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Machado y Duque : sinergia grancolombiana

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Desde mucho antes de la “era Chávez”, Colombia fue en Venezuela un tema de agitación en época electoral. Lo propio, aunque con menor grado de intensidad, puede decirse de Colombia.

Treinta años atrás, una fracción importante de los poderes fácticos venezolanos lograba extorsionar cuotas ministeriales parlamentarias al bipartidismo dominante con el simple expediente de acusarlo de blandengue ante las presuntas ambiciones territoriales colombianas.

Agitar la xenofobia y el patrioterismo brindó gran beneficio, por ejemplo, al grupo de medios de la Cadena Capriles, que por entonces corría con colores propios. O a figuras independientes de gran relieve, como el insumergible José Vicente Rangel, eximio entre los enemigos venezolanos de Colombia.

Los motivos eran, invariablemente, el diferendo limítrofe sobre y bajo las aguas del Golfo de Venezuela, y la presencia en el país de emigrantes colombianos, cuya magnitud y perversidad era maliciosamente exagerada.

El tema era azuzado estacionalmente cerca de las fechas en que el Senado discutía las listas de candidatos ascensos militares presentadas por Ejecutivo. Se buscaba instigar también los elementos militares más mortificados por el imperio civil sobre lo militar.

A decir verdad, y a despecho del vocerío de los contados políticos que agitaban consignas anticolombianas, el tema traía “más bulla que cabuya”, como decimos a ambos lados de la frontera.

Una vez, a finales de los años ochenta, estuvimos a punto de cambiar cañonazos navales­­ cuando una fragata colombiana penetró, no muy distraídamente, digámoslo todo, en las aguas en disputa.

La clase política venezolana de aquel entonces quitó rápidamente hierro al incidente con una prudencia que admirablemente halló eco en Bogotá. Las cosas nunca pasaron a mayores. Por lo demás, el electorado venezolano se mostró siempre, en aquellos años, mayoritariamente indiferente a los reclamos de la xenofobia.

Hablamos de una época en las que el millonario flujo migratorio iba de Colombia a Venezuela, por motivos mayormente económicos. Fue Chávez quien, con perfidia e ideas muy primitivas acerca de la fisiología política del país vecino, quiso intervenir en el conflicto armado colombiano arrimando el hombro a las Farc.

Chávez halló, en embargo, en Álvaro Uribe Vélez un adversario duro de pelar que, en el balance, derrotó por completo las delirantes ensoñaciones de Chávez de relanzar una nueva Gran Colombia bajo su égida.

El Comandante tronó cuanto quiso contra “la oligarquía que asesinó a Gaitán” y hasta amagó con sus tanques cuando Raúl Reyes fue dado de baja, pero hasta ahí, no más. Solo logró predisponer a la población colombiana, dentro y fuera de Venezuela, contra la revolución bolivariana.

Ha sido el estulto Maduro quien, con contumacia e inhumana crueldad, ha logrado hacer que la colosal crisis política, económica y humanitaria de Venezuela pueda jugar un rol tanto o más decisivo que el voto en blanco en los resultados de la segunda vuelta.

El voto en blanco, que se presenta como equidistante, debe no solo remontar el ya esperable descenso en la participación de los votantes, sino también adversar con éxito la decisión de una mayoría fajardista de parar a Duque votando por Petro.

En cambio, el voto contra el temor, fundado o no, de que Colombia se torne otra Venezuela, ¡el voto colombiano contra Maduro, vamos!, es un voto cuesta abajo que no requiere de elucidaciones centroliberales para manifestarse.

El flujo, que a razón de 150.000 desplazados semanales, viene ingresando a Colombia será uno de los mejores activistas de Duque en las próximas dos semanas. Por lo pronto, la crisis venezolana ha logrado que Gustavo Petro, hombre hasta ahora de pétreas convicciones, se desdiga de sus simpatías por el socialismo del siglo XXI.

Esto lo han comprendido muy bien la campaña de Duque y María Corina Machado, la solitaria y corajuda partidaria de la abstención electoral y de forzar la dimisión de Nicolás Maduro apoyándose en la comunidad internacional.

En las últimas semanas, el apoyo que la dupla Vélez –Pastrana ha brindado a María Corina Machado, ha contribuido a darle entidad política, a los ojos de la desconcertada masa opositora venezolana, a la propuesta de la Machado de acrecentar todo tipo de presiones sobre la dictadura y forzar una transición hacia la democracia.

La puesta en escena que ese apoyo ha desplegado en la frontera viva, con decenas de miles de desplazados como espectadores que vitorean por igual a Machado y Duque, un grueso contingente de los cuales son colombo-venezolanos, se sostiene muy bien frente al apoyo que, digamos, Thomas Piketty o Peter Singer puedan brindar a la oferta de Gustavo Petro.

La visión de Machado, oradora de carisma, obligada por una prohibición de salida del país, a estrechar la mano, por sobre la valla fronteriza, de un Duque que cada día da mayores muestras de no ser del todo un subrogado de Uribe, haría el sueño de un publicista electoral.

Bajando al plano de lo que, cada quien por su lado, obtienen Machado y Duque, el intercambio luce equitativamente provechoso.

Sus detractores más vehementes nutren la oposición venezolana que favoreció, hasta ayer, una estrategia electoral que al cabo ha resultado infructuosa. Parte de esa oposición acudió a una elección que la comunidad internacional juzga fraudulenta.

La noción de que la presión internacional es irrelevante ya no luce tan persuasiva: la OEA ha producido un informe tan contundente que sentar a Nicolás Maduro al mismo banquillo desde el que el serbio Slobodan Milosevic y el liberiano Charles Taylor escucharon sus sentencias ya no es inverosímil.

Duque ha empeñado su palabra al declarar que, de ganar la presidencia, promovería tal juicio como jefe Estado. Ello acaso sea lo peor que Maduro pueda esperar de un gobierno de Duque en posconflicto.

Esta es una perspectiva que está menos que teóricamente a la vuelta de la esquina y lleva agua al molino de María Corina Machado frente a los políticos venezolanos que aún esperan algo del diálogo con Nicolás Maduro.

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