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El ‘déjà vu’ del centroizquierda chileno

El centroizquierda, aún aturdido por la derrota, tiene todavía que levantarse y encontrar su rumbo

«Impulsar el diálogo con otras fuerzas políticas para construir la mayoría progresista que Chile necesita». Ese fue el principal mensaje del presidente del Partido Socialista de Chile (PS), Álvaro Elizalde, en el primer encuentro de los partidos del Gobierno saliente después de la debacle electoral de 2017.

El llamado, palabras más palabras menos, es la misma idea de Michelle Bachelet de 2013, que en la práctica significó sumar al Partido Comunista a la hasta entonces llamada Concertación, creando así la Nueva Mayoría, que sacó a la derecha del poder, pero que tuvo solo cuatro años de vida.

¿Por qué ahora, con una coalición acabada sin elegancia, con un Gobierno del que se desentienden hasta sus propios partidarios y una desoladora derrota electoral en el cuerpo, el centroizquierda tiene esta vuelta al pasado? ¿Por qué esos partidos quieren reciclar una idea que, al juzgar por los hechos, fue una estrategia fallida?

Es improbable que el presidente del PS peque de falta de originalidad o los partidos del bloque de creatividad. El déjà vu es solo síntoma del desgaste del proyecto político del progresismo, de la carencia de ideas y de la falta de propuestas sustantivas para un país que cambió.

La idea de las «mayorías» es por esencia instrumental. Su foco es pragmático, no programático; es numérico y no sustantivo. La derrota de noviembre es una derrota electoral, política y también de ideas; es responsabilidad de la deslavada gestión gubernamental, del débil liderazgo de los partidos oficialistas, y también de la lógica instrumental de la Nueva Mayoría como coalición.

Las elecciones mostraron que el centroizquierda perdió credibilidad ante la ciudadanía, que se inclinó por coaliciones que presentaron propuestas más sustantivas. Tanto Chile Vamos, en la derecha, como el Frente Amplio, en la izquierda más dura, basaron su campaña en ideas que ofrecían una visión de futuro para Chile. Su éxito está a la vista: Sebastián Piñera no solo ganó con un inesperado y macizo 55% en segunda vuelta sino que también se impuso en 17 de las 20 comunas más pobres de Chile. Por su parte, el Frente Amplio, una variopinta coalición con líderes sub-40 y con menos de un año de vida, emergió como la tercera fuerza política en el Congreso.

Sin una revisión crítica, es improbable que el progresismo pueda sintonizar con una mayoría ciudadana que le dio más credibilidad a las promesas de justicia social de la derecha (gratuidad en educación, revisión del sistema de pensiones y otras) que a los propios impulsores de esos postulados.

A juzgar por la urgencia de buscar pactos electorales, es evidente que esa reflexión se está pasando por alto. Luego del desastre, los partidos derrotados sí dieron una buena señal al indicar que entrarían en un «periodo de reflexión», pero resulta inoficioso que reaparezcan tan solo dos meses después, anunciando no ideas sino pactos y coaliciones electorales. Resulta incomprensible que no se haya iniciado un llamado a las propias bases para una conversación que debería incluir a militantes y adherentes y no solo a las cúpulas partidarias. Si se continúa el énfasis en construir mayorías y no en hacer propuestas políticas, el centroizquierda garantiza su irrelevancia política en los próximos años.

La crisis es profunda y está desencadenada también por la procesión que sus partidos llevan dentro.

Uno de los más emblemáticos de Chile, la Democracia Cristiana, se encuentra en una de las peores crisis de su historia, tensionada entre su alma conservadora —que nunca estuvo cómoda en la alianza con los comunistas de la Nueva Mayoría— y otra más progresista. El resquebrajamiento del partido que le ha dado tres presidentes a Chile quedó en evidencia hace unas semanas cuando la hija de uno de ellos, Patricio Aylwin, renunció a sus filas junto a otros 30 connotados militantes, dando un golpe de gracia para lo que posiblemente terminará con una escisión en dos partidos.

En el Partido por la Democracia (PPD), fundado por el expresidente Ricardo Lagos en los años noventa, hay tantas visiones como dirigentes, que los tiene hoy debatiendo una pregunta tan elemental como si su domicilio ideológico está o no en el centroizquierda. Por su parte, el Partido Comunista concluye —sin reflexión mediante— que fueron sectores de la Nueva Mayoría (léase la Democracia Cristiana) los responsables del triunfo de Piñera.

En resumen, el centroizquierda, aún aturdido por la derrota, tiene todavía que levantarse y encontrar su rumbo. Es por ello que propuestas de ampliar acuerdos electorales a un Frente Amplio que tiene pocos incentivos para unirse a los derrotados, no son más que estertores del inevitable final.

Si el otro déjà vu, el que vendrá el 11 de marzo cuando la presidenta Bachelet le entregue por segunda vez la banda presidencial a Sebastián Piñera no basta para remecer a los partidos del progresismo, pocas cosas lo harán.

En vez de buscar apuradas coaliciones, entonces, los partidos necesitan trabajar en una estrategia de largo plazo que incluya procesos reales, sustantivos y participativos con los militantes y adherentes a las ideas progresistas; un trabajo silencioso que parta de hacerse preguntas y no adelantar respuestas; que se construya escuchando más que hablando; que busque identificar las demandas de la ciudadanía en vez de asumir que se sabe cuáles son. Solo así el centroizquierda puede hacer propuestas que entusiasmen y logren esas —hoy elusivas— mayorías.

Viviana Giacaman es directora del área de Calidad de la democracia de la Fundación Chile 21. Twitter: @vgiacaman.

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