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Darle coherencia al pensamiento de Fidel Castro

Castro, junto al presidente vietnamita Tran Dai Quang en 2016. (EFE)

Tras la caída del Muro de Berlín, y el desmembramiento de la Unión Soviética, dos amigos sociólogos sentados en el portal de casa sostuvieron una conversación inolvidable. Ambos habían pasado por varios «sustos» desde los días de la Escuela de Filosofía. Auguraban una nueva etapa de purgas ideológicas. Y uno de ellos dijo: «¿Ustedes saben que es lo peor de todo esto? El Gobierno se ha quedado sin discurso. El socialismo real, el que conocemos, ahora es huérfano de ideas».

Filósofos marxistas, los dos conocían bien la premisa materialista: la práctica es el mejor —y tal vez el único— criterio de la verdad.

Estábamos a las puertas del llamado Periodo Especial, de ver La Habana inundada de bicicletas y los hospitales de ciegos y paralíticos por déficits carenciales. Había una verdadera estampida de cubanos por mar y tierra, estos últimos saltando del barco en lo que llamaron exilio de terciopelo. Fue en ese instante de vacío gerencial donde el extinto comandante vio su oportunidad de consagración mayor. El socialismo soy yo, dijo. Una vez más el azar concurrente, llámese Foro de Sao Paulo, Revolución Bolivariana o resurgimiento sandinista, lo colocó en el centro de la historia.

Ahora que se anuncia con mucha seriedad una cátedra para estudiar su pensamiento, sus aportes a todas las ramas del saber humano, no queda más alternativa que sentir curiosidad. La tarea de colectar seis décadas de hacer y deshacer en un país sin oposición real se la han dado a un grupo de investigadores cubanos. Deberán ser una especie de arqueólogos que excaven en la profundidad de su Obra, cuasi infinita, tal como dicen los adláteres. Un equipo cuya tarea será monitoreada, y evaluada por la máxima dirección del país.

Imaginemos por unos segundos como será esa conversación en la Catedral del pensamiento castrista. El enorme esfuerzo de darle un sentido coherente a décadas de ideas que se contradicen o, acaso, nada dicen. Poner en orden el desorden de megalómanos planes como el Cordón de La Habana, la Zafra de los Diez Millones, el Plan del Médico de Familia y la Revolución Energética. Explicar de modo sencillo por qué las intervenciones en África, Asia y América no fueron actos de invasión extranjera, sino una cosa llamada internacionalismo proletario, muchas veces solicitado por gobiernos espurios, tiránicos, sin nada de proletarios.

Es relativamente fácil comprender por qué esto ocurre en la Isla, y ahora. Como en los días del desmerengamiento —adjetivo inventado por él para minimizar la importancia del socialismo estalinista europeo—, el fracaso de la implementación de los Lineamientos, la bancarrota económica y la hostilidad del nuevo Gobierno norteamericano ha dejado de nuevo sin piso ideológico al régimen.

Traducido al lenguaje vulgar quiere decir que no hay razones sensatas para insistir en un fracaso que dura ya demasiado tiempo y ha consumido varias generaciones de cubanos. Habría un motivo aún más simple: a nadie le importa ni se habla de Fulano.

Hay urgencia en encontrar un marco teórico y referencial para permanecer en el poder, para dinamizar una revolución involucionada. Ese mundo referencial no puede buscarse en el pasado «glorioso» que nada dice a más de la mitad de la población, nacida en las últimas décadas. Tampoco la formación de una oposición «leal» ha servido para articular un necesario —y sobre todo creíble— contrapunteo político que haga «algo más que soñar«. El tan mentado modelo chino necesita de chinos, no de cubanos, que al primer filón ponen una guarapera en el desierto. Quizás esa temeridad comercial también ha asustado un poco al régimen, que creía la creatividad isleña aplastada por medio siglo de propiedad estatal.

El dilema para el régimen es encontrar una fórmula que combine represión ideológica y control social con desarrollo individual y prosperidad económica. Es un oxímoron: no es posible la bonanza económica de todo un pueblo sin desatar la libertad individual y la creatividad humana. Es algo que el marxismo clásico decía tener claro: el desarrollo de las fuerzas productivas, del hombre como un todo, era lo que provocaría la contradicción con los medios de producción. Ese todo implica la completa libertad del ser humano, tal vez difícil en el mundo real, pero inalcanzable en el irreal universo comunista.

La conversación catedralicia acaso podría girar en torno a cómo sobrevivir políticamente. En eso, hay que admitirlo, el fenecido líder era un maestro. Fue, ciertamente, un catedrático del disfraz y la oportunidad. Pero también él y toda la Isla fueron y hasta hoy no son otra que sobrevivientes. Artífices de hacer de cada día un día más; de cómo inventar o potenciar un enemigo nuevo, una agresión en ciernes, un complot internacional en contra. Y en esa medida, movilizar a la «masa»; porque la masa tiene que moverse hacia adelante, aplaudiendo.

A esta altura del juego, sobrevivir no es suficiente. La sobrevida nada produce. Es parasitaria. Y Cuba está llegando al punto de no retorno, allí donde la depauperación de las ideas y las esperanzas hacen más difícil levantarse cada mañana. La marcha forzada hacia detrás así lo advierte. La transición escénica del poder en modo alguno garantizará los frijoles tan importantes como los cañones.

Y a eso se dedicarán los catedráticos, a preguntarse, a preguntarle a la extenuada sociedad cubana con los versos del poeta: «Y nosotros, los sobrevivientes, ¿a quiénes debemos la sobrevida?».

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