Álvaro Vargas Llosa: La cumbre maldita
El 16 de julio, en Finlandia, que es un territorio neutral, pero también un lugar a muy poca distancia de Rusia, Trump y Putin podrán por fin llevar a cabo su encuentro de titanes.
Trump y Putin se verán las caras, por fin, el 16 de julio en Helsinki. Era la cumbre que ambos querían obsesivamente desde que se inició la administración Trump, la más importante, la que en cierta forma debía sellar el nuevo orden mundial en estos tiempos populistas. Pero la política doméstica norteamericana se interpuso en el camino, con tanta mala suerte que llegó a pensarse que el líder que simboliza el nuevo populismo de las democracias liberales de Occidente y el líder populista que simboliza el autoritarismo nacionalista contemporáneo nunca podrían llevar a cabo su cita trascendental.
Se había vuelto la cumbre maldita. Todo por culpa de la oposición a Trump: la que tiene instalada dentro de su partido, la de los demócratas, la de buen parte de la prensa liberal (en el sentido estadounidense) y nada menos que la de su propio gobierno, cuyo Departamento de Justicia tiene en marcha una investigación independiente por vía de un investigador especial sobre los vínculos entre la campaña del actual mandatario y Moscú. Desde que se estrenó el turbulento gobierno del empresario inmobiliario, la palabra “Rusia” ha sido, a ojos de muchos detractores, el arma de destrucción masiva que podía hacer volar por los aires la Casa Blanca (en un sentido más figurado del que empleó Madonna el día de su estreno en una frase polémica durante el mitin de las mujeres), detonando una destitución por algo que se parece mucho a la traición a la patria, es decir coludirse con un gobierno extranjero enemistado con Estados Unidos para subvertir el proceso electoral democrático. El investigador especial, Robert Mueller, un exjefe del FBI a quien se le encargó, desde el Departamento de Justicia, según el ordenamiento legal estadounidense, la pesquisa independiente, no perdió tiempo y desde el primer día apretó a Trump y a su entorno, y, acicateado por un coro poderoso de críticos del mandatario, fue extrayendo cuanta información pudo acerca de los nexos entre el “trumpismo” y Moscú. Utilizó todos los métodos, que son muchos, que el sistema de Derecho estadounidense pone a su disposición, incluyendo citaciones de fuerza, allanamientos, cotejo de testimonios, acceso a documentación y vigilancia electrónica, y una parte de ello fue filtrado a la prensa, para espanto de una administración que debió dedicar tiempo y energía a contener una verdadera avalancha política.
En ese contexto, hasta Trump tuvo que marcar de tanto en tanto distancia con Putin, manteniendo las sanciones impuestas por Washington y Europa en tiempos de Obama tras la anexión rusa de Crimea y la intervención en Ucrania oriental, y lanzando esporádicamente algunos dardos verbales contra el Kremlin para demostrar que ningún compromiso ni deuda política lo comprometía de cara al Presidente ruso. En asuntos espinosos como Siria -donde Putin logró sostener a Assad contra viento y marea y en cierta forma le aseguró el triunfo contra los múltiples esfuerzos por derrocarlo-, parecía que se abría una brecha insalvable y que Trump, necesitado de aplacar a sus enemigos domésticos, había encontrado la forma de desembarazarse de Putin y su pesada mochila.
Pero lo cierto es que, en su fuero interno, Trump siempre ha admirado a Putin, algo de lo que él mismo ha dado cuenta en reiteradas oportunidades. Para el mandatario estadounidense, Putin representa todo aquello de lo que carecen los líderes democráticos de Europa: liderazgo, fuerza, autoridad, una apuesta por el orden que no está atemperada por sensibilidades liberales contraproducentes, debilitadoras y hasta disolventes. Putin ha reconstruido el imperio de los zares, a ojos de Trump, mientras que los líderes de Europa, sus socios de la OTAN, han sido incapaces siquiera de llevar sus presupuestos militares al 2% del producto bruto interno, prefiriendo vivir bajo la protección vicaria y costosa de Estados Unidos. Mientras que los europeos se preocupaban de los inmigrantes, el clima y otras tonterías, Putin mandaba, se hacía respetar y plantaba cara al terrorismo y a sus enemigos sin remilgos democráticos.
A su vez, Putin, muy bien informado sobre la debilidad de Trump por su gobierno y su estilo, que no es muy distinta de la simpatía que le tienen sectores populistas de derecha en Europa, entendía perfectamente que era cuestión de tiempo para que el Presidente estadounidense encontrara la oportunidad de desafiar a sus adversarios internos y se encontrara cara a cara con él en una cumbre que simbolizara el nuevo orden. Porque en última instancia no es concebible que las dos máximas potencias nucleares y que dos países aliados en la lucha contra el terrorismo islamista no se puedan reunir aun si ello levanta suspicacias en el Partido Demócrata, una parte del Partido Republicano, la prensa y Mueller y su equipo de investigadores.
Por eso, el 16 de julio, en Finlandia, que es un territorio neutral, pero también un lugar a muy poca distancia de Rusia, Trump y Putin podrán por fin llevar a cabo su encuentro de titanes. ¿Por qué se atreve Trump a hacerlo ahora? Porque se siente fuerte: los motores de la economía rugen (bueno, van calentando); acaba de iniciar unas negociaciones con Corea del Norte que podrían llevar al desmantelamiento de todo el programa nuclear de Kim Jong-un; todo indica que las investigaciones de Mueller no darán pie a un intento de destitución porque no hay una prueba del delito personal contra él; su popularidad, que se sitúa en el 40 y pico por ciento, es la que él cree que necesita para llegar con fuerza a las elecciones presidenciales en las que intentará reelegirse; los europeos están divididos por la irrupción de un gobierno populista en Italia; hay una lucha interna en el gobierno alemán a propósito de la inmigración y los países del grupo de Visegrado, es decir Europa Central, han marcado su territorio dentro de la Unión Europea acentuando una línea crítica contra Bruselas que sintoniza en parte con el propio discurso de Washington.
Putin llegará a Finlandia con el aura triunfal de haber sido anfitrión del máximo torneo deportivo del mundo, apenas un día después de una final que habrán visto miles de millones de seres en todo el globo. Recientemente reelecto con un porcentaje aplastante propio de ese tipo de regímenes verticales, sin oposición interna digna de ese nombre, con sus enemigos europeos debilitados y peleados entre sí, vencedor en Siria, consolidado en la parte de Ucrania que le interesa y para colmo beneficiario de un considerable repunte en el precio del petróleo, el líder ruso está en su apogeo. Sabe que en muchos sentidos el actual mandatario de los Estados Unidos está más cerca de él que de sus aliados democráticos formales, con muchos de los cuales Trump está en estos momentos en abierta disputa comercial y política. Y sabe que Trump reconoce en él en cierta forma a un modelo político, dentro de las limitaciones que la democracia estadounidense le impone.
Por su parte, Trump, a pesar de ser mayoritariamente impopular y ferozmente cuestionado en su país, sabe que ha logrado sobrevivir con cierto éxito a su oposición y a la prensa, y que hoy el 90% de los votantes republicanos aprueban su gestión, lo que significa que ha preservado aquello que él y sus asesores ansiaban intensamente mantener de cara a la futura reelección: la lealtad de los votantes “antiestablishment”, de los votantes del populismo norteamericano, principalmente en el Sur y el Medio Oeste. Porque “votante republicano” es una categoría, no lo olvidemos, que desde que Trump irrumpió en las primarias de su partido ha cambiado mucho respecto del pasado. En parte por él, muchos nuevos inscriptos fueron modificando la fisonomía y la disposición ideológica de la base del partido, gracias a lo cual, por ejemplo, el proteccionismo contra México, Canadá, China y Europa recibe hoy el apoyo de muchos republicanos, algo que hace poco tiempo hubiera sido impensable tratándose de la agrupación partidaria del libre comercio.
Pero no solo eso. También en otros frentes Trump ha ido obteniendo victorias parciales, aquí y allá. Las más recientes, de una importancia política significativa, han sido las decisiones de la Corte Suprema -la instancia clave de la política norteamericana, el lugar donde van a parar todos los enfrentamientos ideológicos y culturales- en dos temas: el veto a los visitantes de algunos países musulmanes y el cobro de cuotas forzosas por parte de los sindicatos de empleados públicos a los trabajadores que no pertenecen a ellos.
Por si esto fuera poco, Trump ha recibido la noticia de que Anthony Kennedy, uno de los magistrados de la Corte Suprema ha decidido jubilarse este mes, lo que abre una vacante que la Casa Blanca deberá cubrir, voto aprobatorio mediante el Senado. Como el propio Trump ha dicho, no hay decisión más importante, salvo la de la guerra o la paz, que deba tomar un mandatario estadounidense que la nominación de un candidato a la Corte Suprema. Ya le había tocado nominar a uno al comienzo de su gestión y ahora, regalo de los dioses, le toca nominar a un segundo, con lo cual tiene ante sí la posibilidad de modificar la composición ideológica y cultural de la Corte Suprema para las próximas décadas.
Debajo de la aparente solidez de la situación inmediata de ambos líderes hay enormes fragilidades que podrían en cualquier momento erosionarla considerablemente. Pero en este momento ambos creen que llegan en su plenitud, dispuestos a sellar el nuevo orden, el de los duros, el de los nacionalistas y populistas, el de los que creen que el eje Washington-Moscú es el que signa los nuevos tiempos y permitirá preservar los valores de la nación, la autoridad y el orden cristiano contra los terroristas, los demócratas excesivos, los librecambistas, los globalizadores, los aspirantes a potencia nuclear, y otros adversarios reales o supuestos.
En este sentido, a diferencia de cumbres anteriores entre gobernantes estadounidenses y rusos, que eran encuentros entre adversarios, Trump y Putin se darán la mano más como socios y aliados que como potencias enfrentadas. Sus diferencias con Xi Jinping por el tema comercial o la carrera militar en Asia, o con Merkel por temas de la Defensa o el comercio, han sido también incompatibilidades de talante y disposición intelectual, y expresiones de hostilidad contenida. En cambio, entre Trump y Putin, aunque las cancillerías mantengan el lenguaje de la diplomacia tradicional y Trump deba hacer algunas concesiones al viejo lenguaje de la rivalidad, lo que hay, sobre todo, es una empatía personal y una afinidad temperamental, además de una visión compartida acerca de la necesidad de afianzar el orden mundial sobre el entendimiento entre Washington y Moscú a partir del afianzamiento de valores antipáticos a la democracia liberal y la globalización.