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María Angélica Pumarejo – Los indignados

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Dice la RAE que indignar es “irritar o enfadar vehementemente a alguien”. Pues bien, si alguna palabra ha marcado tendencia por esta época es esa. El mundo se ha vuelto un marasmo de indignación, porque pasan muchas cosas en él que merecen una actitud: la del indignado. Es una actitud estar indignado, como si fuera una manera de estar en el mundo. Ese lugar tan espantoso, lleno de gente aun peor y de atrocidades que van desde niños enjaulados y separados de sus padres por un gobierno, hasta hinchas de varias nacionalidades que aprovechan la barrera idiomática para burlarse de otros en un mundial de fútbol. Y sí, parece que todo esto y lo que está en medio es indignante.

Las redes son el lugar ¿Dónde se produce la indignación? En las redes, en el muro, en los post, en las fotos, los memes, etc. No hay que sentir de cerca ni conocer desde el propio pellejo lo que significa el dolor de los otros; no hay que asomarse mucho a las realidades para de inmediato sentir el hervor en el corazón, las manos temblorosas y la reacción que conduce al click, el comentario, los emoticones, “compartir”, la creación de algún hashtag. Como si no reaccionar o guardar silencio, nos hiciera cómplices de tal o cual barbaridad.

Uno podría pensar que antes no pasaba eso porque las noticias no volaban tan lejos ni tan rápido. El mundo que era grande se ha vuelto diminuto. Terminamos indignados por un pitillo que se le metió en la nariz, vaya uno a saber cómo, a una tortuga en Costa Rica y que rescataron unos estudiantes de biología. De inmediato hay que pronunciarse sobre los fabricantes de pitillos, sobre los consumidores de pitillos, decir que no usamos pitillos o que no los usaremos más y odiar a los que usan pitillos en las playas, esos depredadores. De repente, la tortuga de Costa Rica somos todos.

En el cuento La forma de la espada, de Borges, John Vincent Moon, su personaje, afirma: “Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tenga razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon”. Pues bien, no vivió Borges para ver la consolidación universal y espontanea de esta conciencia a solo un click. Ahora “uno somos todos” por la indignación, o por el aplauso colectivo que produce el registro de la misma, no ya por el hondo reconocimiento de la paridad interior.

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