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De poetas suicidas

Edna St. Vincent Millay

“Presas de sus demonios interiores”, así es se ha explicado, injustamente, el suicidio de escritoras que transformaron el curso de la literatura. Una reflexión sobre sufrimiento y memoria literaria.


No logró dilucidar si la última entrada en el diario del escritor Cesare Pavese delata una inusitada lucidez o un miedo tremendo:

“Siempre sucede lo más secretamente temido. Escribo: Oh, Tú, ten piedad. ¿Y después?

Basta un poco de valor.

Cuanto más preciso y determinado es el dolor, más se debate el instinto de vivir, y se debilita la idea del suicidio. Parecía fácil, al pensarlo. Y sin embargo hay mujercitas que lo han hecho. Hace falta humildad, no orgullo.
Todo esto da asco.
No palabras. Un gesto. No escribiré más.”

Ese despectivo ”mujercitas”, ¿es en serio? ¿A qué se referiría el también traductor italiano al hablar de “mujercitas” nueve días antes de su muerte? El sufijo me revela una comparación odiosa: ¿es la sensibilidad un atributo característico de una personalidad considerada más débil? ¿O está hablando simple, llana y prejuiciosamente en función del género? Suena a que el autor de La luna y las hogueras insiste en la degradación peyorativa de ser mujer y, si soy malpensada, ser una mujer artista.

En 1950, año de la muerte de Pavese, también murió Edna St. Vincent Millay. Ella, que alguna vez fue considerada como ‘la mejor poeta desde Safo’, ha visto eclipsada su carrera por ser “una bisexual aventurera” y “adicta a la morfina”. Quien fuera la primera mujer en recibir el Premio Pulitzer de Poesía fue reemplazada –décadas después– por figuras como Elizabeth Bishop o Sylvia Plath. Sin embargo, en el caso de esta última escritora, el mito ha perseverado más que su brillantez poética. La voz nostálgica omnipresente en Edna St. Vincent Millay:

“Dos veces vi vuestras cabezas de adorable pelo corto / una al lado de la otra, la de ónice y la de oro, / y supe que no podría quedarme lo que fue mío. / Dos veces entré al cuarto, sin saber que ella estaba. / Dos ojos de ágata, dos ojos de malaquita, / dos veces se giraron hacia mí, brillantes, severos. / Y es así como sé lo que he perdido. / ¡Ah, dulce incienso / irrecuperable, cómo subes por la noche sin viento!”,

es reforzada por una irrefrenable ansia de libertad de Sylvia Plath:“Nunca podré leer todos los libros que quiero; no puedo ser todas las personas que quiero y vivir todas las vidas que quiero. Nunca podré entrenarme en todas las habilidades que quiero. Y ¿por qué lo quiero? Porque quiero vivir y sentir todos los matices, tonos y variaciones de la experiencia mental y física posibles en mi vida. Y estoy terriblemente limitada.”.

 

Me parece que la visión de la escritora de La campana de cristal ha sido malentendida por una crítica facilona como “lucha con sus demonios interiores”. Ésta es una categoría recurrente y cómoda cuando es la hora de hablar del trabajo creativo de mujeres escritoras. Violeta Parra, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton, Alfonsina Storni, Marina Tsvietáieva, Virginia Woolf fueron mujeres que, definitivamente, cambiaron el panorama de las letras. Mujeres que, como tomaron su propia vida, han sido condenadas a ser claros ejemplos de inestabilidad mental.

Es obvio que las circunstancias que las rodeaban contribuyeron a ese desequilibrio. El sexismo afecta la salud mental. La Organización Mundial de la Salud lo afirma:

“La depresión, la ansiedad, los síntomas somáticos y las altas tasas de comorbilidad se relacionan significativamente con factores de riesgo interconectados y concurrentes, como los roles basados en el género, factores estresantes y experiencias y eventos negativos de la vida Los factores de riesgo específicos de género para los trastornos mentales que afectan desproporcionadamente a las mujeres incluyen violencia de género, desventaja socioeconómica, bajos ingresos y desigualdad de ingresos, estatus social y rango bajo o subordinado y responsabilidad incesante para el cuidado de los demás”.

Algunas de ellas hacían labor emocional de sus parejas, sacrificando su tiempo y su trabajo por hombres como Ted Hughes, a quien recientemente se le ha acusado de violencia doméstica gracias a una serie de cartas que envió Sylvia Plath a su  psicoanalista. La poeta estadounidense recurrió a la “ayuda psiquiátrica” con altos riesgos y efectos colaterales como la terapia electroconvulsiva: “¿Por qué después del tratamiento ‘increíblemente corto’ de unas tres sesiones de electrochoques mejoré de pronto? ¿Por qué sentía que merecía un castigo, que tenía que castigarme a mí misma? Y ¿por qué siento ahora que debería sentirme culpable y desdichada, y me siento culpable por no sentirme culpable ni desdichada”. En Annie Hall, el personaje de Alvy Singer (interpretado por Woody Allen) se expresa así de Sylvia Plath: “Interesante poetisa, cuyo trágico suicidio fue malinterpretado como romántico por la mentalidad de las universitarias”.

El 11 de febrero de 1963, Sylvia Plath se suicidó asfixiándose con gas.

“Los hallazgos revelaron que las mujeres tienden a elegir la sobredosis de fármacos y la exanguinación como método del suicidio mientras que los varones con mayor frecuencia usaban ahorcamiento y asfixia” afirma un artículo de The National Center for Biotechnology Information () acerca de la diferenciación de métodos de suicidio utilizados según el género. 50 pastillas de Seconal (un barbitúrico) acabaron con la vida de Alejandra Pizarnik el  25 de septiembre de 1972. Tenía 36 años. La autora de Árbol de Diana arremete contra la vestimenta femenil y el aspecto biopolítico que implica usarla con tal de cumplir con ciertos convencionalismos sociales:

“Quisiera ser hombre para tener muchos bolsillos. Hasta podría tener siempre un libro en un bolsillo. La ropa femenina es muy molesta. ¡Tan ceñida e incómoda! No hay libertad para moverse, para correr, para nada. El hombre más humilde camina y parece el rey del universo. La mujer más ataviada camina y semeja un objeto que se utiliza los domingos. Además hay leyes para la velocidad del paso. Si yo camino lentamente, mirando las esculturas de las viejas casas (cosa que aprendí a mirar) o el cielo o los rostros de los que pasan junto a mí, siento que atento contra algo. Me siguen, me hablan o me miran con asombro y reproche. Sí. La mujer tiene que caminar apurada indicando que su caminar tiene un fin. De lo contrario es una prostituta (hay también un “fin” (sic)) o una loca o una extravagante”.

Alejandra Pizarnik

La condición de ser mujer, y las supuestas obligaciones que plantea, es la verdadera “lucha interna” de estas creadoras. Poco antes de saltar al mar, Alfonsina Storni escribe lo siguiente: “Déjame sola: oyes romper los brotes… / te acuna un pie celeste desde arriba / y un pájaro te traza unos compases / para que olvides… Gracias… Ah, un / encargo: / si él llama nuevamente por teléfono / le dices que no insista, que he salido”. El poema, titulado “Voy a dormir”, es remitido a La Nación para ser publicado al día siguiente de su muerte el  25 de octubre de 1938.

Alfonsina Storni

Más de uno ha desmitificado a la protagonista de “Alfonsina y el mar”: “Hay mucho secreto en el suicidio de un poeta. El lector busca ingredientes extraordinarios en ese hormigueo penoso que empuja al creador más allá del abismo. Por esta senda, triunfa el cliché romántico”.1 Lo trágico es continuar abonando a la romantización de su muerte. Su reputación se ve arruinada por una sucesión de estereotipos de los que parece imposible escapar como mujer artista. Titulares como “El hombre que tuvo la desgracia de nacer mujer” para hablar de Alfonsina Storni o “Un amor más allá de lo racional” para referirse a su relación con Horacio Quiroga, de la cual no se sabe exactamente su naturaleza (probablemente eran amigos que se admiraban y compartían gustos en común como la música de Wagner). A él le escribió: “«No hiere cada hora –queda escrito-, / nos mata la final. » / Unos minutos menos … ¿quién te acusa? / Allá dirán. / Más pudre el miedo, Horacio que la muerte / que a las espaldas va. / Bebiste bien, que luego sonreías … / Allá dirán.” Y estas palabras fueron más que un vaticinio pues encontramos la descripción de una muerte imaginada.

Poetas visionarias que hablaban sin temor de su propia muerte. Reducirlas a esas “mujercitas” a las que denosta Cesare Pavese sería su verdadera muerte.

Al Álvarez en Un Dios Salvaje sugiere que Sylvia Plath quería seguir viviendo. En el poema “Melancolía”, Alfonsina Storni expresa sentimientos encontrados: “Oh muerte, yo te amo, pero te adoro, vida…” ¿Mujeres que no saben vivir o que no pueden vivir? Ellas sabían que había algo más pero el mundo en el que vivían no era capaz de dárselo. Lo que ellas eran distaba demasiado de lo que la sociedad sigue esperando de nosotras, las mujeres. Alejandra Pizarnik escribió en su diario: “Quisiera pensar en algo sublime (…) Quisiera electrizar mis ojos y sacudirles su inercia doméstica (…) subir a lo más alto, agitar los brazos como campanillas estremecidas y gritar a Todo: ¡Soy universal!”.

 

Karen Villeda
Escritora. Participó en el Programa Internacional de Escritura de la Universidad de Iowa en 2015. Autora de Visegrado libro ganador del Premio Bellas Artes de Ensayo Literario “José Revueltas” 2017 de próxima publicación en Almadía y el Instituto Nacional de Bellas Artes.


1 Guzmán Urreño Peña, Alfonsina vestida de mar”, Alfonsina Storni, Centro Virtual Cervantes.

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