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«La semilla de la bruja», la tempestuosa Margaret Atwood

La escritora canadiense Margaret Atwood, Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2008

Para conmemorar los 400 años de la muerte de Shakespeare, se invitó a distintos autores, entre ellos a Atwood, a reinterpretarle

Es una pena y es una injusticia que la resurrección de la meritoria «El cuento de la criada» -con la ayuda tan «à la page» de una serie de televisión- haya convertido a Margaret Atwood en una suerte de avanzada totémica/oracular del feminismo (rol del que ella -tampoco se sintió nunca muy «sci-fi-» intenta separarse todo lo que puede con encomiable elegancia y fina inteligencia) más que en una autora de méritos más que considerables. La encarnación televisiva de «Alias Grace» amenaza con reforzar el malentendido y enturbiar logros como las magníficas «La novia ladrona» y «El asesino ciego» (ganadora del Booker en 2000) o la trilogía eco-apocalíptica «Trilogía Maddaddam». La publicación ahora de este título reciente de Atwood (Canadá, 1939) tal vez/ojalá ayude a reubicarla donde lo corresponde: en el sitial de una narradora que se niega a toda etiqueta. Atwood ha elegido bien: La semilla de la bruja no es otra cosa que una radical reformulación de la crepuscular «La tempestad» con la que -para muchos estudiosos- Shakespeare alcanza su cima y se despide en 1610/11.

Una «vendetta»

Ya saben: isla misteriosa, el mágico Próspero, la bella Miranda, el amable Ferdinand, el duende/hada Ariel, el monstruoso Calibán y el pedido final -anticipándose a Peter Pan- de pedirle al público que aplauda para romper un hechizo. Atwood es también astuta al potenciar aquí el aspecto de teatro-dentro-de teatro contando una puesta en escena de «La tempestad» muy «moderna»: la readaptación «interactiva» de la obra transcurre ahora entre las paredes de una prisión con presos como actores. Es la «vendetta» de Felix Phillips: un director artístico encantadoramente idiota, rumiando por más de un década su furia y rencor y pena por haber sido hecho a un lado por las maquinaciones de un rival y (lo mejor de libro) por la muerte de su hija (a los tres años, por una meningitis) que se llama, sí, Miranda. Ahora, ha llegado la hora de la revancha.

Y Shakespeare será el vehículo con que atropellar a todos los que lo despreciaron. Hacia el final, truenos y rayos y los acontecimientos se precipitan. Es decir: Atwood se ríe del propio encargo que ha asumido y de las habituales reinterpretaciones (aquí se remite hasta a un Macbeth derramando sangre con una motosierra) de todo aquello que debería dejarse descansar en paz porque se trata de materia original e incansable. Y, por momentos, el tono de farsa desatada de «La semilla de la bruja» hace un poco de ruido y las entradas y salidas de los tragicomediantes parecen un tanto empujados por un vendaval en su obligación a seguir las ráfagas de «La tempestad». Pero está claro -después de todo y antes que nada, esto es un serio divertimento- que Margartet Atwood se está riendo mucho aquí. Casi tanto como el también feminista de rebote Shakespeare cuando tomaba tramas ajenas para convertirlas en algo suyo y nada más que suyo para siempre. Casi, dije.

 

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