Raúl Castro ante la historia
Decía T.S. Elliot que “abril es el mes más cruel”. En el caso cubano, podría dejar de serlo. Aunque no lo parezca, y a pesar de los frenos que le pone al proceso la gerontocracia sanguinaria y fatal en la que devinieron los “románticos” guerrilleros de antaño, el país –lentamente– se mueve. Y en ese movimiento el general Raúl Castro no sale mal parado si lo comparamos con la obra de Castro I, el fundador de la dinastía. Castro II queda pésimamente mal solo respecto al deber ser de la democracia y el estado de derecho a que el país debe y tiene que llegar.
La historia lo valorará, mucho mejor que a su fáustico hermano y puede que considere que fue bajo su sombra que empezaron –tímidos– los cambios.
Castro II comienza a retirarse y, si los pasos que ha dado no han sido suficientes, comparado respecto al modelo heredado se ven ciertos avances.
Primero, comenzó a sustituir un liderazgo sultanístico y cuasi-religioso, por otro propio de una dictadura institucional de corte militar. Acercó así al país al modelo de las dictaduras militares latinoamericanas propias de los años setenta. Se repite, de paso, la tendencia cubana de llegar siempre tarde (el socialismo de estado fue una excepción) a los procesos que ocurren en el entorno. Latinoamérica llego a la independencia en el siglo XIX, Cuba en el XX. Latinoamérica regresa a la democracia en el siglo XX, pareciera que Cuba lo hará en el XXI.
Bajo Castro II, el país deja de ser una cárcel geográfica para convertirse en un mero estado policial. Los cubanos, en su mayoría, ya pueden entrar y salir del país, y no se les confiscan ni casas ni cucharas cuando emigran. Ya, pidiendo un indigno permiso, pueden regresar. Ya, con serias limitaciones, venden y compran propiedades. Ya –acosado a impuestos y leyes absurdas– hay un exiguo sector privado. Hay periodistas independientes, periódicos (online), prohibidos pero tolerados.
La realidad, con su lógica implacable, se impone trabajosamente a la terquedad totalitaria. El proceso será imparable. Castro II fue quien comenzó a reconocer, trabajosamente, la soberanía de la realidad sobre la terquedad del dogma. No se precisa estar demente para ser dictador.
En cuanto a la represión, debe medirse el grado. No es lo mismo (y no se justifica) estar detenido 24 o 48 horas y recibir bofetones y patadas, insultos y vejaciones por enfrentarse al régimen, que ser condenado a treinta años o fusilamiento por propaganda enemiga. Castro II ha asumido la existencia de la oposición, de los periodistas independientes y, como buen dictador, decide hostigarlos, no desaparecerlos. No habrá más “Primaveras negras”.
Además, aún en vida del fundador de la dinastía y en contra de su criterio, restableció las relaciones diplomáticas con los Estados Unidos. El hecho es crucial. Tengamos en cuenta que el fundamento ideológico del régimen se basa en la exacerbación del llamado nacionalismo cubano, en un enfrentamiento histórico (¿o histérico?) con los Estados Unidos.
Como todo dictador Castro II puede ser sanguinario pero –y esto lo distingue– no es un mentiroso. El general es hombre de palabra, cumple lo que dice. Anunció un retiro en cámara lenta y eso es lo que vemos.
Estábamos ante la disyuntiva de pasar de ser el primer régimen comunista de partido único del hemisferio, a ser la primera dinastía comunista heredada familiarmente al estilo coreano. Al traspasar el poder a alguien al margen del apellido Castro y de la tradición militar, el general ha roto con esa tradición.
Cuba sigue siendo una dictadura, pero por primera vez será gobernada por un civil, con formación académica y comprensión del mundo en que vivimos, formado en las estructuras de la burocracia del estado y no a disparos entre acampadas de puerco asado y aguardiente barato. El nuevo dictador-presidente, por generación y formación, debiera tener más capacidad para escuchar y comprender. Será un proceso lento.
La academia distingue entre los procesos de transición y sucesión. En aras de la comprensión, es lógico que los conceptos se clarifiquen. En la realidad dichos procesos no están siempre separados como en los capítulos de un libro. Y los políticos, los opositores sobre todo, debieran comprender que se enfrentan a la realidad y no a las páginas de un manual de transición política. Que una sucesión aboque en transición depende no solo del gobierno.
Los guerrilleros en el poder dejan lentamente el escenario político y en poco ya vida. Los odios y rencores por sus crímenes, debieran morir con ellos y quedar como un capítulo de la memoria histórica que no deba repetirse. Una oposición a la dictadura basada en el odio y el ajuste que cuentas no es buena para el futuro del país, ni para las generaciones de cubanos que piensan cómo desayunar, entre las opciones absolutas de beber ron barato o el sueño de marcharse.
El Sr. Díaz Canel carece tanto de legitimidad histórica como la de las urnas. Será juzgado por la de su ejercicio. Si un guerrillero dogmático, violento y anciano, fue capaz de andar unos pasos en dirección opuesta a su propia obra, es de esperar que un civil formado, burócrata y sin muertos que le impidan el sueño pueda también hacerlo. No podrá hacerlo solo, se necesita más que del gobierno para normalizar un país. En política, los juicios apriorísticos carecen de validez, se necesita evaluar la ejecutoria, la posterioridad del juicio de la historia, siempre empírico.
ENRIQUE PATTERSON: Escritor cubano.