La España de la idea
Permitir que la memoria sustituya a la historia es peligroso. Sus manifestaciones son inevitablemente parciales; quienes las elaboran se ven antes o después obligados a contar verdades a medias o incluso mentiras descaradas.
Tony Judt
La pasada Semana Santa se precipitaron los acontecimientos sobre el proceso catalán, que empieza a ofrecer algunos ribetes de violencia sin que nadie haga nada para impedirlos como no sea enviar a la fuerza pública contra la partida de la porra. La consecuencia es un deterioro institucional y un clamoroso fracaso del Gobierno de Mariano Rajoy, parapetado en las resoluciones judiciales y sin nada que ofrecer a la disidencia anticonstitucional. A lo que se enfrenta el poder político en Cataluña es a una auténtica insurrección popular que cuenta con el aval de los votos de la mitad de su población. Y aun si logra ser sofocada por la acción de la justicia, el problema de fondo permanecerá, pues no es otro que la desafección de un considerable número de ciudadanos respecto al sistema político emanado de la Transición.
Está fuera de dudas la responsabilidad criminal de los sediciosos, principales culpables del caos creciente por el que se desliza la sociedad catalana. Pero ninguna represión bastará para devolver la confianza y la normalidad si no va acompañada, y aun precedida, de medidas políticas que ayuden a restaurar la convivencia. Visto lo visto, no estaría de más un acto de contrición del presidente del Gobierno y su equipo respecto a los abultados errores que han cometido durante los últimos años en el tratamiento de la crisis territorial y sus aledaños. Como no es de esperar que algo así se produzca, cada vez caben menos dudas de que este asunto es mucho toro para semejantes novilleros de la política acostumbrados, como tantos profesionales de la lidia, a hablar más de las pesetas que del arte.
Ninguna represión restaurará la normalidad si no va precedida de medidas políticas
Es difícil imaginar, por mucho que crezca el producto interior bruto, que Rajoy tenga un programa serio y coherente para restablecer la normalidad democrática en Cataluña, cuyo inestable panorama amenaza con contagiar al resto del país. Más bien parece que sectores cada vez más amplios de los votantes del PP consideran la crisis actual una oportunidad para reforzar los sentimientos de charanga y pandereta en el resto de España. El reflujo hacia un nuevo centralismo es cada vez más preocupante y, esperpento sobre esperpento, el nacionalcatolicismo ha puesto las banderas de la tropa a media asta quizás ávido de preguntarse, como Hemingway, por quién doblan las campanas. El llamado régimen del 78, próximo a cumplir los cuarenta años, se encuentra amenazado no solo por la revuelta de los independentistas y el alboroto de los indignados, sino por el menosprecio de las instituciones que tirios y troyanos, también el partido gobernante, se esfuerzan en demostrar.
No hace falta insistir sobre el destrozo generado en el sistema de autogobierno de Cataluña, en su Parlamento y en la Alcaldía de Barcelona, por las insidias del separatismo y la deriva demagógica que se ha adueñado de gran parte de los escaños en ambas organizaciones. Más preocupante es sin embargo contemplar la erosión institucional de todo el sistema, de la que es principal responsable la indigencia y el pasmo del Gobierno, incapaz de tomar una sola iniciativa política, delegando hasta el absurdo sus responsabilidades en el aparato judicial, a cuyo desprestigio ha contribuido mediante la transformación aberrante del Tribunal Constitucional en un órgano jurisdiccional más. La desgana e impericia del Gobierno es, por lo demás, la única responsable del fracaso de sus gestiones diplomáticas para explicar convincentemente fuera de nuestro país los sucesos de Cataluña y de la ausencia de sus argumentos en las páginas de los medios de referencia internacional más respetados.
La ocupación de la calle es el único medio que tienen los ciudadanos para hacerse oír
Causa y consecuencia de dicho deterioro institucional es el recurso cada vez más frecuente a la ocupación de la calle como único medio que encuentran los ciudadanos de hacerse oír. Los intentos de sustituir la democracia representativa por la asamblearia, la ensoñación populista agitada en las redes sociales, no han hecho sino comenzar, mientras asistimos al pasmo de la llamada vieja política, la crisis de los partidos y la sustitución del debate parlamentario por una auténtica jauría de tertulianos. En este totus revolutus en el que algunos quieren descubrir por fin, para nuestra desgracia, la auténtica faz de la España de siempre, un reino de capirotes y enfrentamientos que se agita y conmueve en nombre de las identidades de todo tipo, el retorno al pasado se ha convertido en auténtica fuga hacia delante de gobernantes y líderes. Comisiones de la Verdad, analistas de la memoria Histórica, nostalgias de la Cataluña feudal, disputas sobre la Guerra Civil, mixtificaciones de la Transición, enfrentan de nuevo a los representantes de nuestros conciudadanos, empeñados unos ahora en denunciar el terror de las checas y otros en emular el heroísmo de quienes entonaban en el Madrid asediado el No pasarán. Cuando quien de manera singular encarnó ese eslogan, Dolores Ibárruri, La Pasionaria,fue precisamente la presidenta de la mesa de edad del parlamento que inició los trabajos constituyentes de nuestra actual democracia.
Detrás de esta España identitaria, empeñada en volcarse en su memoria y mirarse al ombligo desde la izquierda y la derecha, pervive amenazada la España de la idea, la de la Ilustración recuperada, el trabajo y la investigación. La España de los ciudadanos del siglo XXI, cosmopolitas y europeos, cada vez más ajenos al barullo barroco y enfermizo que día tras día pretende doblegarles en nombre de tantos pasados irredentos que nunca han de volver. Y no deben hacerlo. La única condición para ello es que los gobernantes trabajen por unir a los ciudadanos en un proyecto sugestivo de vida en común, para utilizar las palabras de Ortega: un objetivo común y un destino común. Exactamente lo contrario de lo que ha hecho Puigdemont, cuya histeria política ha fragmentado Cataluña y enfrentado a los catalanes entre sí. Pero bien distinto también de la gestión de Mariano Rajoy, sin más programa que ofrecer, ante un problema político de considerables proporciones, que la aplicación del Código Penal. Condición desde luego necesaria, pero absolutamente insuficiente para garantizar el futuro de nuestra democracia.
Juan Luis Cebrián es presidente de EL PAÍS y miembro de la Real Academia Española.