Cómo debe ser quien presida Cataluña
Hace falta una señal fuerte y clara para que regresen las empresas y se recupere la confianza y el prestigio deteriorados; pero la señal debe ser la personalidad misma del presidente, su capacidad de diálogo y de empatía
Todo el mundo está de acuerdo, desde Madrid hasta Bruselas, en que se trata de una elección histórica, una de las más importantes quizás de la historia de Cataluña y de la actual democracia española; y, en todo caso, tanto al menos como la que dio la presidencia a Jordi Pujol en 1980. Estamos ante una auténtica encrucijada política que puede dibujar el futuro para muchos años o empantanarnos del todo si surge un Parlamento fragmentado y sin capacidad de producir un ejecutivo estable y eficaz.
Aunque siempre se vota a partidos, en este caso contarán especialmente la personalidad de quienes puedan aspirar a la presidencia; su carácter, la fuerza personal, la inteligencia, la capacidad de comunicar y la empatía. Mala cosa si un candidato tiene los votos pero no las virtudes. La personalidad puede ser determinante en un momento de tanta incertidumbre. Nunca es bueno, como recientemente hemos comprobado, que un presidente no tenga autoridad, sea dubitativo e inseguro y esté lleno de complejos y prejuicios, y ahora todo esto contará todavía mucho más.
Además de las virtudes del carácter, quien sea elegido debe ser alguien que aspire y se sienta a sí mismo como presidente de todos los catalanes. Que no sea un presidente de la mitad de los catalanes contra la otra mitad, de los independentistas contra los no independentistas, o viceversa. Sabiendo de dónde venimos, que es de la máxima división entre catalanes conocida por las actuales generaciones, debe ser un presidente que sepa unir en vez de dividir y separar. Y, por lo tanto, conciliador y dialogante, con la recuperación del buen clima y de la convivencia como punto fundamental de su agenda.
De esta actitud se deduce que debe serlo sobre todo con el conjunto de los españoles. De los que se sienten españoles dentro de Cataluña, que son muchos, y de los que lo son fuera de Cataluña, que son aún muchos más. Y no sólo con los ciudadanos y con la sociedad, sino también con las instituciones, todas, incluido el Gobierno central y, lógicamente, con la Corona. Un presidente, por tanto, capaz de iniciar de nuevo desde Barcelona la gran conversación catalana y española que no debimos abandonar nunca, a fin de recuperar la capacidad de consenso y de pacto que siempre nos ha llevado a los caminos más interesantes, por efectivos y por fructíferos.
Dialogante y conciliador no significa que tenga que transigir con los que no cumplen o no quieren cumplir la ley. Hace falta un presidente que cumpla y haga cumplir las leyes, con las lecciones del 6 de octubre de 1934, que ahora son también las del 27 de octubre de 2017, muy bien aprendidas. Ya sabemos, la autoridad del Estado en Cataluña no puede vulnerar la legalidad ni la autoridad del Estado en Cataluña, puesto que es la suya propia: es un acto inconstitucional de deslealtad y también es un suicidio, que destruye el edificio sobre el que Cataluña ha conseguido avanzar y crecer. Esto excluye todo método unilateralista, las líneas rojas, las condiciones irrenunciables y los plazos perentorios. Nada de jugar con los límites de la legalidad. Necesitamos un presidente leal a la Constitución y que pida lealtad a todos respecto al Estatuto de Cataluña; que no oponga legalidad a legitimidad, ni contraponga democracia con instituciones representativas, ni Generalitat con Estado, porque la institución catalana también es Estado.
Debe ser también profunda y honestamente europeísta, no solo de oportunidad; activo militante en favor de la unión cada vez más estrecha de los pueblos y de los ciudadanos europeos, como resultado también de su militancia activa en favor de la unión cada vez más estrecha de los pueblos y de los ciudadanos de España. Su presidencia debe dar una señal muy fuerte y muy clara a todos, catalanes, españoles y europeos, sobre el futuro de Cataluña dentro de España y dentro de Europa. Debe darla a los mercados, inversores e instituciones internacionales, para que vuelvan las empresas, los congresos y los proyectos que están huyendo despavoridos. Este presidente deberá ser él mismo, tanto por su personalidad, su carácter y sus ideas, como por su programa de reconciliación y de recuperación, esta señal de confianza y de esperanza que necesitamos.
También debe ser alguien con un gran sentido institucional, consciente de la responsabilidad que tiene la presidencia catalana en la continuidad desde la Segunda República, y especialmente en sus prolegómenos de la Mancomunidad, cuando se sentaron las bases del catalanismo actual. Un presidente —o una presidenta— catalanista, que defienda la lengua, la cultura y la identidad nacional catalana dentro de la España plural dibujada desde hace más de cien años con los primeros pasos del catalanismo político por Valentí Almirall. La presidencia de la Generalitat no se entiende sin el catalanismo. De hecho, es una institución hija del catalanismo histórico, por lo que mal se podría imaginar un presidente que se instalara de espaldas o en contra de las ideas del catalanismo.
Su catalanismo debe ser profundo y auténtico pero posibilista, plural y transversal, capaz de incluir a todos y hacerse incluso ideología de fraternidad y de participación en la vida política y en la gobernanza de España, como ha sucedido tantas veces en las etapas más fructíferas de esta ideología nacional ya centenaria. Un catalanismo abierto, amistoso y europeísta que debe eliminar cualquier perjuicio antiespañol y abandonar estereotipos, tópicos y fabricaciones seudo históricas que presentan a los catalanes, sus intereses, su carácter, su cultura y su lengua, como adversarios consustanciales del resto de España.
A un presidente catalanista habrá que exigirle que luche con todas sus fuerzas para consolidar y modernizar, mejorar y ampliar el autogobierno de los catalanes tanto como sea necesario y posible, siempre dentro del marco constitucional español, siempre en diálogo con el conjunto de las fuerzas políticas y de las instituciones catalanas y españolas. Desde un catalanismo solidario, claro está, bien lejos de la avaricia fiscal que caracteriza a los lingüistas italianos y que contiene en su seno el germen de descomposición europea. Tampoco debe pedir privilegios, como ya supo hacer el catalanismo en dos ocasiones anteriores, con la Segunda República y con la Constitución de 1978, sino que debe estar dispuesto a compartir con todas las demás autonomías que lo deseen este afán de autogobierno que caracteriza a los Estados compuestos, entre los que España ha sido y debe volver a ser un caso modélico.
Si atendemos solo a las preferencias partidistas que dibujan las encuestas se hace difícil imaginar que este presidente ideal tenga posibilidades de hacerse realidad. Pero las encuestas también nos dan datos respecto a los deseos de los catalanes acordes con este retrato ideológico. El sondeo de Metroscopia del pasado lunes para EL PAÍS detectaba un 80% de los catalanes a favor de una coalición de Gobierno que privilegie el restablecimiento de la convivencia y un 75% que busque una solución negociada entre Madrid y Barcelona. Ahora sólo hace falta que la campaña electoral sirva para que estos sentimientos difusos den, gracias al voto, con este presidente de la convivencia y de la confianza.