.
Los precios eran altos y el dinero cubano cada vez valía menos. Soltábamos aquellos billetes con los rostros de héroes de la independencia a cambio de un sabor que nos transportara lejos de las monótonas bandejas del comedor del PRE. La improvisada vendedora no lo sabía, pero nos traía trozos de un país que estaba a punto de colapsar.
Olga, una adolescente de 15 años originaria de Guantánamo, revendía en nuestra escuela en el campo las mercancías que las esposas de aquellos soviéticos le entregaban
Días antes de aquella tarde de marzo en que Olga ofreció los pocos caramelos que le quedaban se celebró en la URSS un referéndum sobre el nuevo Tratado de la Unión para hacer del gigante una federación de repúblicas menos centralizadas. La prensa cubana fue parca en detalles pero en el aire se olía el fin de una era.
Ajenos a la política y concentrados en llenar el estómago, los estudiantes del preuniversitario República Socialista de Rumania, en el municipio de Alquízar, asistíamos a un cambio sin precedentes en nuestras vidas. En las aulas habían alternado hasta entonces los bustos de José Martí con la imagen de Vladímir Ilich Lenin y en las noches algunos armaban cigarrillos con las hojas de los libros de marxismo.
La URSS había estado allí todo el tiempo durante nuestras breves existencias. ¿Cómo imaginar que eso iba a cambiar? Habíamos crecido rodeados de toda la simbología de la Revolución de Octubre: su hoz y su martillo, su dictadura del proletariado y la repetida frase de que la humanidad vivía «la etapa de transición del capitalismo al socialismo«. Era cuestión de tiempo que aquel futuro prometido llegara.
En vez de eso, la presencia soviética fue disminuyendo. Mi familia guardó algunas latas de leche condensada en un cajón, último vestigio que llegó a nuestras mesas de lo que había sido «el intercambio justo» entre la Isla y los países del bloque socialista. En las pantallas de nuestros toscos televisores, un Fidel Castro de gesto crispado comenzaba a reconocer que podíamos quedarnos sin los bolos, como llamábamos popularmente a aquellos poderosos camaradas de ruta.
Aquella tarde de marzo solo compré un caramelo de fresa y otro de menta. Venían en papeles de colores brillantes con pequeños rombos. Desplegué uno de aquellos envoltorios y lo pegué en la tabla de la litera que quedaba frente a mis ojos cuando me acostaba. Lo miraba todas las noches intentando descifrar una forma oculta que se me escapaba.
Veía en aquellas diminutas figuras la cúpula de las catedrales de San Basilio en Moscú, copos de nieve con estrambóticas tramas, la copa de unos árboles y hasta la silueta de un enorme oso. Me dormía imaginando que despertaba en una dacha o esquiaba sobre un lago helado.
El padre de otra adolescente llegó corriendo a contar que había estallado un golpe de Estado para derrocar a Gorbachov y «evitar la descomposición del país»
Llegó junio, terminé los exámenes y partí a casa. Los rusos elegían por primera vez un presidente: Boris Yeltsin. Poco después George H.W. Bush visitó Moscú y firmó aquel histórico tratado para reducir el arsenal nuclear de ambas superpotencias. La prensa oficial apenas narraba aquel sorprendente giro que Castro había bautizado como «el desmerengamiento de la URSS».
Durante aquellas vacaciones escolares visité a varias colegas que vivían en Alamar, al este de La Habana. Olga se había mudado junto a su familia a uno de los apartamentos que habían dejado vacíos los rusos en su estampida. Habían forzado la puerta y entrado de manera ilegal, como el resto de los ocupantes del edificio.
Era agosto y la playa cerca de los bloques de concreto era un plato azul sin olas. Nos fuimos a bañar y un rato después el padre de otra adolescente llegó corriendo a contar que había estallado un golpe de Estado para derrocar a Gorbachov y «evitar la descomposición del país». Ahora «van a regresar los bolos, de seguro», agregó el hombre.
Una gritería de jóvenes hambrientos, deseosos de tener de vuelta los caramelos y las latas de leche se alargó por varios minutos; pero los soviéticos nunca volvieron. O al menos no como antes.