Cataluña y la Constitución
Si no existiera el problema de la secesión de Cataluña, la reforma de la Constitución no ocuparía la agenda de los asuntos políticos importantes. En cambio, ahora constituye el problema político más importante de España desde la muerte de Franco, y por fin lo ha visto el Partido Popular, que se ha unido a la iniciativa socialista. Razones, cuyo diagnóstico convendría analizar, llevaron a una buena parte de catalanes a pronunciarse por el derecho a decidir al margen de los cauces establecidos en la Constitución, contraponiendo, en una pirueta semántica, legitimidad a legalidad. El Gobierno, al no querer ver la evidencia durante estos últimos años, ha agrandado un problema que parece irresoluble: catalanes que no quieren seguir en España, pero que tampoco saben muy bien en qué va a consistir eso de la “independencia”; y catalanes, que quieren seguir siendo catalanes españoles, pero que no saben la forma de articular esa bipolaridad. Es como si unos jugadores hubiesen saltado a un estadio pensando, unos que iban a jugar al balonmano y otros al baloncesto, aunque en realidad el campo era para jugar al fútbol.
Cualquier persona sensata tiene la sensación, antes de analizar causas o de proponer soluciones constitucionales, de que se encuentra ante un verdadero galimatías —oxímoron— en su doble acepción, o sea como lenguaje oscuro por la impropiedad de la frase y confusión de ideas (lo de las “nacionalidades” del artículo 2 de la Constitución); o en sentido familiar como confusión, desorden, lío (Título VIII, la organización territorial del Estado, y su posterior desarrollo). Estamos, pues, en una situación en la que en nada se parece a aquella de los años en los que se afrontó, nada menos, que un cambio de régimen. Parece como si la madurez nos hubiese enloquecido y ahora quisiéramos hacer lo que entonces no quisimos —o no pudimos— hacer. Una especie de subconsciente colectivo, anclado en una historia manipulada o inexistente, nos empuja a los catalanes —y a todos los españoles— hacia un abismo del que tardaremos varias generaciones en salir y remontar. En la psiquiatría quizá encontraríamos herramientas adicionales, que no nos ofrecen ni la economía ni la política, para entender lo que nos pasa que, parafraseando a Ortega, podría resumirse en que no sabemos lo que nos pasa.
Hace 20 años, FAES me publicó un pequeño ensayo (nº 40 de Papeles de la Fundación) que se llamaba ‘Catalanismo y Constitución’. Después de más de cuatro lustros y en circunstancias muy diferentes tanto personal —entonces era diputado en el Congreso— como colectivamente —gobernaba el PP en minoría con el apoyo de los nacionalistas catalanes, vascos y canarios— llegaría a las mismas conclusiones, que resumo:
1. Cataluña es una nacionalidad —cualidad de ser de una nación— según la Constitución española.
2. Cataluña es una comunidad mucho más antigua que la creación de los Estados-naciones. Por tanto, su reconocimiento viene implícito en su propia historia; constituye una cuestión metajurídica, que está dentro de lo que puede denominarse constitución interna del Estado.
3. La soberanía, según la Constitución, reside en el pueblo, en todo el pueblo español. Es indivisible e intransferible. En cambio, la autonomía de las regiones y nacionalidades puede ser tan amplia como se quiera, incluso con aquellas competencias exclusivas del Estado.
4. Me refería entonces a la “soberanía compartida”, que era la esgrimida en esos años, incompatible con la Unión Europea que se estaba construyendo. Cuatro años después se puso el euro en circulación y los estados perdieron la soberanía monetaria.
5. La lengua no ha sido en estos últimos años un elemento de división entre catalanes, por lo general y el bilingüismo operó con normalidad.
6. Una Constitución no debe sacralizarse, pero tampoco banalizarse. No debe confundirse su modificación con un cambio de régimen.
7. El patriotismo —y el nacionalismo— catalán pasa hoy —entonces y también ahora— por gobernar en España y no por la queja constante por la poca influencia que, tanto en España como en Europa, tiene Cataluña. Tan solo involucrándose seriamente en el gobierno del Estado podrá tener Cataluña un peso específico y autónomo en Europa y corregirse, por ejemplo, determinados desequilibrios.
Manteniendo estas conclusiones coincido con quienes opinan que es necesaria una reforma constitucional que reafirme, por un lado, la centralidad y fortaleza del Estado y, por otro, el carácter nacional de determinados territorios que llevaría a la sustitución del Título VIII por un federalismo asimétrico. Ese federalismo conllevaría un Concierto económico en Cataluña similar al del País Vasco. Pero también habría que reestructurar las competencias educativas de las comunidades.
No conozco ningún proceso nacional que haya llegado a la independencia como no fuese por la fuerza o por medio de un pacto. Y como el pacto no va a ser posible —pues por una de las partes solo hay imposición y no se razona acerca del descomunal perjuicio que a todos nos ocasionaría la secesión— habrá que recordar que por la fuerza casi mil muertos y decenas de miles de víctimas colaterales no consiguieron más que la degradación moral en el País Vasco para no conseguir nada que ya tuviesen colectivamente reconocido en la Constitución. ¿Es eso lo que queremos para Cataluña?
Las Constituciones no tienen nada de absolutas. Sirven mientras son útiles. De lo contrario hay que volver a cimentarlas. Karl R. Popper, tan citado por políticos liberales de titular y tan poco leída su obra científica, escribió en su Lógica de la investigación científica: “Por intenso que sea un sentimiento de convicción nunca podrá justificar un enunciado. La base empírica de la ciencia objetiva, pues, no tiene nada de absoluta; la ciencia no está cimentada sobre roca: por el contrario, podríamos decir que la atrevida estructura de sus teorías se eleva sobre un terreno pantanoso, es como un edificio levantado sobre pilotes. Estos se introducen desde arriba en la ciénaga, pero de ningún modo hasta alcanzar ningún basamento natural o dado, cuando interrumpimos nuestros intentos de introducirlos hasta un estrato más profundo, ello no se debe a que hayamos topado con terreno firme: paramos simplemente porque nos basta que tengan firmeza suficiente para soportar la estructura al menos por el momento”. Hoy, los pilares sobre los que se asienta nuestra Constitución carecen de esa solidez necesaria para construir una ciencia, mucho más una Nación, a la que se refiere Popper.
Jeremías Bentham, inspirador de la Constitución de 1812, decía: “Lo más que puede hacer el hombre más celoso del interés público, lo que es igual que decir el más virtuoso, es intentar que el interés público coincida con la mayor frecuencia posible con sus intereses privados”. En estos últimos años, en España y en Cataluña especialmente, lo hemos entendido al revés.
Jorge Trias Sagnier es abogado, escritor y exdiputado del PP.