El mundo Mundial 21: Esa pequeña diferencia
Credit David Gray/Reuters
La columna El mundo Mundial de Martín Caparrós en The New York Times en Español comenta día tras día lo que sucede en Rusia 2018.
BUENOS AIRES — Parecía que en México todo había cambiado. Parecía, esta mañana, pero no: solamente cambió lo que importa. México tiene un gobierno nuevo, que propone —ya veremos si lo quiere o lo consigue— otras maneras de regirse, pero no tiene un equipo en cuartos de final de una Copa del Mundo. Una vez más, la frase clásica: “jugamos como nunca, perdimos como siempre”. Y es una pena: otra vez la maldición del quinto.
Es obvio que —argentino pese a todo— yo quería que ganara México. Quedaría estupendo decir que por amor al mole y los amigos, pero todavía no me presento a ninguna elección, así que no; fue por pura inquina vecinal. Los argentinos nos pasamos un par de siglos desdeñando a Brasil; cuando descubrimos que ya no podíamos, pasamos a envidiarlo con ardor —y lo odiamos por eso—. Son solo un país mucho más grande, más potente, más real, más musical, más tropical, menos plañidero y encima, en general, juegan mejor al fútbol. Por eso aquel famoso 7 a 1 fue un regalo para la Patria rencorosa: visto lo visto y cómo terminó, creo que a muchos argentinos nos dio más gusto su derrota que nuestro subcampeonato subsecuente.
Eran otros tiempos: ganábamos bastante y sentíamos que perdíamos. Ahora, en cambio, perdemos sin sentido. Las calles de Buenos Aires están llenas de carteles y cartelitos y pegatinas y pintadas en celeste y blanco que dicen —ilusión mundialista— “Vamos Argentina”, y no puedo evitar, cada vez que leo una, preguntarme adónde. Prudente, evito la respuesta. Y no solo me refiero al fútbol, por supuesto.
México, entonces. Que durante casi media hora, la primera, pareció que podía. El equipo mexicano es relativamente modesto: no tiene jugadores de grandes equipos internacionales; su más caro debe ser Chicharito, que fracasó en varios. Pero aprietan y corren y se entregan y, al principio, llegaron a creer. Ahogaban a Brasil, le sacaban la pelota, lo atacaban. Parecía, de verdad parecía.
Pero hay algo que se llama calidad, aunque a veces no queramos verla. Este Mundial se ve —lo decimos cada vez que podemos— muy igualado: que muchos grandes ya se fueron, que todo se empareja. Yo también debo haberlo dicho. Es probable: los malos solemos decir que todo es igual, que da lo mismo. Fue, creo, otro error de lectura, que es lo que hacemos los que intentamos leer. Leer es leer mal; leer mejor es releer, rectificarse.
No hay tal igualación: era una idea barata. Sí sucedió que los que solían hacer la diferencia esta vez no la hicieron: ni Messi ni Cristiano ni Alemania ni España, por ejemplo. Pero eso no significa que no haya diferencias. Hoy Brasil vino, para desgracia mexicana, a demostrarlo.
Hace unos días hablábamos de la ficción David, la ilusión de que el débil derribe al poderoso. Para que suceda no alcanza, como en la fábula bíblica, con una piedra afortunada: el débil debe trabajar como un poseso 90 minutos sin descuidos. Y es difícil.
La calidad te hace jugar con el tiempo a favor: saber que el tiempo queda de tu lado. Un equipo consigue emparejar con gran esfuerzo, corriendo como perros, saltando como gatos, y poco a poco ve cómo no alcanza, cómo el otro empieza a recuperar más rápido, a circular más cómodo. Debe ser desesperante ser esos davides y saber que, si no sucede algo muy raro, tarde o temprano te vacunan. Debe ser dura esa larga agonía de saber que los contrarios son mejores —o más poderosos o más ricos o más astutos, si no es fútbol— y que para sostenerte debes hacer un esfuerzo imposible de sostener y que lo más probable es que te caigas y te ganen a menos que quizás un azar si acaso por Fortuna.
Un aficionado mexicano luego de la derrota ante Brasil
Pero la diosa de marras no apareció en Samara, y al final fue Neymar quien la empujó abajito del arco y firmó el 1 a 0 y completó su transformación en Cristiano Ronaldo con un festejo perfectamente solipsista o, dicho de otra manera, yo yo yo, miren cómo lo hice, vean qué grande soy. (Eso fue poco antes de transmutarse finalmente en lombriz: si alguien vio alguna vez las contorsiones de una lombriz cuando la cortan, sus convulsiones furibundas, puede representarse cómo se retorcía este muchacho caro cuando un contrario le pisó, sin mucha fuerza, un pie).
Así que Brasil ganó, finalmente, más o menos fácil: hizo dos goles y se perdió otros tantos y el arquero y mexicano Ochoa, brillante, le sacó varios más. Es cierto que Brasil no juega todo el tiempo. Se toma sus descansos, pero cuando juega, juega con sus contrarios como el gato maula con el mísero ratón. Hoy, por ejemplo, Coutinho estuvo bajo, Neymar caprichosito, Gabriel Jesus inconsistente, pero Willian la descosió, Paulinho —sí, Paulinho— anduvo siempre cerca y su defensa apretó, mordió como si no fuera brasileña. Su defensa es su base: en sus últimos diez partidos le metieron un gol. Y en ataque el contraste es brutal.
Los mexicanos también llegaban hasta la puerta del área, pero por algo consiguieron tres goles en cuatro partidos. Una vez allí, no sabían hacer lo que los brasileños sí: gambetear a uno o dos, armar una pared perfecta, encontrar el hueco para el tiro. Ahí está la pequeña diferencia, en esta época que pretende que ya no las hay. En eso consiste ser brasileño, jugar mejor al fútbol, y que conste que me pesa decirlo —y más me pesa verlo—.
Pero, a pesar de mis pesares, si esto sigue así se hará más que difícil que alguien les saque el campeonato. O quizá me equivoco: ojalá me equivoque una vez más. Al fin y al cabo es lo que más me rinde.