Extrañaré su conversación
En homenaje a los amigos que murieron en 2017, una evocación de los días postreros de dos autores: el filósofo e historiador David Hume y el célebre doctor Samuel Johnson. Ambos tuvieron el don de la amistad. Ambos murieron rodeados de amigos.
En el año que hoy termina murieron varios amigos queridos: Ramón Xirau, Álvaro Matute, Álvaro López Miramontes y José Manuel Valverde Garcés. Al enterarme de su muerte, recordé las comidas socráticas con Xirau en San Ángel y Acapantzingo, las charlas memoriosas con Matute en la Academia de la Historia, las casi olvidadas sesiones poéticas de Álvaro en El Colegio de México y, sobre todo, la vida entera platicando con el caballeroso abogado decimonónico que fue José Manuel. ¡Qué días dichosos!
En homenaje a ellos, evoco los días postreros de dos autores que releo siempre: el filósofo e historiador David Hume y el célebre doctor Samuel Johnson. Ambos tuvieron el don de la amistad. Ambos murieron rodeados de amigos.
Fue admirable el estoicismo del primero ante la muerte. Su amigo Adam Smith, en una carta póstuma, evocaba su perfecta compostura, aun su alegría, ante el inminente fin que su enfermedad incurable presagiaba. «Su ánimo era tan bueno y su conversación y sus diversiones fluían tan a su ritmo habitual –escribe Smith– que, a pesar de los malos síntomas, mucha gente no podía creer que estuviera muriendo». Pero él sí lo sabía y asumía. En un momento, discurrió ante Smith las excusas que podría darle a Caronte, el remero de la muerte, para dilatar su partida.
«Considerándolo con más detenimiento«, dijo, «pensé que podría decirle a él, buen Caronte, que he estado corrigiendo mis obras para una nueva edición. Dame un poco de tiempo, para poder ver cómo acoge el Público las modificaciones». Pero Caronte respondería: «Cuando hayas visto su efecto, querrás hacer otras modificaciones. No habrá fin con tales excusas; así que, mi buen amigo, por favor aborda el bote». Pero yo podría aún rogar: «Ten un poco de paciencia, buen Caronte, me he estado empeñando en abrir los ojos del Público. Si vivo unos pocos años más podría tener la satisfacción de ver la decadencia de algunos de los sistemas actuales de superstición». Pero Caronte perdería entonces todo humor y decencia. «Granuja holgazán, eso no pasará ni en cien años. ¿Crees que te voy a conceder arrendamiento por tanto tiempo? Súbete al bote en este instante, granuja perezoso y holgazán».
Hume murió en Edimburgo, el 25 de agosto de 1776. «Jamás mostró la más mínima expresión de impaciencia –escribió su médico–; pero cuando tuvo ocasión de hablar a la gente en su entorno siempre lo hizo con afecto y ternura». Adam Smith apuntó: «siempre lo consideré, tanto durante su vida como desde su muerte, tan cercano a la idea de un hombre perfectamente sabio y virtuoso, como quizá la naturaleza de la fragilidad humana puede permitirlo».
En el extremo opuesto de Hume está la actitud de Johnson. En The Rambler, su revista de juventud, había escrito en un texto titulado «Sorrow» un perfecto tratado de estoicismo y fortaleza, un canto a la vida. No obstante, en la detalladísima narración de su biógrafo Boswell, el flemático doctor Johnson vivió su hora final con terror. Tenía, observa Boswell, un «grandísimo miedo a la muerte», y buscaba cualquier indicio de que, en realidad, no estaba a tal grado enfermo. Su bálsamo fue la conversación con los amigos. Un día Boswell encontró a Edmund Burke y cuatro o cinco amigos más en compañía de Johnson:
«Me temo que tantas personas aquí reunidas sean una molestia para usted», dijo Burke. «De ninguna manera –repuso Johnson–; tendría que encontrarme en un estado imposiblemente desdichado para que su compañía no fuera una delicia para mí». Con voz trémula, indicio de su viva emoción, Burke replicó: «Mi querido amigo, usted ha sido siempre demasiado bueno conmigo».
En otra ocasión abrió una nota que le llevó su criado, y dijo: «Extraño pensamiento se me ocurre: no hemos de recibir cartas en la tumba».
Quizá su mayor consuelo fue la fe. Pero en su testamento incluyó una plegaria donde menciona a sus amigos: «Ten misericordia de mí y perdona la multitud de mis ofensas. Bendice a mis amigos, ten piedad de todos nosotros. Confórtame en tu Espíritu Santo, en los días de flaqueza y en la hora de la muerte, y acógeme, cuando muera, en la felicidad eterna, por Jesucristo Nuestro Señor. Amén«. Murió el 13 de diciembre de 1784.
Aquellas vidas maravillosas se apagaron dejando una obra inmortal. Su fuente suprema de dicha fue el conocimiento compartido con los amigos. «No dejes pasar un día sin cultivar a los amigos», decía Johnson. Tenía razón. Su conversación es la carta que nos llevaremos cuando ya no estemos aquí.
(Publicado previamente en el periódico Reforma)