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AMLO y la oportunidad histórica de la izquierda

CIUDAD DE MÉXICO — A cuatro días de la elección, la victoria de Andrés Manuel López Obrador parece casi definitiva: tiene el 47 por ciento de las intenciones de voto y el 92 por ciento de probabilidad de ganar. Será la primera vez en los últimos treinta años que un político de la izquierda podría llegar al poder.

La razón es que en la figura de López Obrador, el candidato de la coalición Juntos Haremos Historia, la izquierda y el cambio se rencontraron justo a tiempo para las elecciones del 1 de julio de 2018. Esa doble condición —la esperanza del cambio y la oportunidad histórica de la izquierda— se alineó solamente hasta su tercera candidatura por la presidencia.

Para la izquierda, será una oportunidad y un riesgo. Por un lado, podría encauzar la indignación social por el statu quo que se ha impuesto desde el centro y la derecha que han gobernado el país en las últimas décadas. En un país en el que el 43,6 por ciento de la población (53,4 millones de personas) vive en pobreza y uno de los problemas más apremiantes es la desigualdad, un gobierno de izquierda podría implementar medidas para solucionarlos.

Pero, también, si AMLO hace un mal gobierno, clausuraría la posibilidad de que la izquierda —inclusiva y con fuerte contenido social— gobierne a México por más de un sexenio. Es un riesgo, sin embargo, que se tiene que correr. El gobierno de derecha ignoró los problemas sociales e inició una guerra contra el crimen organizado sin salida.

La primavera mexicana

Es difícil fechar con precisión el inicio de un cambio en la historia de un país. Pero hay eventos que condensan el descontento colectivo y echan a andar un proceso de transformación nacional. En México, la fecha de cambio, del descontento social irreversible  —después de 77 años de gobierno de Partido Revolucionario Institucional (PRI) y doce del Partido Acción Nacional (PAN)— es septiembre de 2014.

En esa fecha, el país se conmocionó con la noticia de que 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa habían desaparecido y en los siguientes meses y años el deseo de los mexicanos por el cambio se volvió palpable.

El 5 de noviembre de 2014, en una de las protestas organizadas para exigir justicia por los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa en Ciudad de MéxicoCredit Jorge Dan López/Reuters

Los tres meses posteriores a que se conociera la tragedia en Iguala, se organizaron protestas masivas que reunieron a personas y grupos de distintas clases sociales y afiliaciones políticas, pero que tenían un denominador común: identificaban al Estado como responsable de lo sucedido. Para muchos jóvenes, las movilizaciones por Ayotzinapa significaron el inicio de su socialización política, lo que el temblor de 1985 fue para la generación de sus padres.

Alrededor del descontento verbalizado por el movimiento #YoSoy132 —la protesta estudiantil en contra de Enrique Peña Nieto cuando era candidato a la presidencia— y de la indignación de la noche de Iguala se gestó una suerte de primavera mexicana que, alimentada por los casos de corrupción del priismo, comenzó a resquebrajar la imagen de Peña Nieto como el salvador de México.

El 14 de diciembre de 2017, cuando arrancó oficialmente la precampaña presidencial, el único candidato que logró posicionarse como el antagonista del poder establecido, el representante del cambio, fue Andrés Manuel López Obrador.

Como el opositor más visible, López Obrador, de 64 años, el mayor de los contendientes, fue el gran beneficiario de la insatisfacción nacional y acaso por ello cautivó a los nuevos votantes en México, quienes representan casi el 17 por ciento del electorado. Muchos de esos votantes nacieron durante la alternancia y solo han visto gobernar al PAN y al PRI, ninguno de los cuales entregó buenas cuentas.

Según las encuestas, el 61 por ciento de los votantes que quieren que el PRI deje el poder, ven a AMLO como la opción que mejor representa el cambio.

El único representante de la izquierda en la boleta

López Obrador tiene una larga carrera política que comenzó en Tabasco, su estado natal. Se unió al PRI en 1976, y lo abandonó doce años después para sumarse al izquierdista Partido de la Revolución Democrática (PRD), del que fue presidente en Tabasco; en 2000 ganó la jefatura de gobierno de Ciudad de México. Se postuló a la presidencia en 2006 y 2012 por el PRD y en 2014 fundó el partido por el que aspira por tercera ocasión llegar a Los Pinos, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena).

Una vez fuera del PRD, López Obrador se alzó como el opositor legítimo de la élite política y económica mexicana. Y, como tal, fue el político que sacó más réditos del rechazo social a las reformas estructurales firmadas por los tres grandes partidos (el PRI, el PRD y PAN), la corrupción priista, el fracaso de las políticas de seguridad para frenar la violencia y el crecimiento económico mediocre del sexenio de Peña Nieto (2,5 por ciento anual, muy por debajo de las expectativas producidas por sus reformas).

La plataforma de López Obrador se sustenta en un conjunto de premisas de lo que podríamos llamar una “izquierda nacionalista”: creación de vínculos clientelares con políticas sociales —como la pensión para adultos mayores que instauró como jefe de gobierno de la capital— un Estado intervencionista y redistribuidor, el pueblo como objeto de las políticas públicas y el fortalecimiento de la nación frente al imperialismo estadounidense.

La de AMLO es una izquierda que le da más importancia a la igualdad social y la intervención estatal que, por ejemplo, a los derechos de las minorías. La suya, por lo tanto, es una izquierda conservadora. Sin embargo, las inquietudes a las que les ha dado prioridad son cruciales para dar un primer paso hacia un gobierno que aspire a terminar con la desigualdad.

El segmento más moderno de la izquierda mexicana deberá exigirle que persiga una agenda más incluyente y progresista, y deberá impulsar la discusión sobre la equidad de género y las libertades individuales.

En este ciclo electoral, la izquierda mexicana no llegó como un frente unido: el PRD optó por aliarse a la derecha y el neozapatismo prefirió ir por cuenta propia con la candidata Marichuy Patricio, quien no logró obtener el registro en la boleta electoral. Imposibilitada la coalición “natural” de la izquierda, López Obrador fue a la caza del voto conservador.

El tabasqueño adoptó una estrategia de alianzas pragmática: se vinculó al conservador Partido Encuentro Social (PES), a líderes sindicales cuestionables y a figuras que tienen presencia local aunque poca afinidad a la izquierda histórica. Este método le ha permitido romper su techo electoral y se encamina a disputar el centro y el norte del país, regiones donde suele ganar la derecha.

A diferencia de Cuauhtémoc Cárdenas, una de las figuras prominentes de la izquierda mexicana del siglo XX, López Obrador no ha dejado de aumentar votantes. Las tres candidaturas presidenciales de Cárdenas, el fundador y líder histórico del PRD, tuvieron una votación estable —alrededor de seis millones de votos—; pero porcentualmente fueron bajando: del 31,12 por ciento conseguido en 1988, obtuvo el 16,59 por ciento en 1994 y el 17 por ciento en 2000. En doce años, Cárdenas casi no captó nuevos electores.

En cambio, López Obrador ensanchó su votación en las dos elecciones presidenciales previas: pasó de casi 15 millones de votos en 2006 a cerca de 16 millones seis años después. En 2018, si logra más del 50 por ciento de la votación, podría llegar a cerca de 25 millones de votos. Si alcanza esta cifra se deberá, en parte, a que logró ganar las preferencias de los milénials, aproximadamente un tercio de los electores.

AMLO no es un buen orador ni un polemista articulado, pero tiene un discurso sencillo que resonó en millones de personas desencantadas con los partidos tradicionales y ansiosas por un cambio. Habrá que recordar, sin embargo, que López Obrador no ha sido el primer candidato que enarbola la bandera del cambio. En 1988, Carlos Salinas de Gortari fue el candidato de las reformas y, en 2000, Vicente Fox también encarnó el cambio de rumbo, la transición política. En ambos casos fueron cambios fallidos. En 1994, cuando Ernesto Zedillo ganó la elección, y en 2006, cuando Felipe Calderón obtuvo la victoria por un margen muy estrecho, el miedo clausuró las posibilidades de la izquierda y la resignación pavimentó el regreso del PRI en 2012.

Hoy, cuando cierra oficialmente su campaña, todo parece indicar que esta vez la izquierda gobernará México. Será la oportunidad histórica de probarse, ya no como fuerza opositora, sino como un gobierno eficaz y equitativo.

La columna vertebral de un gobierno de izquierda deberá ser construir las bases para tener una economía más justa y disminuir la desigualdad. Pero también debe estar comprometido con un compromiso histórico: democratizar la democracia. Para ello el gobierno de izquierda tendrá que fortalecer instancias de rendición de cuentas, aumentar los derechos individuales y consolidar un proyecto político incluyente. Por último, un gobierno de izquierda en México tendrá que comprometerse a promover una investigación imparcial y transparente del caso que cambió México, Ayotzinapa.

Si López Obrador gana la presidencia y fracasa en esa misión —y falla en cumplir el anhelo de cambio—, podría frustrar también el futuro de la titubeante pero indispensable izquierda mexicana.

 
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