Magna historia mínima de Jorge Orlando Melo
El historiador Jorge Orlando Melo
Jorge Orlando Melo (Medellín, 1942) recibió a EL PAÍS para conversar sobre historia colombiana justo la semana en que Bogotá conmemoraba 70 años del asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, magnicidio señalado como el detonante de las violencias políticas colombianas del siglo XX.
Lucía natural comenzar la conversación abordando el hecho histórico de ser las elecciones presidenciales del próximo 27 de mayo las primeras realizadas en paz, bajo las provisiones del acuerdo entre las Farc y el Estado colombiano.
Sin embargo, un párrafo de su reciente y ya muy célebre libro —Historia Mínima de Colombia (Turner, Colegio de México, 2017)— se me había impuesto desde la primera lectura.
En la página 158 de su libro, Melo destaca el contraste entre la productividad agrícola del siglo XVI y las de la Colonia y la época republicana. Luego de miles de años de ocupación del territorio, la agricultura indígena había descubierto «centenares de especies y alimentaba bien cuatro o cinco millones de personas en 1500, mientras que, hacia 1900, la agricultura colonial o republicana, mucho más pobre, alimentaba mal a una población similar, sin haber añadido en esos cuatro siglos ni una sola especie exitosa a los cultivos locales».
Escuchar a Melo es escuchar a un polímata. Susan Sontag afinó famosamente la definición: «polímata es alguien interesado en todo y en nada más». La palabra pinta cabalmente a quien puede descender desde las abstracciones de una bien averiguada historia económica hasta un corredor de vuelo a baja altura sobre aspectos agrotécnicos de la vida material de aquella época.
Es así como puede brindar precisiones sobre la relación entre el número de semillas sembradas y la productividad por unidad de superficie que en el siglo XVII diferenciaba un trigal de un maizal. Trigo: quinta parte de la dotación de semilla por fanega; maíz: un grano sembrado por cada 200 granos del talego.
Durante una década, a caballo entre el siglo pasado y el actual, Melo estuvo al frente de la Biblioteca Luis Ángel Arango e hizo de ella la mejor de Hispanoamérica. Fue allí donde, escrutando materiales de órdenes muy dispares, espumó una lista de libros de cocina que «mostraban cosas imprevistas: los hábitos regionales, las relaciones entre grupos sociales o la creatividad de quienes tienen que cocinar con sobras».
Autor de Alimentación y cocina: bibliografía básica (2011), Melo se entusiasma leyéndome en voz alta la descripción del fruto del guanábano que, en 1525 y en obsequio de remotos lectores europeos, hizo el primerísimo cronista de Indias, don Gonzalo Fernández de Oviedo, militar, colonizador, etnógrafo …y botánico: «…dentro está llena de una pasta como de manjar blanco, salvo que aunque es tan espesa, es aguanosa y de lindo sabor templado, con un agrio suave y apacible…»
Con todo, es leyendo a Melo discurrir sobre las ideas políticas del siglo XIX colombiano y sus propugnadores como el lector con intereses más generales puede sacar provecho de Historia mínima de Colombia y orientarse mejor en la etapa del posconflicto.
Alejado del metódico pesimismo nacional que Albert Hirschmann llamó «catastrofismo colombiano» y que imbuye desde el siglo pasado el pensamiento histórico y social del país, el libro se deja leer como vector, a partes iguales, de una tradición historicista moderna —la escuela de los Anales francesa—, de una amorosa y comprehensiva valoración de la vida material de su pueblo y de saberes profundos sobre las mentalidades de la élites regionales colombianas en la etapa republicana.
Buena parte de él puede tenerse como un colosal balance crítico de la vida republicana del país hecho desde la percha de lo que, al reseñarlo, otro pensador colombiano, Alejandro Gaviria, llama “liberalismo sosegado”.
Ese sosiego metódico sabe ofrecer un relato optimista y escéptico a la vez pero sumamente justiciero y persuasivo sobre las causas de la rabiosa y prolongada discordia entre las élites conservadoras y liberales durante el siglo XIX.
Característicamente, cada bando político tuvo un ala constitucionalista, legalista, partidaria de la lucha por el poder dentro de cauces constitucionales y otra radicalmente dispuesta a ir a la guerra civil. Pero por sobre las rupturas, Melo encarece el valor que en la resolución transaccional de cada crisis —a menudo prolongadas y muy crueles— tuvo el vaivén evolutivo entre los extremos. Y aun entre los extremos de los extremos.
Atento a esas distinciones, un lector extranjero no podrá dejar de interesarse en la figura del controvertido e influyente Rafael Núñez, durante el último tercio del siglo XIX.
Originalmente liberal, a Núñez tocó en suerte, como ministro de un gobierno rabiosamente anticlerical, llevar adelante la expropiación de los bienes de la Iglesia. Los accidentes de aquel siglo belicoso, una temporada en Europa y acaso también la lectura asidua de Herbert Spencer alentaron poco a poco en Núñez la idea de que era necesario abolir el sistema político federalista de liberalismo máximo e instaurar un régimen conservador, fuerte y centralista.
Se las apañó entonces para ganar la Presidencia con el apoyo de los conservadores e hizo redactar una nueva constitución, centralista y excluyente que rigió a Colombia durante más de cien años.
Al hacer el balance del siglo XX, Melo cuenta la Constitución política de 1991, que sustituyó la de 1886, como un logro mayor de Colombia en su larga marcha hacia una sociedad verdaderamente democrática, pluralista y laica. Su gran fracaso ha sido la violencia política que en siete décadas ha rasgado el tejido social, causado centenares de miles de víctimas, debilitado la justicia y estimulado nuevas formas de delincuencia, siendo el narcotráfico la más perversa de ellas.
Le pregunté a Melo si pensaba que el Acuerdo de Paz de 2016 corría el riesgo de saltar hecho añicos, tal como ha llegado a pensarse. Me contestó que confía en que prevalecerá el talante transaccional tan bien historiado en su libro.
«Aunque no lo expresen dondequiera que vayan ni a cada rato, muchos dirigentes políticos y económicos conservadores ven con simpatía el fin de la guerrilla, así sea al costo de no poder cobrarle a las Farc todos sus delitos, tal como los radicales del tipo Uribe quisieran como reivindicación prometida a los grandes propietarios rurales, víctimas de la guerrilla. Pero lo cierto es que aun al interior de esos radicalismos hay gente dispuesta a transar a medias y avanzar. Ciertamente, no hay un consenso en torno al acuerdo en su totalidad, pero la mitad del país cree que funcionará y quiere que funcione. La otra dice “ojalá que funcione”.